Raramente usamos la palabra “fría” como un elogio, sobre todo en lo que a cine se refiere. Despachamos como “frías” películas que entendemos que pretendían emocionarnos pero no logran su empeño; aquellas cuya falta de sentimientos (o de sentimentalismo) consideramos un fracaso porque establecen una separación entre espectador y pantalla que no beneficia al resultado final ni ayuda a transmitir la idea original del artista. Pero ocurre que no siempre es así, que la ausencia de violines puede hacer las cosas mucho mejores y esa distancia profiláctica entre retina e imágenes puede ser la manera más coherente de hacer las cosas. Esto lo ha entendido perfectamente una señora que se llama Kathryn Bigelow y que, contra todo pronóstico (quien haya visto «El Peso del Agua» sabrá de lo que hablo) se está convirtiendo en una personalidad imprescindible en el cine contemporáneo, en todos los sentidos de la expresión.
«La Noche Más Oscura» es fría, sí. Mucho. ¿Y qué? También lo eran gran parte de aquellos thrillers políticos de los 70 (los Lumet, Pakula, Friedkin, Frankenheimer) y eso no les impidió producir obras no sólo sobresalientes, sino con unas formas que todavía son reivindicadas cuarenta años después. Bigelow y su muy bien informado guionista Mark Boal utilizan esa frialdad para describirnos durante las dos primeras horas concienzuda y detalladamente la secuencia de acontecimientos que llevó a la inteligencia estadounidense a ubicar a Osama Bin Laden en una casa en un barrio residencial de Abbottabad (Pakistán). El resultado es una narración auténticamente metodológica (a esto sí se le puede llamar “procedimental” con mucha más propiedad que a cualquiera de esas clónicas series de forenses o policías), que triunfa porque está planteada con inteligencia, sin caer en la mera enumeración que la condene por árida (algo como lo que le ocurría a la «Zodiac» de David Fincher), manteniendo el interés a base de un montaje que ni pestañea ni deja pestañear y lanzándole un hueso de vez en cuando al espectador. No se trata de pegotes más o menos “humanos” metidos con calzador que puedan hacer el relato más digerible, sino de pequeños resortes que el espectador necesita para poder agarrarse para mantener el interés por una serie de cosas (las que le están contando) que podrían fácilmente caer en el tedio más absoluto. Hablo de pequeños detalles (como esos números escritos en la puerta del jefe, ese admirable recurso de guión), que redondean, fijan y dan esplendor, que no entorpecen, sino que hacen avanzar y ayudan a que una película digamos profesional pueda ser también disfrutable. Porque no nos confundamos: esto no es un documental, es una película. Una muy buena, además.
Ocurre, sin embargo, que todo lo anterior, toda esa técnica implacable está puesta al servicio de un tema espinoso: la localización, captura y ejecución de un terrorista. Del más conocido del mundo, además. Y, así, aparecen los detractores habituales que intentan convencer de que esta opción es perversa, que Bigelow hace gala de una equidistancia inmoral y reprobable. Supongo que para quienes sostienen esto no es necesario con que existan miles de películas propagandísticas de un lado y de otro: siempre hace falta una más. Que una cineasta plantee un ejercicio en el que deja al espectador la tarea de rellenar los huecos no es aceptable. Es una perspectiva comprensible: al fin y al cabo, esa tarea es ciertamente incómoda, no estamos acostumbrados como espectadores a esta desideologización tan salvaje, a que nos dejen pensar por nosotros mismos. Deduzco que esta línea de pensamiento exige que se nos sirvan siempre panfletos, que el “mensaje” sea obligatorio, que para hacer cine haya que presentar el carnet a la entrada. Lo siento, pero no puedo estar más lejos de esta consideración: yo veo la vía Bigelow como la más efectiva posible (ninguna tribuna de opinión dejaría el poso y la reflexión que deja esta película) y agradezco hasta el infinito como espectador que me ahorre los melodramas, que Jessica Chastain no se líe con su compañero y que no sepamos nada sobre las hijas de ningún protagonista. Al que le vayan estas cosas, que pregunte en la ventanilla de al lado: Oliver Stone le atenderá encantado. Aquí simplemente no interesa.
En resumen: ni puto caso. Probablemente quienes dicen que esta película defiende la tortura son los mismos que afirman que la «Blancanieves» de Pablo Berger es protaurina: cualquiera acaba encontrando siempre lo que le se empeña en buscar. Pero sería de una miopía salvaje, porque esta obra mayúscula e impecable (a ver si vemos este 2013 otros treinta minutos como los del espectacular asalto a la morada del terrorista) está a la altura de los ambiciosos objetivos que se planteaba. «La Noche Más Oscura» es, efectivamente, una obra trascendente, de plena relevancia, que triunfa en un reto que nadie había tenido todavía la valentía de afrontar a este nivel: traducir en imágenes ese poderoso y escurridizo icono llamado Osama Bin Laden. Uno de esas raras ocasiones en las que uno es consciente de que lo que está viendo tiene todos los números para perdurar y entrar en eso tan pomposo llamado “historia del cine” como perfecto documento del aquí y ahora.
[NOTA: 9,00]