El amor ya no es lo que era. Sus definiciones, aplicadas a las relaciones sentimentales, a las conexiones sensitivas establecidas en pareja, se encuentran en un peligroso proceso de devaluación. A la vez, el romanticismo está languideciendo a la misma velocidad que se degradan (y mueren) los ideales afectivos. ¿Las causas? Desde la frivolidad de los valores imperantes hoy en día hasta los efectos devastadores de la actual crisis económica en las conciencias. Entre medias, piensen en cualquier otra razón con semejante carga dañina… Encajará. Extrapolando este decorado anímico grisáceo y desolador al ámbito musical, existen varios ejemplos destacados de artistas (antes relativamente optimistas sobre los asuntos del corazón) que fueron escupiendo en él su rabia al observar tal derrumbe emocional tanto en su interior como a su alrededor: Lykke Li, La Sera o Anni B Sweet (que sean todas ellas chicas es sólo mera coincidencia; los hombres también sufrimos…) protagonizaron en sus recientes trabajos diversos actos de desahogo contra la amargura amorosa, reflejos diáfanos y transparentes de un cambio de actitud necesario para protegerse de esa invisible adversidad. Sin embargo, el epítome del desengaño radical vino de la mano de The Drums (otrora adalides de la euforia más refulgente), cuyo mensaje en “Portamento” (Moshi Moshi, 2011) sugería lo duro que resulta amar (y ser amado o amada) en tiempos revueltos. Aquel bofetón de realidad (no se olviden del estribillo hiperrealista de “Money”: “Te quiero comprar algo, pero no tengo suficiente dinero”) fue antológico.
A pesar de todo, quedaba un resquicio para la esperanza, que debería aparecer personificada en alguien que se mantuviese firme en sus convicciones morales, románticas y pasionales. De todas las figuras susceptibles de salir elegidas, sólo una podría solventar dignamente la papeleta: Bethany Cosentino. Al frente de Best Coast facturó el DISCO, la obra que capturó a la perfección los diferentes estados del amor sin edad ni condición, inocente, humilde y esplendoroso: “Crazy For You” (Mexican Summer, 2010), su debut, obligaba a abrirse en canal (como hizo un servidor) y entregar el corazón y la confianza (siempre que se dispusiese de la oportunidad para ello) a quien se lo mereciese de verdad. Directamente, sin remilgos, aunque la incertidumbre y el miedo estuviesen presentes de fondo. Pero he aquí que el diario íntimo, personal y radiante de la californiana que representaba dicho álbum tenía varias hojas en blanco preparadas para ser cubiertas con las correspondientes reflexiones futuras de su autora. “The Only Place” (Mexican Summer / Music as Usual, 2012), su esperado segundo álbum, las recoge íntegramente, aunque la gran duda reside en saber de qué modo y, sobre todo, con qué palabras se completa ese contenido.
Sobre lo primero, no hay sorpresas: Betts sigue sumergida en los estilos característicos de su costa norteamericana favorita, la Oeste (por encima de todos ellos, el surf-pop-rock playero), y de los girl-groups sesenteros, aunque para la ocasión añade apuntes tomados del country(pop), hacia el cual la angelina nunca ocultó su admiración. Sobre lo segundo, aparecen las variaciones más evidentes e importantes: su lírica conserva su halo jovial, candoroso y relativamente ingenuo, pero igualmente transmite un desencanto por momentos irreversible, circunstancia que no se vislumbraba en “Crazy For You”, donde por cada sentencia negativa surgía una agradable y rápida respuesta que la compensaba y resolvía. A lo largo de esa metamorfosis, el sonido de Best Coast se ha ido compactando, agrandando y potenciando en detrimento de su inicial pátina lo-fi (gracias a la labor en la producción de Jon Brion), lo que resta, en teoría, frescura e inmediatez al aspecto externo de “The Only Place”. Mientras, en su apariencia interna, se desarrolla (fielmente) la recurrente alegoría del disco de madurez, una mutación lógica dado que su predecesor partía de confesiones cuasi adolescentes para expandirse hacia diversos puntos de fuga. En cambio, ahora Cosentino certifica que, a pesar de contar con sólo 25 años, introdujo ambos pies en la edad adulta, con sus consiguientes serios pensamientos (no tan espontáneos, más meditados).
En este LP, Betts se olvida de su flequillo perfecto, de las referencias a su gato Snacks (parece que lo cambió por el anónimo oso amoroso que preside la portada), de las esperas a recibir una señal, de las conversaciones por teléfono cerradas con un interminable ‘cuelga tú-cuelgo yo’ y de retorcer el significado del amor hasta darle mil vueltas para purgar otro tipo de penas y pesares. Sigue, eso sí, preocupada por lo que siente su corazón hacia la otra persona (se supone que Nathan Williams, el chaval de Wavves…) pero, consecuentemente, transmite a los cuatro vientos que se topó con otras cuitas, como la de encontrar su sitio, su lugar, su zona de seguridad en la que sentirse refugiada, que no podía ser otra que California: “The Only Place” es una oda en toda regla a su tierra de origen, a su espacio único, natural e irrepetible en el resto del planeta. Con todo, dentro de sus límites es donde se cruza con su miedo al paso del tiempo y al enfrentamiento con el futuro, aunque declare que, realmente, no le importa (“Why I Cry”); donde sus sueños no se cumplen plenamente y surge cierto vacío vital (“Dreaming My Life Away”); donde no es fácil asimilar los efectos (positivos y negativos) del éxito, tal como le había indicado su propia madre (“My Life”); donde la reafirmación individual depende, de nuevo, de la sabios consejos matriarcales (“How They Want Me To Be” adquiere maneras de baladón clásico lacrimógeno dirigido por voz femenina, vía estética nada frecuentada por Cosentino anteriormente pero de la que se vale en varios pasajes del disco); y donde se reprocha a sí misma errores que cometió en el pasado (“Better Girl”). El corte que condensa todo este torrente de confesiones, el agitado “Let’s Go Home”, añade además el anhelo de un imposible retorno a la infancia.
Queda más que demostrado que nuestra adorada Betts salió de la burbuja, paladeó los sinsabores de la vida que no tienen que ver estrictamente con el amor. Por cierto, ¿y dónde se quedó este? Como dijimos al principio, la deriva de nuestra era está provocando que este tema se diluya y se desdibuje a pasos agigantados, circunstancia que la californiana deja entrever en su relato privado. Pero, aunque no alcanzan el nivel paroxista de “Crazy For You”, las cuestiones del cariño y del querer tienen un hueco reservado en “The Only Place” para ser descritos desde sus diversas perspectivas: desilusión absoluta (“Last Year”); deseos de volver a amar (“Do You Love Like You Used To”); y enamoramiento prolongado (“No One Like You”). Para el final queda la joya de la corona. Si en el estreno de Best Coast, “Boyfriend” se llevaba la palma por su melodía nostálgica y su memorable (e intercambiable) letra, aquí el testigo lo recoge “Up All Night” (desvelada ya hace dos años pero con su espíritu embelesador intacto), diametralmente opuesta en cuanto a forma (pausada, taciturna) pero similar en fondo, de idéntica franqueza, fuerza e identificación: “I don’t know what day it is, cause I’ve been up all night; I don’t know what week it is, cause I’ve been up all night. I want to see you, forever and ever…” Se puede decir más alto, pero no más claro.
Bethany Cosentino nos recuerda con esta sencilla síntesis del amor verdadero que la supervivencia de los sentimientos más honestos e inmaculados parece factible, a pesar de los estorbos que interpone en su devenir la crueldad de nuestro mundo. Es probable que, justamente por ello, se afirme que el amor es como un reloj de arena: mientras se llena el corazón, el cerebro se vacía… Sin esa venda en los ojos, sin ese escudo, para amar (y ser amado o amada) no quedaría más remedio que presentar tarjeta sanitaria, extracto de cuenta corriente y declaración a Hacienda. Así, no. Rotundamente no.
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