En una de sus contribuciones a «Mutaciones del Cine Contemporáneo» (publicado en nuestro país hace un par de años por Errata Naturae), Adrian Martin se lamenta de la estrechez de miras a la hora de abordar el género musical: «Una de las pruebas más contundentes de que generalmente trabajamos con un modelo de musical extremadamente limitado aparece en el nivel más básico, sobre la premisa de la trama y la situación dramática o cómica. Esperamos, como si tal cosa, que los musicales traten de mundos de fantasía, del mundo del espectáculo o sobre pequeñas ciudades, agradables y nostálgicas. En pocas palabras, que apenas tengan que ver con el realismo«. Con esto viene a decir que no sólo parece que el musical haya agotado sus posibilidades, sino que más bien no queda espacio para este género en una sociedad actual en la que incluso la ciencia ficción hace tiempo que dejó de operar en el campo de la magia para intentar beber directamente de una ciencia que la unja de verosimilitud. La fantasía (variante pseudo-medieval), que últimamente bien podría haber acogido nuevos acólitos gracias a muestras de arte cinematográfico como «Game of Thrones«, ha conseguido lavarse la cara por la vía del realismo extremo (¿o no son diametralmente opuestas la propuesta de George R.R. Martin, obsesionado por la coherencia escenográfica, y los desbarres ochenteros de «Conan«?).
De hecho, el mismo Adrian Martin admite que, ya en pleno siglo XXI, parece que las cada vez más escasas muestras de musical clásico están siendo contrarrestadas por una nueva vertiente de musical de autor que explora el género dentro de unos parámetros de oscuridad contrapuestos a la liviandad y la alegría que se le presupone al músical clásico. Para entendernos: se trata de algo así como un «Dancer in the Dark» vs. «Moulin Rouge!«. Y no son casuales los dos ejemplos, ya que «Los Miserables«, al fin y al cabo, acaba definiéndose por acción / reacción ante las dos mencionadas y ante todo lo que han significado para el cine moderno. Si en «Dancer in the Dark» Lars Von Trier introdujo una nueva concepción de la diégesis musical (las canciones partían de sonidos que existían en la realidad) para romper corazones al plantear una dialéctica sublime entre musical clásico (los sueños de Selma, rodados en celuloide) y musical de autor (el resto de la película, grabada en digital), Tom Hooper demuestra en «Los Miserables» que aquella no fue la última frontera a dinamitar dentro de este género. Lo más impactante de su propuesta es, evidentemente, que la diégesis se relativiza hasta niveles de abstracción pura y dura cuando opta por incluir diálogos en forma de canción (y, por lo tanto, ajenos a la realidad) pero, a la vez, son cantados en directo por los actores que encarnan a los conocidos personajes del musical. Esto implica que la diégesis como «sonido dentro de la imagen» (y justificado por ella) no existe, pero sí que hace acto de presencia una magnánima carga de realidad al poder palparse el esfuerzo de los actores al abordar sus líneas aquí y ahora (o allá y entonces en el tiempo del rodaje).
En consonancia con esta decisión, Hooper es lo suficientemente inteligente como para huir por completo de los fastos de producción de «Moulin Rouge!» (aunque, ¿es lo del elefante en el que se esconden Gavroche y compañía una referencia a la película de Baz Luhrmann?): lo que allá era un ritmo videoclipero y un jugar a dejar exhausto al espectador a base de un bombardeo incesante de estímulos visuales y sonoros, en «Los Miserables» se reduce al mínimo común denominador. En ocasiones (como el desgarrador solo de Fantine dentro de su barco / sepulcro), las canciones se abordan en un único plano secuencia estático. En general, el film muestra una especial querencia por los primeros planos que, sin lugar a dudas, consiguen transmitir a la perfección el esfuerzo de los actores y, por lo tanto, multiplicar exponencialmente su impacto emocional sobre el espectador. A este respecto, se agradece que Hooper haya optado por un casting de actores que, aunque a veces fallan en la voz y no llegan a las notas (será porque están exhaustos), son mucho más verosímiles que los histriones habituales en el musical clásico, a veces demasiado cercanos a la caricatura amable. Un casting que, en definitiva, se adscribe a unas «normas de realidad» mucho más acordes con los gustos cinematográficos actuales.
E incluso cuando la trama da para momentos de fastuosidad extrema, como el asalto del funeral de Lamarque o la batalla final en la barricada, Hooper lo aborda de forma sin alardes ni sobresfuerzos. Algo que puede considerarse una virtud o una falta, ya que también es cierto que tanto ahínco en la sobriedad acaba pasándole factura a «Los Miserables«, pudiendo dejar encallado al espectador en algunos puntos muertos. En otras ocasiones, por el contrario, Hooper se desvela como un buscador nato de crescendos, siempre a costa de unir los finales de las tonadillas de diferentes personajes que hasta ese momento han ido en paralelo. Este patrón para dar más brío a la película denota otra de las decisiones que pueden pasarle factura a la cinta: teniendo en cuenta que el film está basado en el musical, el director decide conservar el sistema de musical teatral clásico en el que cada personaje tiene su propia melodía, sobre la que canta sus líneas para asegurarse de que incluso el espectador que se encuentre en la última fila es consciente de qué personaje está cantando / hablando. Y aunque es de loar la voluntad de Hooper de abordar el original de forma respetuosa, también es cierto que la profusión de primeros planos hace innecesario semejante recurso. Puedo que el déficit de atención musical de «Moulin Rouge!» tampoco hubiera sido la solución más adecuada, pero es inevitable pensar que el director podría haber buscado una solución que aligerara el tedio provocado por la reiteración de las melodías.
Otro campo en el que se echa en falta una mayor prestancia del realizador es en la forma de abordar la historia: queda claro que el referente es el musical y no el libro de Víctor Hugo, pero siendo el cine un medio capaz de indagar en las historias con mayor profundidad que el teatro (aunque en menor medida que la literatura), Hooper podría haber introducido variantes que, una vez zanjado el asunto entre Jean Valjean y Javert, consiguiera hacer más interesante la trama de Cosette y Marius (que, vista así, en gran pantalla y sin claroscuros que le den brío, no deja de ser una historia de amor vergonzosamente simple). De hecho, desde el momento en el que Javert se sacrifica (al darse cuenta de que en el mundo no pueden existir a la vez Javert y Jan Valjean: ambos son seres íntegros y morales, pero de una integridad y moralidad opuestas que les lleva a ser antagonistas mortales), la película no sólo decae en interés, sino que se muestra incapaz de plantear el desenlace con claridad (¿era tan difícil mostrar que Jean Valjean salva a Marius sin que este lo sepa para que así se explique la frialdad del enamorado de Cosette cuando su suegro confiesa su pasado?). Al fin y al cabo, «Los Miserables» ha pasado a la historia por la dinámica entre Valjean y Javert y que aguante el envite incluso de la simplicidad de líneas del musical tradicional… Pero no puede decirse lo mismo del resto de historias, y eso es algo que Hooper podría haber solucionado recurriendo al texto original como salvavidas.
Aun así, «Los Miserables» demuestra que puede y que sabe incorporar detalles interesantes de dirección, como el vistoso paralelismo entre las dos canciones de Javert (sin duda, el personaje mejor tratado de la trama): cuando canta al borde de la cornisa frente a Notre Dame, su integridad le proporciona el equilibrio necesario para no caer, mientras que cuando camina por la balaustrada del puente sobre el Sena, ya consciente de que su moral y la de Valjean se anulan la una a la otra, los planos de los pies al filo de la barandilla anticipan el drama que se avecina. La puesta en escena brilla en otros momentos, como la danse macabre de las prostitutas en el puerto o la bufonesca canción de presentación de los Thenardier, pero es precisamente este brillo puntual el que obliga a echar en falta la mano de hierro de Hooper cuando la realización se desliza injustificadamente hacia una sobriedad demasiado cercana a la sosería. Y es que, al fin y al cabo, «Los Miserables» juega tanto a estar «en el medio» (entre los modelos de «Dancer in the Dark» y «Moulin Rouge!«, entre el musical clásico y el musical de autor…) que, al final, se queda ligeramente embarrada en tierra de nadie.