Las pistas están para seguirlas y, atendiendo exclusivamente a la primera escena de esta película, cualquiera podría pensar que volvemos a estar ante el Michael Haneke clásico: un equipo de la policía entra a la fuerza en un piso y, tras desprecintar una puerta, encuentran el cadáver de una anciana sobre la cama. La mujer está engalanada con amor, en sus mejores (y blancas) galas y rodeada de flores. Un plano corto de la anciana da paso al título de la película: «Amour«… No es difícil dejarse llevar y pensar que el director vuelve a sus mejores vicios: una ironía finísima (y cortante) que provoque el malestar en un espectador que pensaba que se iba a encontrar ante una historia de amor y que, sin embargo, más bien va a sufrir un choque frontal contra la muerte. Y algo de eso hay en «Amour«, pero también hay muchísimo más de algo que Haneke ya puso en práctica en «La Cinta Blanca«: el juego de dobles apariencias. Allá era fácil quedarse en la superficie de aquel «huevo de la serpiente» que crecía en forma de violencia sorda en el seno de un pueblo rural, pasando por alto que aquella agresividad se veía magistralmente contrapuesta a la ternura de la relación entre el grupo de niños. En «Amour«, sin embargo, lo normal sería quedarse en lo dicho, en el impacto de la muerte como eje central de esta historia de una pareja de viejecitos que se ven azotados por la enfermedad terminal de uno de ellos, cuando Haneke realmente consigue hacer honor a su título a la hora de arrancar los trazos de un amor intensísimo a una situación tan extrema como la mencionada. Las pistas están para seguirlas… Pero hay quien es aficionado a las pistas falsas, que suelen ser mucho más estimulantes.
De hecho, el realizador consigue que lo verdaderamente impactante en «Amour» no sea el retrato fidedigno de los estragos de la enfermedad, sublimemente encarnados y llevados hasta el extremo por una Emmanuelle Riva tanto en lo físico (asumiendo todos los riesgos de un desgaste provocado por el viaje hacia lo más profundo del cuerpo de una enferma de tan avanzada edad) como en lo emocional (y aquí es donde verdaderamente brilla la actriz, capaz de transmitir con la mirada y los gestos, siempre adheriéndose a la sutileza y huyendo de la brocha gorda). Los verdaderos estragos en el estado de ánimo del espectador llegan precisamente durante los oasis en los que brota un amor fresco en medio del árido desierto de la enfermedad de Anne: cuando, en una fase muy terminal, ella intenta cantar la misma canción que canta su marido y sólo puede balbucear incorrectamente palabras sueltas; o, sobre todo, cuando después del primer ataque él le explica una anécdota de infancia y, ante el diálogo de «¿Por qué no me habías explicado esto nunca?» / «Todavía me quedan muchas cosas por explicarte«, puedes sentir perfectamente el peso de la tragedia futura aplastando a la pareja. Lo impactante de estas escenas, cada vez más escasas conforme avanza el metraje, se ve amplificado por otro recurso igual de efectivo: Haneke toma la abundancia de plano / contraplano del inicio del film, cuando Anne y su marido Georges (también magnífico Jean-Louis Trintignant) están en plenas facultades, y la va hundiendo poco a poco bajo el peso de unos planos únicos cada vez más largos, cada vez con un peso específico más aplastante… El diálogo da paso a la soledad en el propio seno de la pareja.
Es esta una evolución para la que, además, Haneke se sirve de la que tradicionalmente siempre ha sido su mejor arma: la elipsis. En esta ocasión, esta herramienta es utilizada en una doble dirección. Por mucho que al principio el director nos enseñe frontalmente el primer (y silenciosamente impactante) ataque de Anne, un poco más avanzada la cinta utiliza la elipsis para dejar fuera de campo un segundo ataque que, además, sirve de punto de no retorno: el paso de una escena a otra no indica ningún salto temporal pero, de pronto, mientras su hija habla con Anne, el espectador percibe que algo anda mal, que el deterioro de la protagonista se ha acelerado de forma extremada (luego vendrán las explicaciones, pero nada podrá ya escamotear el impacto emocional de toparse frontalmente con el «cambio» sin haber sido advertido previamente). Toda enfermedad terminal tiene dos fases bien diferenciadas: la primera, donde hay espacio para la esperanza porque el tratamiento va por delante de la enfermedad; y una segunda, donde la enfermedad ya va por delante del tratamiento y este sólo sirve para paliar, para atenuar sin ningún atisbo de esperanza. La primera elipsis de «Amour» obliga al espectador a entrar en la segunda fase de la enfermedad con un tratamiento de shock del que, a partir de ese momento, es difícil recuperarse.
Al final del film, sin embargo, una segunda elipsis (de nuevo reforzando un fuera de campo narrativo) no sirve para impactar sobre el espectador, sino más bien para otorgar dignidiad, intimidad y espacio a los protagonistas: tras la «muerte» de Anne, Haneke muestra tan solo aquellos preparativos con los que Georges engalana el cuerpo de su amada en los que esta no está presente. El espectador ya ha visto el resultado en la primera escena, así que no es necesario mostrar un proceso que es plenamente deducible y que, de ser mostrado, obligaría a la película a deslizarse hacia una sensiblería de telefilm que nunca (absolutamente nunca) se ha permitido hasta ese momento. Tras uno de los picos de intensidad de «Amour» (esa muerte de Anne que pilla al espectador tan desprevenido como el suicidio del antagonista en «Caché«, con una sequedad y velocidad similares), Haneke sabe cómo reconducir el juicio moral de quien está mirando: no enseñar los preparativos, no volver a mostrar el cadaver y centrarse en el deteriorio psicológico de Georges, es la mejor forma de dejar la ética fuera de lo que está ocurriendo y aceptar que, dentro de cada pareja, las reglas de la moral y la ética son reformuladas por los dos amantes.
Cada pareja es, al fin y al cabo, un espacio único que funciona en base a unas leyes propias e intransferibles. Un espacio tan cerrado como el piso en el que viven Georges y Anne: ese espacio del que nunca salen y que, poco a poco, a medida que el montaje reduce su ritmo, va ganando en claustrofobia. Tras los primeros planos de la pareja viendo un recital de piano, ambos llegan a su casa, entran, Georges si quita el abrigo y se cambia los zapatos por unas zapatillas de deporte que no se volverá a quitar igual que no volverá a abandonar la casa. Sólo dos concesiones a esta prerrogativa. La primera, durante una angustiosa pesadilla en la que Georges sale del piso y se ve asaltado en el pasillo. La segunda cuando, tras un momento de infamia provocada por la cada vez más insostenible claustrofobia que lleva a Georges a propinar una bofetada a su mujer enferma, se muestran planos cerrados de seis de los cuadros del piso, del más oscuro al más luminoso. Es esta una forma de volver a la normalidad sin necesidad de abandonar de la casa de los amantes: ellos no pueden salir porque la enfermedad los ha anclado al espacio y les ha privado no sólo de la movilidad, sino de la posibilidad de futuro. Las únicas ventanas que tienen para el escapismo son, precisamente, estos cuadros a los que el mismo espectador tiene que recurrir para olvidar por un momento la infamia (por otro lado, tan justificable) que acaba de presenciar.
Los cuadros como escapismo, el espacio claustrofóbico como la situación sin salida de la enfermedad… «Amour» está repleta de alegorías que expresan lo que no puede ser expresado con palabras en una situación como la narrada. Otro ejemplo vendría a ser la paloma que se cuela en dos ocasiones dentro del piso. La primera vez, Georges la espanta sin pensárselo dos veces, mientras que en la segunda ocasión la atrapa para, más tarde, dejar por escrito que volvió a dejarla escapar. Esta paloma es la alegoría más abierta del film, aunque no cuesta inferir que, de nuevo, nos encontramos ante un elemento que refuerza la claustrofobia del espacio: la paloma puede entenderse como la vida exterior intentando entrar en la vida de la pareja. La primera vez, Georges no duda en espantarla porque todavía le quedan anclajes con la vida; pero una vez Anne ha muerto, la atrapa, la mima, fantasea con la posibilidad de abrazar la vida… Y, sin embargo, acaba abandonándose en ese bellísimo final en el que Anne viene de entre los muertos para arrastrarle con ella de la forma más dulce: le dice que la siga fuera de la casa, por fin fuera de la casa, no sin antes instarle a que se quite las zapatillas de deporte y se ponga los zapatos para cruzar por última vez la puerta, cerrando así el círculo pluscuamperfecto abierto al principio. El círculo de la vida, la enfermedad y la muerte.