Negros que quieren ser blancos y blancos que quieren ser negros. Este retruécano no pertenece a ninguna película de Spike Lee (¿o quizá sí?) o a los comentarios que se vertían sobre la progresiva pérdida de pigmentación de Michael Jackson o que salen a relucir cuando llega el verano y las pieles naranjas de maduritas de vida acomodada se van tostando al sol. Si nos quedamos sólo con su segunda parte y su derivación masculina (la femenina forma parte de otro amplísimo capítulo de este relato), la sentencia sirve para hacer referencia al nutrido colectivo de artistas que intentaron introducirse en el cuerpo de aquellos tipos sudorosos de tez oscura que comenzaron a regar de feromonas, a partir de los 70, las pistas de baile a base de funk, música disco e incluso rap (aún no se había instaurado la etiqueta hip-hop) con vena jaranera. El gueto rulaba y los blancos no la sabían meter… Al menos, no a la manera de los negros. Sólo KC con su The Sunshine Band se atrevía a poner las manos en el paquete y discutir ante sus colegas negratas quién tenía el auténtico mojo. Pero, a mediados de los 80, los autores de la black music que arrasaba y humedecía bragas en dancefloors de diverso pelaje estaban reciclando su energía, y unos zagales de cara lechosa salidos de Londres osaban invadir ese privado coto de caza rapeando (con cierta ingenuidad y mucha elegancia) sobre la base tecnopop de un incontestable hit: “West End Girls”. Sin quererlo, Pet Shop Boys rompían los esquemas establecidos entre todos los géneros hasta aquí citados, amalgamándolos en un solo tema; y, de paso, permitían que ellos mismos, sus coetáneos y sus sucesores explotasen la veta abierta.
Poco después se produjo el estallido del house, se depuró el electro-pop y se sentaron las bases del pop electrónico durante el resto de los confusos 80 y los fluorescentes 90. Voces blancas y negras se conectaban entre sí (como ocurría en el ya denominado hip-hop). Resumiendo a toda velocidad la historia de este apartado de la música bailable, iniciado el siglo XXI el sello DFA Records recuperaría la sonoridad sugestiva del no-wave neoyorquino ochentero funkorro y se consumaría, paralelamente, un nuevo reagrupamiento de estilos (tecnopop aliñado de soul y R&B, sin olvidarse del funk) a través de dos nombres fundamentales: Junior Boys y Hot Chip (estos, para redondear la línea genealógica, podían haber añadido el Boys final correspondiente a su nombre…)
Centrándonos en nuestros protagonistas, en un principio la banda liderada por el nerdy gafotas Alexis Taylor y el úrsido Joe Goddard se encontraba relativamente alejada de las influencias negroides de determinada facción de la electrónica que buscaba atrapar el groove a través de la sofisticación: más bien se movía en el campo del pop sintético blanquecino próximo a la IDM que actuaba como respuesta inteligente a los beats pesados provenientes del electro-rock. Eso ocurría hace más o menos un lustro, en el tiempo transcurrido entre sus discos “The Warning” (DFA / Astralwerks, 2006) y “Made In The Dark” (Astralwerks / DFA, 2008), co-editados, como no podía ser de otro modo, por DFA, la casa dirigida por James Murphy y Tim Goldsworthy. Canciones como “And I Was A Boy From School”, “Over And Over” o “Ready For The Floor” quedaron para la posteridad como grandes y logradas manifestaciones sonoras de aquel momento.
Dos temporadas después, Hot Chip ennegrecían seriamente sus modos y andares (aunque parezca una teoría descabellada) en “One Life Stand” (Astralwerks / EMI, 2010) por la vía del pop maquinal lubricado que no perseguía el placer rápido y automático (como el del polvo de una noche), sino las sensaciones dulces y agradables del amor inmaculado (como el que segregan los polvos diarios de una relación monógama), como si a Marvin Gaye le hubiese dado por vitaminar su estilo y registrar sus cuitas sentimentales mediante el software musical de un Mac. Divagaciones discursivas aparte, a nivel formal aquel álbum los alejaba de las pistas discotequeras. Este es el gran contraste con “In Our Heads” (Domino / PIAS Spain, 2012), que hunde sus raíces en los sonidos nocturnos, lascivos y hedonistas, con reminiscencias a épocas pasadas de la cultura de club aunque manteniendo su característico halo de modernidad. En este salto del día a la noche (perfectamente reflejado en uno de los cortes del álbum, “Night And Day”, que juega con la dualidad de la luz y la oscuridad para insertar el típico tira y afloja físico-emocional en una estructura housera de aroma 80s) tuvieron mucho que ver las incursiones en solitario de sus cabezas más inquietas en el universo de la electrónica de baile durante las dos últimas temporadas: Taylor puso voz a temas de adalides insomnes como Carte Blanche, Shit Robot o Win Win; y Goddard se embarcó en su proyecto The 2 Bears.
Embotelladas todas las influencias de sus nuevas y buenas compañías, Hot Chip aprovecharon, igualmente, su traslado a Domino y la posibilidad de volver a auto-producirse para desarrollar con total libertad sus ideas en un panorama en el que la competencia era dura y creciente, como la de Totally Enormous Extinct Dinosaurs: basta con revisar la apócrifa entrevista a varias bandas escenificada en esta sección a propósito de su disco “Trouble” (Casablanca, 2012). Así que a Taylor no se le ocurrió otra cosa que embadurnarse definitivamente la cara de chocolate y recurrir a la temática genérica del dance-pop: el poder de la música y los diversos avatares del corazón. “Motion Sickness” combina ambos elementos en una cascada de sintetizadores mientras, entre luces de neón multicolor y bolas de espejos, se despliega la aguda voz y el falsete de nuestro hipster favorito, que alcanza su máxima altura en la ochenterísima “Don’t Deny Your Heart” y las noventerísimas “Flutes” (esos samples vocales…) y “Ends Of The Earth”. Su preponderancia ante el micro se rebaja con la entrada de Goddard en “How Do You Do!”, el suave flow R&B de “These Chains” y la electro “Let Me Be Him”.
A pesar de que “In Our Heads” destaca por incitar a la diversión, a la celebración nocturna y a cierta lujuria, Hot Chip no se olvidaron de incorporarle los necesarios tramos baladísticos, de igual manera que se hacía en los álbumes y maxis house / dance primigenios. Porque no todo se reduce al roce físico calenturiento (aunque el amor esté bien presente) y hay que dejar hueco a la introspección a pie de pista, como la que sugieren “Look At Where We Are”, “Always Been Your Love” (con el featuring de Lizzi Bougatsos, cantante de Gang Gang Dance) y, sobre todo, “Now There Is Nothing”, en la que Alexis Taylor constata que, a día de hoy, al café no le echa azúcar blanco, sino moreno, bien moreno. Tanto como su engrandecido y ennegrecido fuero interno soul, que le permitió expandir su groove clásico para que su grupo facturara, en su quinto intento, el que posiblemente sea su disco más completo y uno de los mejores ejemplos contemporáneos y sintéticos de cómo algunos músicos blancos, independientemente de su apariencia, pueden capturar la esencia de sus homólogos negros hasta lograr que no existan distinciones entre unos y otros.