Que el alias artístico de James Milne sea Lawrence Arabia no es en absoluto casual. No es solo un sosias resultón, memorable o fácilmente recordable. No tiene pinta de ser la solución al plantearse el típico «¿y yo cómo me llamo?» Tiene que haber mucho más detrás de semejante elección. Cuando uno escucha las palabras Lawrence Arabia vienen a tu mente dunas, batallas épicas, Cinemascope y Lawrence Olivier, o lo que es lo mismo: el Dios Dorado del cine de los años 50. No me pondré reaccionaria (venga, un poquito sí), pero cada día tengo más claro que a esta epoca que nos ha tocado vivir le faltan ídolos masculinos que merezca la pena adorar. Y mira que soy fan de Joseph Gordon-Lewitt, pero ¿qué son los tirillas del siglo XXI al lado de pedazos de señores como Paul Newman, Marlon Brando y ¡oh, sí! Lawrence Olivier? ¿No es extraño que el hombre que más suspiros y soplos en el corazón ha provocado en los últimos años haya sido Donald Draper, el auténtico ecce homo vestido de traje? Pues eso: el poder de la clase y la elegancia. James Milne, el Lawrence Arabia neozelandés y artista musical es en sí mismo una bonita reivindicación de la elegancia de tiempos pretéritos. Lo fue con el maravilloso «Chant Darling» (Bella Union, 2009) y lo consolida con su continuación, el preciosista «The Sparrow» (Bella Union / Music as Usual, 2012) en el que se pone el traje afectado de los crooners de finales de los 60 (Scott Walker, Jacques Brel, Gainsbourg) y se anuda la corbata de los señorones del pop de los 90 (Jarvis Cocker, Neil Hannon, Jay-Jay Johanson). Y lo hace con maneras de sir educado en colegios caros, como diría la difunta Carmina: divinamente.
Pero la adoración de Milne por la elegancia no se palpa sólo en las elecciones estéticas (desde el mencionado nombre hasta su propia imagen, siempre impoluta en todas las fotografías, como un aséptico Capitán Ahab vestido de Prada para la promo de su primer disco, o como un impoluto galán de los años 40 para «The Sparrow«). Donde más se percibe es, evidentemente, en sus elecciones musicales. Lawrence Arabia practica ese pop que fácilmente se puede calificar como atemporal. Sus canciones cuelgan de melodías herederas de The Beach Boys y construyen historias de desamores y personajes absurdos muy a lo Belle & Sebastian. Y, en medio, unos arreglos que, en el caso de este disco, se vuelven minimalistas y escuetos, pero a la vez certeros y suficientes. Muy responsable de ello es la producción del siempre efectivo Connan Mockasin (que también produjo a Charlotte, la hijísima de Gainsbourg que es referencia evidente de este disco). El productor sabe cómo manejar unas canciones sensibles y cercanas y dotarlas de cierta distancia intelectual que impide que caigan en la ñoñería.
Para la producción de este disco, Milne reconoce que se apasionó con la instrumentación de la música de los 60. En «Travelling Shoes» recoge el testigo de la sutileza de The Divine Comedy; «Lick Your Wounds» empieza siendo una bonita balada y acaba con una psicodelia que crece como yedra por una pared; «Bycicle Riding» es al mismo tiempo muy Beach Boys en el tratamiento de las voces y muy Scott Walker gracias a esa cierta grandilocuencia minimalista que consigue con apenas un acorde de piano, la voz de James, algún coro y alguna cuerda. Es, sin duda, el momentazo del disco junto con la muy sensualoide «Early Kneecapings«, la canción que Jarvis Cocker siempre quiso escribir en solitario. Luego está el encanto cabaretero de «The Bisexual«, que es tan juguetona y ácida musicalmente como en su letra y que engrasa perfectamente para ese interludio berlinés y raruno que es «Dessau Rag» que, sí, rompe un poco -e innecesariamente- con la dinámica perfectamente engrasada de todo el disco, pero que enlaza más que bien con una conclusiva y necesaria «Legends«.
Pero, por encima de todo, escuchar a Lawrence Arabia es escuchar ad Beatles, Beatles everywhere. Hasta el infinito. Y más allá. Se nota que Milner adora el pop, lo ama de una manera que oscila entre lo erótico y lo salvaje y, por eso, no es de extrañar que fusile / homenajee sin piedad y con fervor a uno de los grupos que reescribieron el género. Y nosotros tenemos la suerte de poder disfrutar de ese amor fou en la forma de sus canciones y gozamos de la gran fortuna de escucharlas una y otra vez, de regocijarnos con ellas como un mirón que tiene su ventana delante de los vestuarios de una residencia de universitarias. Pero no una residencia en plan «Porky´s» o «American Pie«, no, por favor. Más como una en la que hubiera pasado sus años mozos la inocente Wilma Dean de «Splendor in the Grass«.
[Estela Cebrián]