«He aprendido que hay diferentes intensidades del azul más allá del azul muy, pero que muy intenso. He comido más comida y más elegante que en toda mi vida, y la he comido durante una semana en la que también he aprendido la diferencia entre «bambolearse» por culpa de la marejada y «dar cabezadas» por culpa de la marejada (…) He oído a americanos adultos y boyantes preguntar en el mostrador de Atención al Pasajero si hay que mojarse para bucear, si el tiro al plato tiene lugar al aire libre, si la tripulación duerme a bordo y a qué hora es el Buffet de Medianoche. Ahora conozco la diferencia entre un Slippery Nipple y un Fuzzy Navel. Sé qué es un Coco Loco. En una semana, he sido objeto de mil quinientas sonrisas profesionales. Me he quemado y he mudado la piel dos veces. He tirado al plato en el mar. ¿Es esto suficiente? En aquellos momentos no parecía suficiente. He sentido todo el peso del cielo subtropical como si fuera una manta. He saltado una docena de veces al oír el ruido tremendo, parecido a una flatulencia de los dioses, de la sirena de un crucero. He asimilado los rudimentos del mah-jong (…), he aprendido a ponerme un chaleco salvavidas encima del esmoquing y he perdido al ajedrez con una niña de nueve años.»
Del 11 al 18 de marzo de 1995, «de forma voluntaria y retribuida«, como él mismo explica, David Foster Wallace embarcaba a bordo de un crucero de lujo con el objetivo de narrar su experiencia para un artículo de Harper´s. Con «Algo Supuestamente Divertido que Nunca Volveré a Hacer«, el escritor norteamericano dinamitaba toda posible concepción positiva que cualquier humano pudiera tener del concepto de «crucero de lujo». Wallace describe la experiencia como algo horrible, a bordo de un barco «tan limpio que parecía hervido«, con temperaturas «uterinas» y donde el sol «parecía establecido de antemano para su comodidad«. El escritor se enfrentaba a un viaje que le costó a la revista dos mil dólares y vivió una semana infernal que plasmó en uno de sus ensayos más desquiciantes y desesperados. Para cualquiera que haya leído este artículo, es difícil no mirar con recelo los enormes buques en los puertos y no reirse internamente de los que se embarcan en naves estratosféricas para bambolearse sobre el mar con el fin de pasar una experiencia orientada exclusivamente a la diversión inconsciente y mecánica que aliena a quien la experimenta de su vida y sus problemas. La reconciliación con el término «crucero», despojado desde entonces de todo su romanticismo y alegría intrínseca, parece imposible.
Parece pero no lo es. Porque desde Madrid (y tiene narices) vienen Tripulante y Crucero con su «El Sonido de los Mapas» (Grand Derby, 2012) viento en popa a toda vela para volver a dignificar la experiencia ensoñadora de perderse en el mar y navegar, y navegar.
Vaya por delante que el crucero de Javi Peña, (voz y guitarras), Ernesto Vena (guitarra), Nicolas Roussel (guitarra), Greg Gobel (bajo) y Miki Meixus (batería) no pesa toneladas, no tiene un montón de cubiertas, ni discoteca, ni piscina climatizada. No cuesta un dineral embarcarse en él y sus pretensiones están tan lejos de querer alienar al que lo escucha como lo está Madrid de las Bahamas. Vaya por delante también que, aunque parido con el frío mesetario y demasiado lejos de la playa como para sentir la humedad de la marea, es un crucero de flete internacional: su casco está hecho de acero canario (el que aporta Javi), francés (traído por Nicolás), estadounidense (importado por Greg), gallego (Miki) y de Guadalajara (Ernesto), una mezcla nativa que haría temblar de envidia a la tripulación entera de «The Love Boat«. Este crucero calatea en muchos puertos, suena a pop de los 80 (al español que hacían 21 Japonesas, Radio Futura y Ciudad Jardín -aunque despojado de la ironía combativa de éstos últimos-, y al foráneo que se escribe con grandes letras aunque suene a viejo –Aztec Camera, China Crisis, Prefab Sprout, The Stranglers-), suena bossa nova y a mojito caribeño. Su tripulación es un equipo perfectamente engrasado con una carta definida y precisa: surcar el mar del optimismo y de la música ufana y alegre sin más pretensiones que combatir el calor, la pereza y la desidia del cada día. ¿No compraríais vosotros un billete sabiendo esto?
Solo hace falta dejar que «Intro-Las Fores» bote el barco para decidir sin redención que estarías dispuesto a pasar con ellos no sólo semanas, sino meses a bordo de su nave. Si surgiera, atacar la saudade con los ritmos latinos y playeros de «Bahía Oba«, gozar con los ritmos tropicales y el calipso juguetón de «Arrecifes» y «Deje Usted Bailar«, relajarse con la calma chicha de «Tripulante y Crucero» y «Ondina Ipanema» (previamente editada en el EP «Doma Clásica» -Gran Derby, 2011-), y despedirse de la travesía con la alegría optimista de «Será el Desierto Mejor en Invierno«, con unos «Abrazos» («de esos que se dan con los brazos«) o con el dulcísimo ukelele de la amarga «Topógrafo«. Todo en este disco suena a vacaciones y a playa pero, ojo, aunque utilice la coartada de la alegría del navegar, aunque en su bandera refulja el sol del norte, es ingenuo pero no estúpido. La travesía es alegre pero calmada, con ese optimismo contenido cuyo rumbo solo los muy hábiles saben mantener sin que caiga en el sopor o el tedio. No hay marejadas ni tormentas, ni vaivenes ni mareos, «El Sonido de los Mapas» es una dulce travesía movida por un pop luminoso (digamos también, por qué no, por el pop «latino») que no tiene nada que envidiar a los referentes en los que se mira.
Si todavía no tienes ganas de ponerte el jersey a rayas y el gorro de lana y sin embargo pierdes las horas en la página de Halcón Viajes buscando la oferta que te salve el verano es que estás loco… Puedes querer apaciguar el estrés diario en un complejo de Punta Cana, pero se puede garantizar que escuchar este disco es más reconfortante que tomar siete capirinhas rodeado de monos. Más barato, más sano y más cercano. Que sí, que este es pop del que broncea pero no quema. Seguramente hasta a David Foster le haría gracia. No mucha, pero puede que una poca sí.
[Estela Cebrián]