Probablemente ya lo sepas pero, por si acaso, yo te lo cuento: a Woody Allen hace tiempo que se la pela todo. Así, abiertamente: se la pela. Es una opción profesional y vital y hasta puede llegar a ser respetable. No pasa nada, todo se puede discutir. Pero hay que tenerlo en cuenta. A Woody Allen, efectivamente, se la pela todo.
Se la pela, para empezar, el mero hecho de hacer cine. No recuerdo la cita exacta (y tampoco me motiva especialmente ponerme a buscarla: si él no curra, yo tampoco), pero recientemente ha venido a decir que, como lo de jubilarse ni se le pasa por la cabeza, él se entretiene haciendo películas. Ni ganchillo, ni maquetas de barcos, ni el solitario del Windows: a él lo que le llena las tardes es la cosa esta de las pelis y de eso se trata. El problema es que esto del cine cuesta pasta, así que necesita que alguien la ponga, pero en cuanto aparece un señor que le dé un saco de dinero (sea Roures, la BBC o San Pito Pato), él empieza a gastárselo. Es decir, que si aparece Valcárcel con una subvención, este tipo te monta «Vicky Cristina Murcia» en dos tardes. La película es lo de menos, aquí lo que importa es echar el rato.
Por supuesto, se la pela también la película en sí. Ya hemos dicho que la cosa va de matar el tiempo, así que el acabado final es lo de menos. Por eso le da igual hacer lo que hace últimamente en sus obras. Entregar películas que parecen escritas en cinco minutos y rodadas en diez. Escribir esos diálogos en los que en veinte segundos el personaje se presenta, te menciona sus rasgos principales y te dice lo que va a hacer a continuación. Rodar y planificar de una manera más tosca que nunca (sí, era posible), lo cual ahora canta más que nunca porque no podemos distraernos con lo que dicen los personajes. Ponerse de nuevo las sandalias con calcetines y empezar a soltar todos los tópicos imaginables sobre el lugar en el que toque rodar el publirreportaje pagado de turno, no porque quieras revertirlos o utilizarlos con algún motivo o coartada artística, sino simplemente porque no das para más. Transmitir, en definitiva, nada más que dejadez, una perenne sensación de que el director es un señor muy mayor y muy aburrido que sólo tiene ganas de que la rubia suelte su diálogo lo antes posible para largarse a tomar un café en la terraza más conocida de la plaza más conocida y luego irse al hotel a dormir. Pero ,coño, si hasta comienza la película con “Nel blu dipinto di blu”. Es literalmente imposible ser más vago, firmar algo con el encefalograma más plano, aportar menos.
Y, por último, y consecuencia directa de lo anterior… Sí, a Woody Allen se la pela el espectador. Ya sea el ocasional que pasaba por allí, el antiguo fan desencantado o el habitual que acude en peregrinación a cada nuevo estreno y sonríe siempre complaciente mientras se niega a aceptar que su ídolo lleva años tomándole el pelo. Es difícil ver «A Roma con Amor» y no pasar en algún momento de la vergüenza ajena omnipresente a la simple sensación de que a uno le están tomando el pelo. Y que además se lo merece, por gilipollas. Que el colega que un día empezó a cogerse él mismo las cervezas de la nevera se ha acabado autoinvitando a cenar en tu casa cada dos por tres y ahora la situación ya no tiene vuelta atrás.
Me alegro por todo ese público que prefiere seguir dejándose engañar, despachando con condescendencia horrores como este (ese ultramanido y a todas luces falso tópico de “la película más floja de Allen siempre es mejor que la mayoría de la cartelera”) y sonriendo de manera conformista cada vez que una línea tiene algo parecido a gracia o alguien suelta una referencia. Entiendo el confort de la repetición, que a todos nos gusta lo conocido, que nos hace sentirnos como en casa. Es algo consentido, así que adelante: cada uno hace con su tiempo y su dinero lo que le parece. Transfusión no es canibalismo. El único problema (que a él le dará igual porque, repetimos, todo se la pela) es que a algunos, incluso entre los que llevamos desde la adolescencia acudiendo cada año religiosamente a ver aquello que llamábamos “el cuento anual del Tío Woody”, se nos han hinchado definitivamente las pelotas y hemos decidido bajarnos del carro. Allen, lo tengo muy claro, no va a volver a cenar en mi casa. Si acaso, algún día me acercaré yo a la suya. Y las cervezas las pondrá él.
[NOTA: 2,0]