Crystal Castles se salen. En efecto, con esta declaración tan objetiva y desapasionada comienza esta reseña… Lo tengo clarísimo, si tuviera que colgar el póster de algún personaje famoso en la pared de mi habitación, en él aparecería este dúo canadiense. Vivimos un momento de la cultura popular más o menos underground un poco tierno y ñoño, como pintado en tonos pastel. Cuando la (medio) salida de armario de un cantante negro de R&B es lo más capaz de causar revuelo en los últimos tiempos, ahí están Crystal Castles para tomar el relevo de aquellos melenudos que rompían las guitarras en el escenario por la única razón de que podían hacerlo, dejando a Alice Glass como reina indiscutible del territorio emocool y más allá. Y es que hacer cuenta de las peripecias de la cantante es como leerte un par de páginas del diario de Mike Tyson: Alice golpea repetidamente a fan entre el público, Alice se lía a guantazos con seguratas en el escenario, Alice se rompe el tobillo haciendo el cafre… Esta chica tímida y diminuta es todoterreno, y ya si le añades a la mezcla explosiva unas porciones de feminismo desgarrado, proclamas antitotalitarias, letras contra las injusticias y todo eso, ay, tienes carne de fanboy para guardar en la nevera durante meses.
Se oye desde muchos rincones del mundo erudito musical que si Crystal Castles están madurando, que si están domando su furia, alguno se atreve a insinuar que se están aburguesando… Y mientras estas observaciones no dejan de ser en parte acertadas, en el fondo están pasando por alto el meollo del asunto: aquí, señoras y señores, lo que en realidad estamos presenciando es la transición del punk al goth, sólo que sin guitarras y treinta años más tarde. Para los que nacimos en la década de los 80, lo más parecido a eso fue la transformación de The Police en música para amenizar clínicas dentales, y se agradece. Algunos vivieron The Cure y Siouxsie and the Banshees. A nosotros nos ha tocado Crsytal Castles. ¡Viva!
Dice mucho de la personalidad de estos chicos que, después de haber vendido todo su equipo y haber adquirido cacharros nuevos para grabar su nuevo disco con la intención de alejarse del sonido que caracterizaba a sus dos primeros trabajos, parece que sigan sonando a… ellos mismos. Hacer un repaso a toda su discografía constituye una curiosa experiencia. Escuchas “III” (Polydor, 2012), su tercer disco como el nombre bien indica, y al principio piensas: bueno, esto son los Crystal Castles de toda la vida, un poco más dreamy y tal. Sólo al revisitar sus primeros temas, que no tienen ni un lustro de antigüedad, te das cuenta de lo diferente que sonaban en realidad y lo que han cambiado casi sin enterarnos. Es ahí cuando sale a la luz un hecho irrefutable: que han seguido una evolución tremendamente coherente. Lo cual demuestra que son mucho más inteligentes y cabales de lo que piensan algunos despistados movidos por unos cuantos mamporros y salidas de tono. Pero no es sólo es eso. Son los temazos. Las canciones con mayúsculas. Los momentos gloriosos que siempre caen, disco tras disco. Quizá éste último no es el mejor: el galardón se lo lleva probablemente el segundo. Pero no importa. Lo han vuelto a hacer.
Hay algo que los anglosajones llaman centerpiece, ese corte del álbum que no sólo por su posición central tiene determinada importancia, sino que es también aquel que, cuando estás en curso de tu primera escucha, a menudo te fuerza a dejar lo que sea que estés haciendo y a prestar máxima atención a esa cosa. Esa cosa. Pues bien, el centerpiece de “III” es, sin lugar a dudas, “Sad Eyes”. Recuerdo mi incursión inicial, de tierno adolescente, en el universo paralelo que es la discoteca, huyendo despavorido por aquel bakalao grosero, hortera y de aliento a calimocho con licor de mora, y me da miedo pensar qué hubiera sido de mí, en qué espiral dionisiaca hubiera caído mi vida si aquella noche hubiesen pinchado “Sad Eyes”. Es posiblemente la mejor rendición de la escena rave más escabrosa desde que araabMUZIK nos taladrara los oídos con su “Electronic Dream” (Duke, 2011), pero en versión elegante y sutil… casi. Es música que puede hacerte volar, gritar y una larga lista de verbos que no comparten campo semántico con dormir, aunque suene como un sueño, o una pesadilla.
Si “Sad Eyes” es lo primero que llama a los oídos, “Wrath of God” es el tema que en sólo tres minutos encapsula de qué va este disco. Arpegios angelicales, atmósferas ensoñadoras y melodías infantiloides dan paso a beats estridentes y voces a punto de romperse en un clima claustrofóbico y opresivo, entre la angustia y la catarsis. Es un viaje que te mantiene constantemente alerta hasta dejarte de puntillas al borde de un abismo sobre el que intuyes que, si te caes, corres el riesgo de terminar majara de la cabeza. Porque hemos hablado mucho de Alice, pero aquí el que pone la magia es su pareja artística: Ethan Kath, el genio en la sombra. Teclados guarros, ruidismo a 8 bits, coqueteos con el witch-house y el trance, la voz de ella procesadísima hasta convertirla en un instrumento más… Prácticamente toda la producción corre a cargo del de la barba. Entre los dos han construido un mundo propio, auténtico, personal. Para describirlo a uno se le ocurren cosas como “M83 hasta arriba de anfetaminas” o “Grimes en rollo apocalíptico”. Pero no merece la pena: Crystal Castles son un planeta aparte.
“III” es, en definitiva, un muy buen disco de música. En su mayor parte transcurre de forma fluida, casi se entremezclan unos cortes con otros. Lo cual, poniéndonos negativo, es tal vez la mayor crítica que se le puede hacer. Falta de variedad, dirán algunos. Yo prefiero llamarlo coherencia interna. Maduración. Seguridad en sí mismos y en lo que hacen. Desde que comenzaron, Crystal Castle están en un proceso de evolución continuo que sólo augura cosas buenas para el futuro. “III” se cierra con “Child I Will Hurt You”, candidata desde ya a canción más bonita del 2012. ¿Te imaginabas leyendo esto de Crystal Castles cuando los escuchaste por primera vez hace cuatro años? Pues eso.