La recuperación y puesta al día de ciertos artistas lejanos a la época presente es algo que siempre ha estado ahí. La única diferencia es que, en una dinámica cultural postmoderna donde el valor primordial es la velocidad (las corrientes y las tendencias se suceden a velocidad de vértigo, muchas veces incluso haciendo imposible una filtración más allá de la epidermis), nos ha tocado vivir un momento en el que los artistas pueden recuperarse de forma literal porque, básicamente, siguen vivos. No es como cuando el clasicismo se revalorizó a través del neo-clasicismo o como cuando los impresionistas tomaron las estampas tradicionales orientales como punto de partida de su propuesta. Ahora más que «revalorización» hay que hablar de «rescate». En todos los sentidos. En el campo del cine, por ejemplo, Tarantino recuperó a John Travolta y Santiago Segura hizo lo propio con Tony Leblanc (salvando las distancias). Y en lo que respecta a la música, en los últimos tiempos hemos visto cómo muchos jóvenes genios han intentado traer a primera línea de fuego a algunas de sus glorias olvidadas: Jack White lo hizo con Loretta Lynn y ?uestlove con Al Green. También hay que tener en cuenta los esfuerzos que vienen de productores estrella como Rick Rubin y su amor infinito por Johnny Cash o, más recientemente, Richard Russell (capo de XL Recordings) y su genial forma de lanzar una cuerda salvavidas a Gil Scott-Heron para salir de las arenas movedizas a las que se había dejado arrastrar.
¿Dónde queda Bobby Womack en toda esta fiebre revivalista? De hecho, no muy lejos de Scott-Heron. Las tres últimas décadas de existencia de este artista que cuenta 68 primaveras en su haber se han visto marcadas por una mediocridad creativa lejos del soul y el funk que le proporcionaron la gloria en los 60 y los primeros 70; y, sobre todo, por una intensa relación con ciertas drogas duras que parecían hundirle cada vez más en un agujero negro de olvido y ostracismo. La primera «recuperación» de Womack fue tímida pero rotunda: Damon Albarn le puso al frente de un single tan fulminante como aquel «Stylo» con el que situaba en el mapa el genial «Plastic Beach» (EMI, 2010) de Gorillaz. A partir de aquí, sólo hace falta sumar dos más: «The Bravest Man in the Universe» (XL / PopStock!, 2012) es como esa pirueta acrobática en la que dos colegas pillan a un tercero cada uno de un pie y le impulsan hacia las alturas. Los dos colegas que se quedan en el suelo son el mismo Albarn (que aquí produce) y el ya mencionado Richard Russell (que, además de producir, publica el álbum en su sello XL a la búsqueda de la repetición del éxito de Gil Scott-Heron). Y el amigote que vuela bien alto es, evidentemente, un Bobby Womack que hace vibrar los hilos translúcidos que separan el optimismo del pesimismo, la oscuridad de la luz, la vida de la muerte y, sobre todo, el pasado del presente.
El pasado no aparece exclusivamente como ese bourbon viejísimo que impregna las cuerdas vocales de Womack, ahora ya más cercanas al soul que el funk debido a que en cada nota que surge de su boca es como un pedacito de ceniza lanzada al aire por un incendio. El cielo sobre «The Bravest Man on the Universe» está repleto de partículas cenicientas que se adhieren a la piel y al alma de cualquiera que eschucha en un ejercicio similar a escuchar las historias de un abuelo lejos del modelo cebolleta y cerca del cuentacuentos crepuscular. Pero, tal y como ya ha quedado dicho, el pasado no sólo vibra en la garganta de Bobby, sino que el artista (y los productores) saben invocar todo un conjunto de espectros que danzan hipnóticamente como esquéletos bailongos: «Deep River» es directamente una canción tradicional que Womack aborda como poseído por Bill Withers; «Dayglo Reflection» utiliza un sampler de Sam Cooke (mentor del artista… y del que siempre se ha dicho que Bobby rellenó sus zapatos después de muerto, tanto en lo artístico como por el hecho de haberse casado con la viuda de Cooke); «Whatever Happens To The Times» es una revisión de un antiguo tema que el propio artista compuso a cuatro manos junto a su colaborador habitual Jim Ford; la sublime «Stupid«, con su melancólica línea de piano flotando etérea sobre una base de electro-funk reducido a su mínima potencia, se abre con un desarmante introlude en spoken word de Gil Scott-Heron…
Y aunque todo lo dicho es francamente fascinante, «The Bravest Man in the Universe» se quedaría en mera aventura de arqueología si no fuera porque su belleza nace precisamente de la tensión entre estas alusiones a la propia discografía de Bobby y un presente aportado tanto por los productores como por las múltiples colaboraciones. Lana del Rey sigue postulándose para ectoplasmática reencarnación de las divas blanquísimas de los 60 (aquí dejando totalmente de lado su habitual juego con el transfondo white trash) dialogando con Womack y Cooke en «Dayglo Reflection«, una especie de acercamiento del clasicismo instrumental de Woodkid a los preceptos de sensualidad del trip-hop. La referencia a los Massive Attack y los Portishead más cristalinos y sosegados sigue siendo inevitable en «Nothin’ Can Save Ya«, donde Fatoumata Diawara queda enredada en un piano de iridiscente y bella luminosidad. Kwes lleva un paso más allá las tendencias electrónicas del álbum vistiendo «Whatever Happens To The Times» con unos ropajes de post-dubstep pulsátil que hacen pensar inmediatamente en R&S.
Y, claro está, la influencia del ultimísimo Albarn se siente por doquier, de tal forma que «The Bravest Man in the Universe» acaba escuchándose como un spin-off de «Plastic Beach«: como si, tras el éxito de las aventuras de Gorillaz, una arriesgada cadena de televisión se decidiera a indagar en la triste estrella invitada con una mini-serie de tres episodios dirigida por magos prestidigitadores habituados a sacar de su oscura chistera toda una cohorte de conejos blancos. Blanquísimos. Aquí aparecen las constantes vitales del proyecto animado del ex-Blur como si de un esqueleto en movimiento se tratara: los sintes como colchones, las percusiones rítmicas repetitivas y secas, lo experimental casado con lo accesible… En temas magistrales como el mencionado «Stupid» o «Please Forgive My Heart» (sin duda, el acto más elevado del álbum), todo se reduce a su mínima expresión como huesos que chocan unos contra otros produciendo la más bella melodía del mundo: esa melodía que, por un instante, rasga nuestro plano de existencia y muestra un mundo más allá, donde los fantasmas se ríen de nuestra obcecación a la hora de diferenciar pasado y de presente. Luz y oscuridad. Como si unos pudieran existir sin los otros. Ya suele decirse: sabe más el diablo por viejo que por diablo. Y, en este caso, no es difícil adivinar que, a través de esta brecha entre el mundo de los vivos y de los muertos, los fantasmas se han pasado años traspasando su sabiduría al diablo Womack.
[Raül De Tena]