“Kallocaína” (Gallo Nero) se suma a la lista de ficciones distópicas de mediados del siglo pasado al estilo de “Un Mundo Feliz” (Aldous Huxley), “1984” (George Orwell) o “Fahrenheit 451” (Ray Bradbury). A pesar de que su temática esté muy trillada y parezca una réplica al resto -lo cual, por otra parte, no deja de ser un claro reflejo de los avatares sociopolíticos de su época-, no estaríamos siendo justos con esta novela si, por este motivo, le restásemos importancia. Y es que, si consideramos que esta novela de Karin Boye fue publicada en 1940, resulta que fue la segunda de todas ellas en ver la luz (sólo le precede “Un Mundo Feliz”, publicada en 1932).
Comparte, pues, la noción de un futuro gris y opresor en el que el Estado controla a sus ciudadanos (o conmílites, si usamos su propia terminología) hasta límites extremos vistos desde nuestra perspectiva, pero totalmente aceptables -e incluso deseables- desde la visión del ciudadano inmerso en él. Una sociedad concebida como una máquina de precisión en la que la máxima eficiencia sólo se consigue interviniendo en la vida pública y privada de sus ciudadanos, entendidos como meras “piezas” dispuestas de la forma más óptima posible para que el Gran Engranaje ruede de forma segura y estable. Pero si el control sólo se ejerce desde un punto de vista gregario y se “limita” a todo lo que queda fuera de la piel del ciudadano, no se tiene un dominio absoluto. En este sentido, aunque explícitamente no se mencione a la religión en la novela, no deja de estar latente en el sentido de que el tradicional Dios supersticioso haya dado paso a un Dios científico, eficaz y aséptico cuyo altar bien podría ser entendido como el mismísimo Estado. La interiorización de normas y funciones para el bien del Estado -entendido como un ente de máximo e irrefutable valor-, también se ha filtrado por todos y cada uno de los poros de sus ciudadanos: seres felices de servir para su felicidad, la cual únicamente puede fluir gracias a la seguridad y estabilidad que mana del omnipresente y omnipotente organismo de control. Toda aquella “pieza” que lo impida o esté “dañada” será “reparada” o sustituida por otra que encaje perfectamente.
Como si de unas memorias se tratara, la novela está narrada en primera persona por Leo Kall, investigador bioquímico satisfecho de servir férreamente al Estado y, en aras de esa fidelidad, descubridor de una sustancia que, tras ser inyectada, provoca que la persona manifieste abierta y sinceramente sus pensamientos y emociones más íntimos. De este modo, el Estado tendrá en bandeja todo lo que necesita para conseguir el control absoluto: una jeringuilla y un frasquito de Kallocaína. El punto de inflexión que desbloquea esta situación llegará cuando Leo comience a dudar de su concepción de la vida como el conmílite ejemplar que ha sido hasta el momento. Esto ocurrirá debido a la influencia de una nueva consciencia a la que, paradójicamente, se irá asomando a través de su propio descubrimiento y que, para su propio asombro, vendrá canalizada a través de su mujer… Y es que la verdad no duele menos si aflora mediante una droga que si la vemos directamente en el espejo cuando nos miramos sinceramente en él.
Este doble ejercicio de funambulismo entre diferentes conciencias, la del Estado y la de la Persona, o la inducida por la droga y la espontánea, supone uno de los puntos fuertes de la novela, pero también hay limitaciones en la forma en que está narrada: el ritmo se resiente y los pasajes más “emocionales” parecen no calar del todo. Una de las posturas más comunes que el lector adopta ante este tipo de ficciones es negar la posibilidad de que una sociedad así pueda darse debido a los límites tan extremos en que se nos plantean. Sociedades en que el sistema nos domina casi absolutamente y, lo que resulta más inaudito, que lo haga con el beneplácito generalizado de la mayoría… Pero si nos fijamos en cómo se gestionan los recursos humanos (o conmílites, que diría Boye) en las grandes empresas a las que la mayoría damos (o nos dan) de comer, puede que nos surjan algunas dudas, porque la personalidad también cotiza (¡y a la alza!) en nuestro mercado laboral.
Del mismo modo, resulta curioso que en esta novela, escrita hace más de 70 años, haya un pasaje como el siguiente, narrado desde el punto de vista de esa sociedad “futura” a la que vemos tan inverosímil llegar (la negrita es mía): «Y si todas las actividades de ocio debieran verse un día postergadas en pro del incremento del necesario ejercicio militar, si la infinidad de lujosos conocimientos y habilidades superfluas que antaño se incluían en nuestra formación debieran dejarse a un lado en beneficio de la orientación ineluctable de la formación específica de todos y cada uno de nosotros como trabajadores al servicio de la industria, que es absolutamente imprescindible, ¿tendríamos derecho a quejarnos? No, no, y no. Somos conscientes de que el Estado lo es todo, el individuo, nada, y nos agrada que así sea. Somos conscientes de que la mayor parte de la llamada «cultura» es y será un lujo reservado a un tiempo en el que no nos amenace ningún peligro«.
Aunque las llamadas distopías exageren sobremanera el poder del sistema y la conciencia ilusa de la mayoría de sus ciudadanos, no dejan de representar una alerta sobre el camino, una reflexión sobre la gestación y dirección que toma ese mismo camino que pisamos. La amenaza sigue viva, mutando para adaptarse a los tiempos que corren.