“¿Qué apareció antes: la música o la miseria? ¿Escuchaba música pop porque estaba deprimido, o estaba deprimido por escuchar música pop?” Estas son sólo dos de las miles de preguntas trascendentales que Rob Fleming se hace en ese tratado sobre el miedo al compromiso, el odio al trabajo, enamorarse y otros éxitos del pop que es “Alta Fidelidad”, tanto en su obra literaria original (Nick Hornby, 1995) como en su versión cinematográfica (Stephen Frears, 2000). Pop, he aquí la clave. El GÉNERO musical popular que todo lo mueve. José Ignacio Martorell, alma máter de Jonston, viene manipulando esa sensible materia prima desde su debut, “Jonston” (Limbo Starr, 2007), en el que se hacía pasar por una especie de elegante hombre cangrejo que prestaba especial atención al discurrir de las cosas para describirlas con bellas palabras y gráciles alegorías y contarlas mediante guitarras cristalinas y melodías memorables. Posteriormente, en “Taller de Memoria” (Pez Plátano, 2010), se atrevía a mirar hacia recuerdos del pasado a la vez que otorgaba mayor protagonismo al amor (el eterno motor del pop) ampliando su paleta sonora clasicista. Y, ahora, con “Veo Visones” (Pez Plátano / Pequeños Pasitos, 2012), su trabajo más redondo, da una vuelta de tuerca (con la mano maestra de Paco Loco en la producción) a todo ese argumentario y simbolismo a través de la pureza del pop sesentero y mod y de los juegos sensoriales derivados de una dulce psicodelia apta para casi todos los oídos… y ojos.
Porque el tercer trabajo de Jonston intenta transmitir un extraño efecto desde su casi estroboscópico título, cuyo sencillo pero logrado golpe visual provocó que la mitad de la blogosfera musical haya transformado los ‘visones’ que ve Matorell por ‘visiones’. Un tanto a favor del madrileño, ya que, realmente, ese es el objetivo principal de su último LP: ofrecer, de nuevo, su particular perspectiva sobre hechos normales y corrientes y los avatares sentimentales, aunque desde un enfoque relativamente surrealista, muy imaginativo y hasta fantasioso. Pero, en la mayor parte del proceso, deja que sean los personajes creados por su inquieta cabeza los que interpreten sus textos mitad realidad mitad ficción. En el resumen de la esencia filosófica y existencial de “Veo Visones”, bautizado con un elocuente “Viviendo la Vida de los Demás” y colocado convenientemente como epílogo y no como introducción del disco, su autor desliza que “viviendo la vida de los demás es mucho más fácil estar y no desaparecer”, se refiere a “personas inventadas” e idealiza “romances con la luna de fondo” y “escenas imposibles”. En aproximadamente tres minutos y medio, Martorell, uno de los dandies del pop patrio, enseña la sutil capa psicotrópica y emocional que se vistió para volar sobre los oyentes y sumergirlos en sus cuentos alucinantes.
Unos relatos (anticipados por la rabiosamente beatleliana “Veo Visones”, una traslación al siglo XXI de la mismísima “Strawberry Fields Forever”) que se transforman en pequeñas piezas teatrales protagonizadas por seres fascinantes: un anti-héroe de barrio de Madrid con traje de murciélago en “Bat-chulapo”, corte punk-mod adornado con un inesperado organillo sacado de una verbena de San Isidro; un caballeroso cefalópodo que encontró las llaves en el fondo del mar en “Calamar con Sombrero” (otra actualización sui generis de otro incunable de los Fab Four: “Octupus’s Garden”) y la intrigante “Presentimiento de Culpa (Calamar 2ª Parte)”; una figura abandonada en una mágica estantería en la ambigua e inocente “La Bruja Piruja”; un germen (o algo así) que busca su lugar de reposo en la delirante “Termotanque (Nada Como el Hogar)”; y una flor y su dueña protectora, cuya relación simbiótica se disecciona en “Canción de Fotosíntesis”, un cóctel humeante de calypso y bolero.
Frente a los sujetos fabulosos que pululan por “Veo Visones”, se sitúa la realidad palpable y cotidiana, en su forma más cruda (“Caballo de Troya 25” se convierte en un acto de reafirmación y escapismo frente a la amargura de la guerra helénica del mundo actual que nos ha tocado vivir) y en forma de esa piedra con la que el hombre tropieza una, dos y varias veces: el amor. La apertura del álbum, “Yo Quiero Ser Astronauta”, acude al pop impecable y animoso (cercano a, por ejemplo, Belle And Sebastian) para presentar, entre soplos de trompeta y palmas, una declaración afectuosa espacial, ingrávida, honesta y sincera. Junto a ella, la magnánima “Apaga y Enciende” se eleva como un himno al loser que intenta lanzar dardos invisibles al centro de una diana inalcanzable.
Esta no es más que otra metáfora característica de ese pop que ayuda, como decíamos ayer, a paliar las negativas consecuencias de las sombras del día a día y a explicar por qué no se está bien pero tampoco mal cuando se reflexiona sobre lo que no es y nunca será; y a pensar, como Rob Fleming en “Alta Fidelidad”, en las canciones que sonarían en el funeral de uno mismo entonadas por “una preciosa mujer llorosa… pero, ¿quién sería esa mujer?” Si no se obtiene ninguna respuesta o si se prefiere que otra persona ocupe su lugar, José Ignacio Martorell puede tomar ese papel gracias a su “Veo Visones”, para rememorar y abrillantar los universos verdaderos y paralelos de un gran pedazo de vida.