El grosor de las cosas es un daño superfluo que puede ir encriptado en el proyecto o no. En el caso de Lower Dens, todo es dens-o y no tan low-er. La idea que Jana Hunter, troglodita del drama y la depresión sin fármacos, apostilló al hacerse cargo de la banda de Baltimore como todopoderosa imagen de este proyecto de rock grave y oscuro y abogó por una recolocación de la superficie en escala de grises. No impostó ni importó prácticamente ningún sonido de otras décadas y, a pesar de conectar con una superficie post-punkera que es tan molesta como alarmantemente psicótica, ha logrado facturar un más que digno (incluso mejor, aunque menos veloz y más sub-acuático) sucesor de «Twin-Hand Movement» (Gnomosong, 2010) en tiempo récord (menos de dos años) y redoblando la apuesta por ese caos marcial y cenital que es, desde ahora, el cyber pop de tintes grises, gravitatorios, ana-lógicos y violentamente bajos: «Nootropics» (Ribbon Music, 2012)… O la droga de diseño que le hubiera gustado probar a Ian Curtis antes de colgarse. A lo mejor se lo hubiera pensado dos veces, mira.
No me puedo imaginar a Jana Hunter follando. No porque tenga pinta de ser una frígida de los cojones, sea fea (no lo es: de hecho, puede tener un polvo si te van las nerds de biblioteca sureña) o no esté por la labor, sino porque decide enterrar su sensualidad a favor de un crecimiento exponencial de unas linealidades opacas, opiáceas, virginales, artys, poéticas, líricas, de una marginalidad, repito, densa. Y por allí pasea sílabas largas, recordando a los momentos más detallistas de Tara Jane O’Neil, Fee Reega, Nina Nastasia o Julie Doiron. Todo eso pasado por el filtro de la performance catártica: no tan cerca del nerviosismo crónico de desenterradora de tumbas de Zola Jesus ni con ese cosmopolitismo cromático de Hanne Hukkelberg, sino más bien con el perfil de banda de rock mutante, orquestal, de pastoreo mecánico, de crescendo alados, de organización de la materia de forma uniforme, gravitatoria, haciéndola girar sobre un eje que permite el manoseo del molde y no descuadra el acabado.
Y ahí es donde desaparece, en gran parte, el reflujo rítmico de su primera placa, bastante más rockera, más recurrente en delays y pedales de chorus y atmósferas repetidas por detrás y haciendo guiños a Beach Fossils, Wild Nothing y el twee y dreampop tanto de antes y de ahora (Captured Tracks, Moshi Moshi, Slumberland). En este álbum los movimientos van más por los tiros que canciones del pasado álbum como “Plastic & Powder” parecían implorar: zonas de conflicto, densísimas, dramáticas, teatrales, pero pasadas por un filtro melódico que no sólo se agradece, sino que dota de expresión al disco. Y se entienden esas apreciaciones de jazz rock espectral con toques de africanismo póstumo que comienzan a asolar en las críticas del disco (“Alphabet Song”), zonas de gaseado post-punk (pero lo que debería ser el post-punk; o sea, la evolución del punk: “Brains” y “Stem” o las partes 1 y 2 de lo que podría haber sido un EP conceptual rítmico), guiños a la electrónica de Brian Eno pero con un impostado vertical que resuena a las canciones de Madonna aptas para feladores natos (“Propagation”), reflujos krautrock (“Lamb”) o del más reciente Mark Lanegan (“Candy”), zonas de futurismo bélico con introducciones y bases circulares que simulan ser los Yeah Yeah Yeahs menos rabiosos y más bandasoneros (“Lion in Winter”), himnos para fábricas abandonadas (“Nova Anthem”) o alardes apocalípticos con avisos a una Tercera Guerra Mundial en carre(te)ra (“In the End is the Beginning”). Musho’ Beti’, ‘quillo.
[Alan Queipo]