«El jugador» (Bruguera, 1980) es una novela de Fiódor Dostoievski escrita en 1866 y publicada en 1867 sobre un joven tutor empleado por un antiguo general ruso. La novela refleja la propia adicción del autor al juego de la ruleta, que en más de un aspecto fue inspiración para el libro: Dostoievski completó su obra bajo la amenaza del cumplimiento de un plazo para que pagase unas deudas de juego. A lo largo de esta novela, el escritor plasma excelentemente su propia faceta ludópata en el personaje de Alexei Ivanovich, enamorado de Polina y jugador impenitente de la ruleta. Así, la novela gira en torno a estos dos ejes: Polina y la ruleta, que despiertan en Alexei una atracción fatal que no presagia nada bueno.
Dostoievski teje una historia sencilla (bien visto, no se trata de ninguna aventura súper compleja) de manera magistral. La lectura y posterior reflexión nos hacen pensar que todo estaba dispuesto en el sitio indicado y cada movimiento de cada engranaje del mecanismo fue calibrado con una precisión que podría catalogarse tanto de artísticamente prodigiosa como de científicamente calculada. Tenemos al protagonista, un joven preceptor que acompaña a un militar (todo dentro de ese marco tan propio de la novela rusa en el que nos damos con unos señorones que siempre intentan hacer ver que atesoran más dinero del que realmente tienen). Llegan a una ciudad ficticia que uno calcula que se encuentra en el centro de Europa.
A partir de ahí, la trama gira alrededor de dos ejes. El primero trata sobre el fuerte amor que siente Alexei por la joven Polina Alexandrovna, quien tiene un trato para con él que se balancea grácilmente entre la íntima confianza y el menosprecio absoluto. Todo en este amor es fantástico: la manera en que el autor expone los sentimientos del protagonista y cómo presenta la situación crea en el lector una fuerte incógnita respecto a lo que la heroína verdaderamente siente y piensa de él. Al ser esta una experiencia tan habitual y probablemente vivida por muchos, el lector no tarda (o al menos ese fue mi caso) en meterse totalmente en la piel del pobre Alexei y anhelar, junto a él, alguna pista de la hermosa y misteriosa Polina que nos ayude a saber si alguna vez corresponderá nuestro afecto (porque sí, Dostoievski consigue trasformar «su afecto» en «nuestro afecto»). El otro eje es el juego: desde el principio, la ruleta cobra especial importancia en el relato y en la mente del protagonista, consiguiendo cierta aura mágica que se ve aumentada por la seguridad que este tiene de que cuando juegue con su propio dinero tendrá necesariamente que ganar. Cabe destacar que, en un arranque de genialidad o idiotez, Dostoievski (o bien el traductor de mi edición) dio por llamar a la ciudad Ruletenburgo. Horriblemente genial, de lo kitsch que llega a resultar. A medida que la novela avanza, la obsesión de Alexei por ambas pasiones irá aumentando. Sobra decir que el punto climático se encuentra en el momento en que no hay sitio para ambas cosas dentro del corazón del joven preceptor. Y todo esto viene arropado por un gran plantel de secundarios de lo más particulares e interesantes. Hablando de secundarios, Dostoievski (aparentemente un amante de los chistes malos si sumamos esto a lo de Ruletenburgo) decidió que los pretendientes de Polina fuesen un ruso, un francés y un inglés. Si además hubiese un español, uno no sabría si reir o llorar. Pero no dejemos que mi sorna empañe lo totalmente deliciosa que es esta novela…
Como colofón, hacia mitad de la novela ocurre un giro argumental (que no destaparé por deferencia al lector potencial) que sorprende muy gratamente: una vuelta de tuerca que es inesperada a la par que evidente y necesaria. En mi caso, fue la gota que colmó el vaso y me hizo pensar: ‘este tipo es un auténtico genio de la narrativa, sí señor’. Y esa es precisamnete la esencia de «El jugador«: bajo la apariencia de una novela totalmente formal y sencilla, Dostoievski construye una verdadera obra maestra de relojero que exige su lectura y merece una ovación general. La literatura sin Rusia no sería lo mismo, señores.
Julián Q.