Ha llegado la nueva y tercera entrega de «True Blood«, la serie que ha disparado los índices de audiencia de la cadena por cable americana HBO, que no tenía un éxito tan aplastante desde el estreno de «Roma» (2004) o «Los Sopranos» (1999). Tres siglas que aseguran calidad, pero no siempre rentabilidad, ya que hay algo imprescindible para ser viable en la jungla televisiva americana: superar los dos millones de espectadores por capítulo. Hace dos años, cuando otros canales americanos empezaban a usar el término HBOver, la sangre fresca llegó y batió los récords de audiencia del canal, que no recogía cifras tan altas desde el imperio de Tony Soprano. El episodio final de la segunda temporada de «True Blood» -emitido el pasado 13 de septiembre- fue visto por 5 millones de espectadores. Estas cifras en televisión significan mucho éxito, vía libre para rodar una nueva entrega y presupuesto holgado para promoción (como las seis gotas de sangre fresca o monisodios pretemporada).
La fórmula que ha convertido a «True Blood» en el ‘hit’ de la pequeña pantalla es compleja -como la de la sangre sintética- y tiene que ver con la mezcla precisa de otras que funcionan como un reloj en la ficción. Primera, y muy importante, es un buen momento para el vampiro. En los últimos dos años se han convertido en la sangre de la cultura popular que nutre las historias más rentables para el cine, literatura y televisión. Han vencido, en popularidad, a otros mitos del fantástico que están siendo condenados a papeles secundarios y recaudaciones microscópicas en taquilla. Licántropos, momias, hombres lobos y criaturas espaciales ya sólo pueden soñar con aquellos tiempos en los que todos ellos, vampiros incluidos, formaban parte de repartos corales para la productora americana Universal («House of Frankenstein«, «Frankenstein meets The Wolfman«). Al final, la naturaleza romántica y erótica del vampiro ha resultado mucho más seductora para la industria del entretenimiento, que ha fijado el estereotipo de criatura nocturna sexy y James Deaniana.
«True Blood» recoge la herencia del vampiro ‘pop’ que nació en la década de los 60 en la factoría británica Hammer: El Conde Drácula (Christopher Lee) de ojos inyectados en rojo hemoglobina, sensualidad mórbida y rodeado por los generosos escotes de las muchachas transilvanas. Sookie Stackhouse (Anna Paquin), la mesonera de entusiasmo irritante que protagoniza «True Blood«, es la versión americana de estas vírgenes rurales con pensamientos impuros. Alan Ball, creador de «True Blood» -y de «Six Feet Under«-, opta por una imagen de vampiro transgresor que sale del armario en una sociedad llena de prejuicios y se aleja de la idea más lírica de vampiro atormentado, en tonos fríos, que sufre en secreto su naturaleza inmortal. Estereotipo que popularizó Anne Rice en su novela «Entrevista con el Vampiro» (1976) -de corte existencialista- y que ha inspirado al Edward Cullen de la saga crepuscular -esta última al estilo ‘historia de amor prohibido’-.
El segundo componente de la sangre fresca siempre ha dado buenos resultados en televisión. Consiste en situar la acción en un pueblo pequeño de apariencia tranquila pero que, en realidad, es un lugar en el que pasan cosas muy extrañas y lleno de secretos. Trama patentada por David Lynch con «Twin Peaks«, que en la serie de Allan Ball incluye telépatas, cambia-formas, ménades, psicópatas, vudú y todo lo que pueda venir en la tercera temporada (se sabe de un hombre lobo, seguro, que tendrá química con Sookie y que ya tiene un desnudo en los primeros episodios… «True Blood«). Por cierto, la cadena americana ABC estrenó el pasado 28 de abril «Happy Town«, serie que intenta emular el espíritu «Twin Peaks» y que no tenéis que ver nunca porque es realmente mala.
El espíritu del gótico sureño es el tercer ingrediente la serie de la HBO y es, sin duda, el que la hace distinta a todas las demás que tocan el género fantástico. «True Blood» está basada en la saga de novelas «Southern Vampire Mysteries‘» escritas por Charlaine Harris: una señora de Misisipi, madre de familia, ex levantadora de pesas, miembro de la Iglesia Episcopaliana y que lleva dedicada a libros de misterio toda su vida. Los libros, también la serie, sitúan la acción en Bon Temps, pueblo ficticio del estado de Lousiana, región del sur de Estados Unidos llena de mentes estrechas y convicciones religiosas profundas. Este es el territorio del gótico sureño, estilo al que pertenecen mucha de las novelas de Tennessee Williams, Cormac McCarthy, Harper Lee o William Faulkner. Se trata de utilizar elementos propios del género fantástico y de terror para criticar distintos aspectos de la sociedad americana (conflicto racial, fanatismo religioso, hipocresía moral…) «True Blood» sigue esta tradición y lo hace especialmente bien en la segunda temporada con la trama de Jason Stakhouse (Ryan Kwanten) y la Hermandad del Sol. Allan Ball mezcla este tipo de gótico-denuncia con mucho sátira, humor y algo de telenovela (Dato curioso: El canal mexicano TV Azteca emitió hace un para de años «Noche Eterna«, telenovela latina con vampiros).
El último ingrediente… ése es secreto. No lo sé yo, ni la HBO, ni Allan Bell, ni los críticos de televisión, ni Charlaine Harris ni Sookie Stackhouse. Surge de forma espontánea cuando todos los demás componentes se mezclan bien, pero nadie sabe exactamente en qué consiste (que se lo digan a los que escriben los cientos de capítulos pilotos que se graban cada año y que no pasan de ahí). Cuando está, hace que el producto sea un éxito que dispara las audiencias, que gusta entre nichos de mercado muy distintos y que es respetado por la crítica. «True Blood» lo tiene. Un resultado merecido para una serie que siempre ha sido consciente de su naturaleza ‘popcorn’ y su función de entretener. ¿La catarsis de Allan Bell para reírse de la muerte tras haber estado cinco años regentando una funeraria? -puede- . Y también un gran pasatiempo para las noches de verano
[Beatriz Montalvo]