Nadie te avisa de sus consecuencias ni existe un prospecto en el que se expliquen sus efectos secundarios. Lo sabes y te obligas a pensar que has aprendido la lección. Incluso te prometes que jamás volverás a caer en sus redes pero, en el fondo, eres consciente de que, tarde o temprano, tropezarás en la misma piedra. A pesar de todo, le repites a tu cerebro como un mandato ineludible: «La próxima vez no pasará». Error. Sí que pasará, y los restos de una nueva guerra personal que casi arrasará con lo poco que te queda se depositarán en tu cuerpo hasta hacerte enfermar. Para ti será un via crucis infernal, mientras que los que te rodean intentarán relativizar la cuestión. Otro error. Hay que vivirlo en carne propia para estar legitimado y poder emitir la versión de los hechos, aunque nunca se deba anunciar ni interpretar como un consejo a seguir: sólo significará que se ha sobrevivido al mal trago para contarlo.
Julio de la Rosa sabe cómo transmitir y compartir esas sensaciones desagradables, como mucho agridulces. Lo ha demostrado a lo largo de su fecunda y multidisciplinar carrera en solitario (iniciada una vez disuelto su antiguo grupo, El Hombre Burbuja, e interrumpida sólo por su puntual colaboración en el proyecto Fantasma #3), convirtiendo sus discos en poliedros de cientos de espejos que reflejan la cara depresiva, beligerante, agresiva, condescendiente, descarnada, irónica y apasionada de unas historias privadas entregadas al mundo sin condiciones. Su penúltimo álbum, “La Herida Universal” (Ernie, 2010), condensaba esa variedad de impresiones emocionales bajo un elocuente encabezamiento, un amplio repertorio y un pop-rock de cariz intimista, de ningún modo hermético y, ocasionalmente, abierto a espacios luminosos. Un lienzo que se difumina, hasta adquirir un tono ocre y una textura granulada, en “Pequeños Trastornos sin Importancia” (Ernie, 2013), quinta obra en su bagaje individual construida con ayuda de una pléyade de artistas nacionales invitados (Bunbury, Josephine Ayling –Boat Beam-, Miren Iza –Tulsa-, Ainara LeGardon, Xoel López, Juan Alberto Martínez –Niños Mutantes– o Miguel Rivera –Maga-, entre otros) y de toda una superbanda formada por Jorge Fuertes (We Are Standard), Abraham Boba, Pau Roca (La Habitación Roja) y los miembros de Havalina.
Sin embargo, a pesar del brillo que desprenden los nombres que aparecen en sus créditos, el verdadero fulgor de este LP se aprecia, primero, en su tapa externa: la portada sugiere por dónde discurrirá el corpus lírico a través de una imagen a cuyos significantes de gran impacto visual y significados metafóricos no les faltarán opiniones críticas. Y segundo, en su contenido, en la conjunción entre música y texto, clave en las canciones de Julio de la Rosa y en el caso concreto de “Pequeños Trastornos sin Importancia”: aquí no hay lugar para la complacencia ni la pérdida de tiempo, sino para la acción inmediata, la conversión de la rabia en alimento y la exorcización de demonios del pasado. Así que toda aquella persona que viva en un estado sentimental plácido o eufórico, totalmente opuesto al descrito, absténgase de introducirse (por ahora, ya le tocará su turno) en este disco, ya que es más que probable que los versos escuchados corroan sus entrañas y los títulos de cada canción ennegrezcan su mirada.
En ese sentido, cada corte de “Pequeños Trastornos sin Importancia” es transparente: “Colecciono Sabotajes”, con una guitarra expansiva y una percusión espartana que facilitan el inicio de la apertura en canal de su autor sólo amortiguada por un colchón coral que parece intentar ofrecer un reconfortante calor; “Un Corazón Lleno de Escombros”, tema resumen del álbum aunque, contradictoriamente, permite que entren uno leves rayos de sol para que alumbren el relato de un desengaño anunciado; “Tarde a Todas Partes”, otro ejemplo de lucha entre luz y oscuridad; “La Fiera Dentro”, una especie de extenso mantra donde los coros vuelven a aplacar el dolor provocado por un discurso de auto-flagelación y contención sensitiva; “Borrón y Cuenta Nueva”, en la que una guitarra acústica sostenida y un suave piano actúan como conductores de reproches varios (con Ainara LeGardon dando la réplica) que deberían cerrar el ciclo afectivo presente para encarar un futuro nuevo comienzo; “Maldiciones Comunes”, más eléctrica, va directa a la yugular para desear el mal ajeno, sin compasión; y “Glorieta de Trampas”, que retoma el fondo y la forma del primer tema para echar el cerrojo al núcleo duro del álbum, al cual no le faltan los correspondientes puntos de fuga que abren la impenetrable coraza del baúl emotivo-espiritual que es “Pequeños Trastornos sin Importancia” hacia fases de mayor sosiego.
Eso sí, una tranquilidad aparente, bajo la que se sigue detectando una tensión latente que se camufla sumergida en bidones de ácido corrosivo (“Gigante”, con una base rítmica muy planetera, lo que recuerda que Julio de la Rosa maneja los resortes poéticos amargos e incisivos con la misma habilidad que Los Planetas más cáusticos), se oculta tras un falso acto de seducción (“Kiss Kiss Kiss Me”) y prácticamente desparece en el redentor epílogo del LP (“El Amor Saludable”) para dejar una puerta entreabierta hacia un porvenir esperanzador, observado con cierto alivio. Pero que nadie se fíe: al final, lo más fácil es cruzarse con esa eterna cantinela de fatal desenlace casi siempre, la del amor, palabra que no hizo falta mencionar hasta ahora pero que estaba ahí, invisible pero presente. Una materia que Julio de la Rosa domina de nuevo con pericia y cuidado, sabedor de sus funestas y perversas secuelas, esas que los demás suelen llamar pequeños trastornos sin importancia… hasta que las sufren sus propios corazones.
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