Un caballo, zarandeado por un intenso viento, trata de tirar de un carruaje con la mayor fuerza posible; mientras, el impasible cochero mantiene fija e impertérrita su mirada hacia el frente, para no salirse de la senda que discurre por un bosque tintado en blanco y negro que acaba envuelto en una enorme polvareda. Así se inicia “The Turin Horse” (2012), el film de Béla Tarr que toma como punto de partida el momento en que Friedrich Nietzsche observó en primera persona el castigo que un caballero infligía a su abrumado corcel en las calles de Turín (motivo por el cual el filósofo alemán se sumergió en una enloquecida depresión de fatal desenlace) para narrar la brutal y subyugante historia de supervivencia del cochero antes mencionado y su hija en un ambiente decadente en espera de un supuesto apocalipsis. En medio de ambas figuras aparece el hastiado jamelgo, obligado a cumplir con su rutinaria tarea cual Sísifo equino cargando con su pesada roca hasta el fin de los tiempos, literalmente.
Pero, ¿qué se le pasaba por la cabeza al pobre animal ante tan desastrosa e irremediable situación? Una pregunta similar a esa, aunque menos sesuda, con un halo poético por descubrir y trasladada a nuestra realidad presente, se hacen Blacanova en su último disco, “¿Cómo ve el Mundo un Caballo?” (El Genio Equivocado, 2012). El poso del que germina la reflexión que da nombre al segundo trabajo de los sevillanos no abandona el cariz funesto que se desprende del fondo de la cuestión anteriormente planteada: la aparente sencillez y la rotundidad de las dos alegorías son las razones que, precisamente, conducen a recrear todo tipo de pensamientos más bien oscuros y generadores de sensaciones desasosegantes. En sintonía con ello, la macabra portada que ilustra el LP ayuda a introducirse en ese agujero: un sonriente niño con la tez ajada dirige sus ojos hacia quien repare en él… con uno de sus globos oculares sustituido por otro de naturaleza equina.
Quizá no todo el mundo esté dispuesto a recibir y asimilar la impactante descarga simbólica de tal composición visual de buenas a primeras, aunque esta funciona como la puerta de entrada perfecta al nuevo muestrario musical de Blacanova, que sigue fuertemente anclado en el shoegaze, la new wave de movimientos comedidos, el rock aletargado y el dream-rock de trago pausado y digestión lenta, muy en la línea de su debut en largo, “Blacanova” (Foehn, 2010). Sin embargo, esta vez el combo formado por Armando Jiménez, Inés Olalla, Cristian Bohórquez, Manuel Begines, Paco Arenas y Pepe Fernández decidió tejer una sutil tela negra para cubrir ese ideario estilístico, antes de textura traslúcida pero ahora más opaca. Como resultado de ese proceso, la característica deformación onírica de lo siniestro que nutre las letras del sexteto se comprime hasta el límite, a la vez que la sonoridad de sus composiciones se expande como un gas ennegrecido y viciado.
El telón de tan tétrica obra se alza empujado por las guitarras crepusculares y la percusión sobria de “Checoslovaquia”, en la que se presenta inmediatamente el enfrentamiento dialéctico entre las voces de Armando e Inés que se reproducirá con éxito a lo largo del álbum. Dicho modus operandi dicotómico se traslada a la manera en que se desgranan los textos de las canciones, entrelazados entre juegos de contrastes: “Cine de Verano” esconde bajo su título, que debería evocar escenas agradables, un relato sobrecogedor; y “El Abrigo” presenta una luminosidad formal ambivalente y, en último término, inesperada, ya que para llegar a ella hay que atravesar un camino plagado de telarañas shoegazing (“El Pulmón Artificial”, con Inés transmutada en Bilinda Butcher) y, al dejarla atrás, el oyente vuelve a introducirse en un ambiente lúgubre y asfixiante (propiciado por el minimalismo sonoro y el fraseo grave de Armando, que abre “La Migala” y coloca una alfombra roída para que su compañera culmine una especie de confesión de rechazo a la vida).
Todas las imágenes granuladas que se pueden construir con estos mimbres deben estar expresadas, lógicamente, en blanco y negro; o, como máximo, en tonalidades grises, como las que envuelven “Invertebrados” (que recupera el ritmo marcial y los punteos guitarreros límpidos de “Checoslovaquia”), “Poltergeist” y “Los Remedios (Revisitado)” (ambas piezas beben del slowcore de progresión reptante e hipnótica). El único momento de (relativo) respiro entre las densas brumas de “¿Cómo ve el Mundo un Caballo?” lo otorga “A-92”, salto al espacio exterior que se ejecuta mediante una cama elástica de rock cósmico, preñado de fulgurantes arreglos sintetizados y estirado sobre una rítmica constante y calculada que recuerda al galopar del caballo coprotagonista de “The Turin Horse”, que se dirige hacia un cruel destino que nadie le revela un día tras otro, en una secuencia que se pliega sobre sí misma. Así también cabalga cada uno de nuestros particulares potros, sin que sepamos, sentados al mando del carruaje, cómo ven esos animales ficticios el mundo que los rodea y, por ende, nuestra propia existencia. La misma que dicen va a cambiar en breve, aunque nadie nos lo quiera contar…