En determinada escena de esta última Concha de Oro del Festival de San Sebastián, dos de los protagonistas conversan mientras hacen cola para ver «Match Point» (Woody Allen, 2005). Es un guiño que propone un François Ozon más juguetón que nunca y que establece un curioso puente (y no de manera gratuita: ambas películas hablan de turbias pasiones y sus desastrosas consecuencias) entre dos cineastas en puntos opuestos de sus carreras. El francés, efectivamente, ha logrado hacer la película que hoy en día el autor de «Misterioso Asesinato en Manhattan» no sabría, no podría y probablemente ni siquiera querría hacer. Y lo lleva mucho más allá, porque «En La Casa» viene a funcionar de alguna manera como la perfecta fusión de los dos polos que han vertebrado su irregular filmografía hasta el momento: la comedia cínica y sofisticada con la exploración de los rincones oscuros de la mente. Lo que quizá sorprenda es la maestría con la que lo hace.
Si el arranque de «En La Casa» resulta tan demoledor es porque el espectador experimenta un proceso similar al del profesor protagonista (admirable Fabrice Luchini). Un comienzo anodino, unos créditos anodinos, una historia anodina. Otra vez los franceses dando el coñazo con la educación (da igual que lo hagan encadenando obras maestras sobre el tema: son franceses y, por lo tanto, hay que darles caña perpetua a ellos y a su cine). El aburrido profesor corrige aburridos trabajos en su aburrida casa hasta que de repente uno de ellos le golpea en la cara. Uno de sus alumnos (también prodigiosa composición del joven Ernst Umhauer) se las apaña para captar su atención con una redacción sobre un compañero de clase que, sin contar nada especial, deslumbra por su talento, su cinismo y su capacidad de sugestión, rematada por un intrigante “continuará”. El profesor muerde el anzuelo en el segundo exacto en que nosotros también lo hacemos: ese chaval de mirada turbia y cinismo a prueba de bomba nos ha enganchado y nos va a tener como yonquis esperando cada próxima entrega.
Como historia de fracasos que es (la galería de Jeanne, el negocio de Rapha padre, la carrera de Esther), el desencadenante de «En La Casa» es el más grande de todos ellos: la propia vida del profesor Germain. No es extraño que un tipo incapaz de transmitir interés a sus estudiantes, de escribir un buen libro y hasta de follarse a su mujer en condiciones caiga en las redes de un encantador de serpientes con algo de labia. Era lo que, tarde o temprano, tenía que pasar. Poco importa que él se vea a sí mismo como poco menos que guardián de las esencias de la intelectualidad frente a la ignorancia de las nuevas generaciones o la vacuidad del arte contemporáneo que da de comer a su mujer (esa gran Kristin Scott-Thomas que funciona aquí como su Diane Keaton particular): en realidad es un blanco fácil, mucho más de lo que se cree. Sólo era cuestión de tiempo que apareciese alguien lo bastante inteligente para darse cuenta de que su línea de flotación no se vería amenazada por una estafa piramidal, un tratamiento homeopático o una suscripción al Círculo de Lectores: bastaba con una prosa bien armada, dosificada en entregas y que hablase de personas que conociera. O sea, el último de los grandes sabios derrotado por su afición al folletín y al cotilleo. El colmo de la vulgaridad. El fracaso último de Germain y el sarcasmo final del despiadado Ozon.
Es complicado resumir en unas líneas el alambicado juego de espejos en que se mueve En la casa, explicar cómo las sucias armas del relato del joven Claude y del retorcido chantaje mutuo que establece con su profesor se van adueñando de la película con una sorprendente fluidez. Baste decir lo más importante: que funciona. De pronto uno se da cuenta de que las trampas de Claude se han convertido en las del guionista (o al revés) y ya no sabe a quién creer. De nuevo, al espectador le han pillado y ya no tiene más remedio que dejarse llevar, desconfiando de todos, entrando en las distintas capas de la historia según se lo indiquen (porque el libre albedrío ya lo perdió en el minuto 5 de metraje) y disfrutando del asombroso ejercicio del que Ozon (y Claude) han tenido a bien hacerle partícipe. «En La Casa» es un taller de escritura (“¿por qué utilizas el presente?”), es Haneke, es Polanski, es Hitchcock y es Allen, cada cosa cuando le sale de las narices, y juega a todas esas bandas (y más) con un desparpajo que asusta. Es una película que se divierte dando vueltas sobre sí misma, perdiéndose en su propio juego para poco después volver a encontrarse. Parece que el cine español puede permitirse pasar de un texto así (la obra de teatro original es del madrileño Juan Mayorga) para dejárselo a los franceses, esos señores tan aburridos que hacen tantas películas sobre la educación. Pues es para pensarlo. Como esta pegajosa película, que horas, días después de su visionado se niega a irse de tu cabeza.
[NOTA: 8,50]