Hay dos paralelismos que suelen establecerse al hablar de «La Colina de Watership» y contra los que es necesario luchar… en mayor o menor medida. Lo cierto es que el puente que suele tenderse desde la novela de Richard Adams hacia «Lost» (este es el libro que Sawyer tiene continuamente en sus manos durante la primera temporada) ha servido más que positivamente para voler a situar el foco de atención sobre una historia que nunca ha dejado de suscitar interés generación tras generación. Pero lo que es necesario parar es la facilidad con la que se le cuelga a esta novela la medalla de haber llegado muchos años antes que «Harry Potter«. Aceptamos que, como la saga de J.K. Rowling, «La Colina de Watership» puede ser disfrutada por casi cualquier generación de lectores y que, a su vez, ambos autores tienen una capacidad sobrenatural para confabular mundos fantásticos poderosamente anclados en la realidad que conocemos pero que funcionan como un reflejo digresivamente delicioso en el que las leyes de la realidad conocida se invierten para arrojar un mundo nuevo que dispare imaginaciones. Pese a todo, es inaceptable equiparar a Rowling y Adams en tanto que la primer no sabe concretar su capacidad para «imaginar» en una escritura de calidad ni en una capacidad para trascender más allá de la trama; mientras que el segundo es, ante todo, un escritor excepcional con una pericia arrebatadora para hacer fluir las palabras con la liviandad horizontal de un cuento pero la profundidad vertical de una novela adulta capaz de extrapolar la fábula hacia un sentido mucho más elevado.
Seguimos desnudando a «La Colina de Watership» de etiquetas innecesarias. Se ha afirmado que este es un libro ecológico. Y, teniendo en cuenta que, actualmente, el término «ecológico» parece irremediablemente lastrado por una negativa carga cumbayá, es imprescindible despojar al libro de Adams de semejante apelativo. Increíblemente, y por extraño que parezca, esta novela es mucho menos ecologista y mucho más humanista de lo que cabría pensar, teniendo en cuenta que está protagonizada por un grupo de conejos que huyen de su madriguera impelidos por la corazonada de uno de ellos. A partir de ahí, la trama se complica en una huída que pendula continuamente entre la confianza en lo tangible (la realidad concretada en la organización casi militar de unos conejos acostumbrados a la disciplina y a «leer» la naturaleza) y lo esperanza de lo atávico (la confianza en otros conejos menos poderosos pero más dados a interpretar algo que queda más allá del plano de la realidad). Y es que, al fin y al cabo, más que un alegato ecologista que clame por un retorno a la naturaleza, «La Colina de Watership» plantea más bien un micro-cosmos extrapolable al macro-cosmos de la sociedad humana. Es ahí donde Adams sí que realiza una fuerte apuesta por unos modelos sociales ajenos a la rigidez, la militarización y la sobredimensión del poder totalitario pero, sobre todo, en contacto directo con la herencia intangible de lo mágico (llamémoslo religión, fé o mundo espiritual… da igual el término con el que se designe mientras no se le dé la espalda).
Para ello, el autor se decanta por un ritmo vertiginoso que no sacrifica la capacidad de detenerse en una única situación (la trama puede suspenderse en una única acción durante páginas y páginas sin que el lector lo note): recurre a la atomización de las situaciones en diferentes puntos de vista que, además de aportar riqueza, hacen que la trama gane en brío e intriga. Como colofón, Adams crea todo un nuevo vocabulario de términos exclusivos del mundo conejil que, sin llegar a lo apabuyante de Burgess y «La Naranja Mecánica«, añade un plus de verosimilitud a un mundo que se nota profusamente documentado y al que se enriquece con múltiples «leyendas» conejiles. Al final, y pese a toda la intelectualización que se acaba de vomitar en esta crítica, resulta que el magnetismo de «La Colina de Watership» nace de la capacidad de Adams para conectar con la cara emocional de todo lector. Con ese mundo atávico que todos atesoramos por mucho que prefiramos mirar hacia el lado de la ciencia en busca de respuestas concretas.
Raül De Tena