El hipsterío barcelonés llevaba semanas ofreciendo su cuerpo a cambio de una entrada para la Casa Jäger: cuando se anunció que el evento anual del orujo alemán tendría lugar en Barcelona, la noticia se recibió con más algarabía que cuando nos concedieron las Olimpiadas. No es de extrañar, porque las palabras Casa Jäger siempre van asociadas a otras como «fuentes de Jägermeister infinito», «sexo en lugares inverosímiles», «desfase», «locura» y «musicón» entre otros, lo que ha hecho que la cosa haya adquirido tintes de leyenda… Y, claro, everybody wants to be in the (Jäger) house and say yeah.
Fuimos de los afortunados que tuvimos un pase para la aventura anual y pudimos vivir en nuestras carnes todas las promesas y avances que, poco a poco, ya os habíamos ido desgranando a medida que las íbamos conociendo. Efectivamente, un autobús nos recogió en un punto del Eixample barcelonés que no se supo hasta unas horas antes. Los mails y los grupos de Whatsapp volaban: «¿a qué hora quedamos?», «¿cada cuánto sale el bus?», «¿hasta dónde coño nos llevarán este año?» Con una fina llovizna goteando sobre nuestras cabezas, llegamos a la parada, entregamos nuestra invitación y subimos… de camino a lo desconocido. O más bien de Alella, que es una localidad que yo, y me vais a perdonar por ello, soy incapaz de situar en un mapa. Los tuits de los que ya estaban en camino o llegando al lugar volaban en la red social. El más ocurrente que vimos fue «Casa Jäger: The Cabin in the Woods«, lo que nos provocó unas terribles ganas de llegar (¿Cómo sería una Casa Jäger en plan slasher? ¡Que alguien la haga YA!) Se confirmó que la casa estaba en un punto indeterminado cerca de Granollers, rodeada de bosque en una imponente masía que, a las nueve y media de la noche, ya tenía su patio recibidor preñado de gente borracha de Jäger y de ganas de fiesta, y que a la hora del cierre supuraba confetti y purpurina en cantidades que la OMS debería de considerar dañinas para la salud.
Nos dieron un tiquet de cena (un detallazo total y muy de agredecer) y, aunque durante toda la velada pululaba entre la parroquia asistente un justificado sentimiento de «no quieren que la cosa se vaya de madre como en las otras ocasiones» -por primera vez, la fiesta terminaba a la una- la gente tenía claro que allí había ido a lo que había ido y puso todo su empeño en pasárselo bien, no matter what. Nosotros, sin embargo, nada más hacer pie en el glorioso suelo de la Casa Jäger cenamos religiosamente nuestra burger, que somos modernos pero no gilipollas y sabemos por propia experiencia que con el Jäger cualquier colchón estomacal es poco. Y así, con la panza llena y una birra en la mano, hicimos nuestra primera parada en la «habitación de los padres«, que estaba decorada por los fiesteros Canela Party. No sé si será porque estaba pensada por unos organizadores de fiestas o porque allí pinchaba Raver Jewish, que se alzó con el premio a triunfador de la noche por su increíble forma de casar buen gusto y hits discotralleros, pero aquella habitación acabó convirtiéndose en un agujero negro del que era difícil escapar: tenía una cama en la que tirarse, maletas que rellenar con todo, gente bailoteando a todas horas, una Snooki de chichinabo que casi se mata al tirarse a la cama de marras y una energía como de Poltergeist muy adecuada para la situación. Nos pasamos allí la mitad de la noche. Y tan bien.
También pululamos por el resto de la Casa, claro. Estuvimos a punto de rompernos la crisma en las escaleras (las escaleras y los resbalones en ellas eran trending topic, y tener a una señora limpiando cada dos minutos NO parecía ser la solución), vimos las habitaciones decoradas por Maria Escoté (que al final de la noche fue asaltada literalmente) y la de Eloy Azorín, donde quisimos jugar a «Super Mario Bros.» (era la habitación del niño), pero fue imposible. Bueno, no. No quisimos jugar: queríamos beber Jägerbombs todo el rato (que descubrimos que es la forma más efectiva y barata de agarrarse un pedo rápido y divertido). Aguantamos tres canciones de The Buzzcocks (not our cups of tea: nosotros estábamos in the mood for Raver Jewish all night long) y nos quedamos atrapados en el pasillo de la planta de arriba donde, ¡oh, sorpresa!, apareció una cabeza de reno de peluche y… bueno, os lo podéis imaginar.
A la una y media nos barrieron de la Casa. Embarcamos en el bus de vuelta que nos dejó en la discoteca Factory, donde seguía la fiesta en forma de after party. Allí bebimos más Jägerbomb y nos hicimos un poco menos personas intentando conseguir chupitos de Jäger gratis de los que regalaban los animadores que, entre otras cosas, llevaban una sirena y gritaban mucho. En circunstancias normales habría pedido una orden de alejamiento de semejante situación, pero el Jäger es lo que tiene: que transforma a las personas. Fuera, en la calle, llovía. Salíamos a acompañar a los que fuman (sí, todavía existe gente que fuma), nos mojamos, comentamos la noche, alguno intentó ligar, algún otro se cayó… Incluso me sé de alguien que dice que al día siguiente no tenía resaca (eso sí que parece una leyenda urbana, ¿eh?)
Más corta, más controlada, la Casa Jäger de Barcelona no fue tan desparramante como dicen que ha sido otras veces, pero nos dio una noche divertida de la que rascaremos anécdotas durante unos meses. ¿Legendaria? Pues sí. Pero está claro que, al final, lo que hace grande estos eventos es la gente que acude a ellos (y la que los organiza, claro). Que las marcas y organizadores no se olviden de esto nunca y… ¡larga vida a la Casa Jäger!