Veinticinco años lleva nuestra Kylie en ese curioso menester que es el mundo de la música, que se dice pronto. Más de dos décadas en las que le ha dado tiempo a ser de todo: pasar de ser ídola televisiva de masas y prota de una de las soap operas más seguidas de todos los tiempos («Neighbours«) a rutilante estrella del universo Stock, Aitken & Waterman; de querer ser Madonna a darse cuenta de que nunca lo llegaría a conseguir; de caer en el ostracismo profesional durante años a resurgir como Supernova Pop; de ser adorable «girl next door» a suculenta starlette en sus thirties y de ahí a más que apetecible MILF en la actualidad; de chuscarse al aussie más darks y dejarlo loco por el resto de su vida (Nick Cave aún recuerda los shorts dorados de «Spinning Around» en su libro «The Death of Bunny Munro«) a casarse sentimentalmente con el catalán más guapo, Andrés Velencoso; de ser producto anodino de una factoría de jits ochenteros a repentina e imbatible diva disco y, ahora, veinticinco años después, aspira a ser artista de cabaret orquestal. Porque Kylie ha querido celebrar tantos años de carrera con un disco de versiones muy especial que le sirve para cambiar las lentejuelas por la boa de plumas y, ya que vienen las Navidades de cara, de paso pasar por caja.
No querrá la Minogue que le pase como le está sucediendo a Madonna, que sigue empecinada en sacar discos de chundachunda y ser la estrella de las pistas de baile a riesgo de que le de un ataque de artrosis en en el escenario más temprano que tarde. Kylie asume sus más que bien llevados cuarenta y muchos y deja las coreografías imposibles y los shorts culeros para las nuevas generaciones pero, no queriendo ser injusta con su más que amplio legado de canciones, lo que ha hecho ha sido pasarlas por un nuevo proceso de chapa y pintura en los celebérrimos estudios de Abbey Road y presentarse en plan Barbra Streisand lista para el Día del Orgullo. Porque si algo ha querido la Minogue siempre, ha sido que la tomen en serio. Y nada más serio que grabar su disco en serio en un estudio, bueno, pues eso: serio. Dieciséis canciones conocidas por su público más fiel (y no tanto) en versión acústica y orquestal: algunas suenan a nuevo y otras no tanto.
Todas han pasado por un cuidado proceso de deconstrucción, se han bajado muchas revoluciones y se han puesto adornos más coquetos. Y así, donde antes había referencias disco y música para las masas, aquí hay imaginería jazzy y de pop de cámara que en casos como el de la deliciosa «Better The Devil You Know» superan incluso a la pizpireta canción original. Hits que hemos bailado hasta sudar la última gota de gin como «All the Lovers» o «On a Night Like This» ahora se convierten en minúsculas piezas de sensualidad arty con retoques orquestales. Las cuerdas apartan sutilmente a los sintes y los arreglos pisteros, que ahora han sido sustituidos por punteos y trompetas desbocadas en algunos casos para bien (como en la inagotable «Locomotion«, ahora convertida en estupendo doo wop fifties) y en otros para mal («Can Get You Off Of My Head» sale muy mal parada de ese baño de violines que por momentos recuerda a las versiones sinfónicas de Metallica); a algunas, el barniz orquestal las deja como nuevas y casi irreconocibles («Slow» -que deja de ser un chispeante temazo de pop sexy para ser un sensual slow tempo en el que no es difícil sentir a Kylie enredándose entre tus piernas como una gata en celo- y «I Should Be Lucky» que es, sencillamente, otra canción totalmente diferente) y, en otras, el paso por chapa y pintura es o innecesario (¿hacía falta tocar nada de «Confide in Me«, que es prácticamente perfecta?) o casi imperceptible, como en el caso de «I Believe in You» y la versión redux de «Where the Wild Roses Grow» que, aunque cuenta con la participación de Nick Cave de nuevo, apenas añade mucho sentimiento a la orgía oscura que era la original.
Con todo, este «The Abbey Road Sessions» deja en evidencia dos cosas: que Kylie sabe envejecer bien -y eso la honra muchísimo- y que, por desgracia, no siempre querer es poder. Y aunque la Minogue quiera dejar descansar el boato de diva disco y convertirse en artista de cámara, no es ni Barbra ni mucho menos Adèle: sus canciones tampoco tienen la chispa classy de la primera ni la lacerante emoción de la segunda y esto, cuando llevas escuchado gran parte del recorrido del disco, acaba siendo un problema. Porque las «versiones con orquesta» o las «versiones en plan loungie» siempre han tenido un gran handicap: que suenan cheesy y a quiero y no puedo. Richard Cheese y su Lounge Against the Machine lo hicieron antes y la jugada les quedó divina, porque se dedicaban a hacer versiones swing de hits hiperconocidos pero con una capacidad para la ironía que hacían que la reconversión fuera un acto divertidísimo. Aquí no hay ironía, ni ganas de provocar una sonrisa ni de demostrar post-modernidad musical, Kylie se toma muy en serio su nueva faceta de cantante de cámara y no siempre funciona. A ratos, una echa de menos la frivolidad y la diversión ufana de la que siempre ha hecho bandera porque una hora después de escuchar violines, trompetas y a Kylie susurrándole al micro con su peculiar timbre a lo «Alvin y Las Ardillas» (y se supone que aquí no hay autotune) a lo que acaba sonando «The Abbey Road Sessions» es a disco para follar. Y ya está.