A colación de «Islas Flotantes» (publicada en nuestro país por Periférica) suele utilizarse el adjetivo «fácil». Para aseverar, claro, que la novela de Joyce Mansour no es precisamente «fácil». Antes de arrancar cualquier crítica, entonces, toca preguntarse: ¿cómo calculamos precisamente la facilidad de una lectura? Soy consciente de que así empezaría su crítica cualquier joven periodista prepotente e inexperto, incapaz de sopesar la obviedad de la pregunta… Pero es lo que hay. Así que vamos por partes. Antes de nada, los referentes: Mansour es una poetisa (porque, básicamente, es conocida por su obra en verso) fuertemente ligada al surrealismo parisino de André Breton y su cohorte. Nació en Londres en 1928 y se crió en El Cairo, lo que la convierte en una egipcia con pasaporte británico y con un buen colchón económico proporcionado por su familia de judíos sefarditas dedicados al comercio textil. Es en El Cairo donde Joyce vive un amor fou intenso que le marcará profundamente debido a la limitada temporalidad del romance: tras un año de casados, su marido muerte debido a una agresiva enfermedad. Eso no impide que, al poco tiempo, la artista contraiga segundas nupcias con Sami Mansour, de quien tomará el apellido y junto al cual peregrinará hacia París, ciudad donde se convertirá en uno de los engranajes más efectivos del surrealismo.
A partir de esta perspectiva biográfica, es fácil (sí, fácil) entender «Islas Flotantes«, una de las escasas novelas de Joyce Mansour: este manuscrito narra apasionadamente la visita de la protagonista (¿la misma escritora?) a un hospital para ver a su padre enfermo. Súbitamente, sin embargo, esa misma narradora pasa a ser internada en el centro hospitalario sin mediar ningún tipo de explicación… Tampoco es necesario dar explicaciones, ya que la intención última de Mansour se enreda placenteramente en la antítesis del argumento de estructura griega: aquí hay digresión pura y dura, caos e imágenes hipnóticas que se van concatenando con el poderío de las pinceladas nerviosas sobre un lienzo de expresionismo abstracto. La escritora no construye una trama a partir de diferentes piezas que se van ensamblando con naturalidad, sino que va perfilando un puzzle emocional y sensitivo en el que las piezas se encajan unas con otras de formas inconcebibles y dolorosas. Al final, lo que queda es un retrato de tonos oscuros en el que confluye la sensualidad sucia de Egon Schiele y la psicología podrida de Lucien Freud: así de preponderante es la capacidad para la imagen de Mansour (una capacidad totalmente memorable, por cierto, en la orgía entre pacientes y enfermeros). «Islas Flotantes» parece concebido como un poema en prosa, como un chorro de líquido seminal que no cesa en toda la novela y que va encadenando orgasmos sordos pero intensos.
En la pluma de Joyce se advierte, como no podía ser de otra forma, la influencia que va desde Rimbaud y Baudelaire (y sus respectivos acercamientos a una concepción de la belleza con múltiples grietas) hasta sus propios compañeros surrealistas, desde Breton a Artaud. Pero, a su vez, Mansour consigue en «Islas Flotantes» atrapar el miedo a la enfermedad que, desde la aparición del SIDA y la ascensión del cáncer como gran mal moderno, ha embargado a una sociedad rayana a lo apocaliptico en su pánico ante las pandemias. Más que una novela, esto es una fotografía en la que queda congelada e inmortalizada una mueca grotesca ante la que es imposible no sentirse atraído, seducido. Así que, ¿cómo calculamos la facilidad de una lectura? Si necesitas un argumento como Pulgarcito un camino de migas de pan para poder salir de tu propio libro, Joyce Mansour no es para tí. Pero si, por el contrario, tienes la mente lo suficientemente abierta como para disfrutar la caída libre a través de un paisaje de sugerentes colores y sensuales formas, este es tu libro: no vas a necesitar vaselina para que «Islas Flotantes» te entre.