La distancia física que separa Glasgow de Detroit se cuantifica en, aproximadamente, 5615 kilómetros. Si se trazara otra línea paralela entre ambas ciudades para unir sus territorios musicales, ese trecho se acortaría mucho más de lo que se podría creer… En apariencia, poco tiene que ver la automovilística cuna del imperio Motown y de una parte representativa del garage-punk-rock norteamericano (MC5 o Iggy & The Stooges) con el húmedo enclave escocés del que salieron grandes baluartes del indie-pop (de Orange Juice a Belle & Sebastian), del indie-rock (The Jesus And Mary Chain), de la new-wave de los 80 (Simple Minds) y del siglo XXI (Franz Ferdinand) o del rock adulto (Mark Knopfler). Pero, saltando de estilo en estilo, cuando aparece en el camino la música electrónica de baile, se establece una estrecha (y muy peculiar) relación entre un punto y otro.
En el tránsito de la década de los 80 a la de los 90, momento en que la cultura rave alcanzaba su cota de mayor impacto entre la juventud de Gran Bretaña, los suburbios de Londres y Manchester (inmersa, a la vez, en plena locura madchesteriana) se mostraban como los principales centros neurálgicos de aquel movimiento que se servía de la electrónica para que las conciencias se agitasen y se sublevasen contra la cruda realidad de la época a través del baile desenfrenado y de la experimentación con diferentes drogas (de diseño). Poco después, Glasgow se convertiría en el tercer vértice del triángulo de la rebelión ácida. Sin embargo, a medida que se desarrollaba dicha revolución en el underground británico, se constataba que su duración sería efímera, dado que su discurso se basaba en el lema “aquí y ahora, y qué más da lo que suceda mañana…” Al otro lado del Atlántico, sobre todo en Nueva York, Chicago y, claro, Detroit, la insurrección dance ya se había iniciado más de un lustro antes, margen suficiente para que sus impulsores supieran que, para prolongarla con éxito en el tiempo, debían dotarla de un ideario y de un espacio perdurables. Así, frente a los open fields del Reino Unido, en Norteamérica se había instaurado una sólida cadena de clubs que acabaron por transformarse en núcleos de esparcimiento nocturno y de probaturas sonoras. En su interior, el house, el techno y sus derivados crecían a pasos agigantados.
Stuart McMillan y Orde Meikle, productores y djs residentes en Glasgow, observaban con cierta envidia lo que se cocía en el subsuelo electrónico de los Estados Unidos. Componentes del dúo Slam, pretendían que sus propias piezas de tech-house planchadas en vinilo retumbasen a lo largo y ancho de la escena dance de su ciudad, su país y más allá, a ser posible… Y lo fue. Pero para lograrlo necesitaban una plataforma de lanzamiento eficaz. Con ese propósito nació Soma Records en agosto de 1991, al unir sus fuerzas los mismos McMillan y Meikle con sus amigos y colegas de gremio Richard Brown, Dave Clarke, Glenn Gibbons y Jim Mountune. El colectivo guardaba en su mente grandes intenciones, aunque disponía de medios humildes, que tenía que exprimir para costear todo el proceso de distribución de las primeras referencias de Slam. La frontera entre la subsistencia del sello y su bancarrota era demasiado fina: si los maxis prensados no se vendían en la cantidad y velocidad apropiadas, Soma no sobreviviría. O dicho de otro modo: si Slam (y sus diferentes alias artísticos) no triunfaban, Soma se iba a pique.
El éxito del 12’’ de debut de Slam, “Eterna” (Soma, 1991), permitió que el comienzo de la historia de la discográfica escocesa fuese feliz. En ese instante, se empezó a construir el puente que, posteriormente, comunicaría con facilidad Glasgow con Detroit. El contacto con los tótems del techno y del house (Jeff Mills, Juan Atkins, Derrick May o Kevin Saunderson) de la ciudad de la General Motors propició que la red norteamericana de Soma se fuera ampliando hacia otro lugar fundamental: Chicago, donde Derrick Carter, Frankie Knuckles, Kerri Chandler o Marshall Jefferson marcaban el ritmo. Las enseñanzas e influencias de unos y otros funcionaron como base fundacional de Soma, lo que le permitió posicionarse con ventaja dentro de la expansión del mapa electrónico europeo durante los 90, justo cuando la vecina Warp iniciaba la intelectualización de sus principios musicales y cinco segundos antes de que la casa alemana Tresor allanase el terreno para la irrupción de sus compatriotas Basic Channel y, más adelante, Kompakt.
A lo largo de esa década, considerada la edad de oro de la electrónica en todas sus expresiones, la competencia era feroz entre las disqueras mentadas, aunque Soma poseía un as guardado bajo la manga. Una vez asimilados los provechosos viajes de Slam y de otros de sus miembros artísticos (Silicone Soul, Funk D’Void o Ewan Pearson) a Estados Unidos y rentabilizadas las contrataciones realizadas allí (como Felix Da Housecat, reconvertido en Sharkimaxx), había llegado la hora de extender sus tentáculos a la Europa continental para que su olfato caza-talentos hallase la next big thing electrónica. En uno de esos actos en los que confluyen los caprichos del destino, dos chicos parisinos llamados Guy-Manuel de Homem-Christo y Thomas Bangalter se toparon con la puerta de entrada a Soma, la cual no dudaron en cruzar: bajo el nombre de Daft Punk, entregaron a la firma escocesa su primera demo, “The New Wave” (rebautizada luego en su mezcla definitiva como “Alive” -Soma, 1994-), y los singles “Da Funk” (Soma, 1995) e “Indo Silver Club” (Soma, 1995). No obstante, la potente Virgin sería la que editase finalmente el legendario debut de los franceses, “Homework” (Virgin, 1997), el cual, por deferencia de sus autores, lucía en su carátula el logo de Soma dada su condición de descubridora e impulsora real de Daft Punk.
Con una buena cantidad de reconocimiento y prestigio sobre sus espaldas, los padres de Soma se disponían a dar otro salto cualitativo en la celebración de su décimo aniversario, en 2001. El trato que en su seno se daba al house en todas sus vertientes (tech, deep, eletro, acid…), al techno (tribal, espacial…), a la disco music e, incluso, al trip-hop, le otorgaba a la discográfica un aura de marca infalible en cada una de sus publicaciones. A ello se sumaba una política de actuación consecuente con sus ideas teóricas, que se resumían en una consigna que cumplían a rajatabla: “Música ecléctica con los ojos puestos en la evolución y en el futuro”. Una música cuyas vibraciones se comenzarían a sentir con fuerza tanto en los clubs británicos de mayor relumbrón (caso del templo londinense Fabric) como en las metrópolis que apostaban por la vanguardia sonora sintética (en aquella época, por encima del resto, San Francisco). De este modo, Soma reafirmaba su condición de expansiva factoría de material contemporáneo y renovador pero con un aspecto imperecedero y atemporal.
Durante los fastos de su vigésimo cumpleaños, en el verano de 2011, el balance de la actividad global de la firma ratificaba que McMillan, Meikle y compañía habían logrado con creces construir un catálogo musical suficientemente sólido y cuidado como para soportar el paso de las modas y las tendencias (más radicales y veloces si cabe dentro del mundo de la electrónica de baile), pero, a la vez, arraigado a sus orígenes: aquellos en los que la cultura de club y la militancia dance se vivían día a día y noche a noche (para captar la esencia de ello basta con revisar el triple disco de conmemoración “Soma Records 20 Years” -Soma 2011-). Actualmente, Soma intenta conseguir, más de veinte años después de su nacimiento, que ese sentimiento primigenio no decaiga ni desaparezca a través del impacto de fichajes como el del español Alex Under (con su LP de estreno bajo el brazo: “La Máquina de Bolas” -Soma, 2012-), productores consolidados como Mark Henning o Vector Lovers y clásicos de la talla de Deepchord o los propios Slam. Gracias a su brillante trabajo, perduran la emoción y el riesgo de los duros a la par que excitantes comienzos de una historia (la de la casa escocesa y la de la electrónica de baile británica y europea) a la que le quedan todavía muchas páginas doradas por escribir.
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ARTISTA A SEGUIR. Slam. Con sólo mencionar los nombres de Stuart McMillan y Orde Meikle sería suficiente, ya que fueron los iniciadores del mito y los instigadores del significado y la repercusión de Soma. Sin esa pareja, el sello escocés no existiría. Pero este enorme mérito no se explicaría sin los logros obtenidos dentro de una trayectoria ascendente como dúo de productores que se cimentó con un álbum fundamental dentro de la música de baile de los 90, “Headstates” (Soma, 1996), y se disparó hacia el infinito cuando vio la luz su sucesor, “Alien Radio” (Soma, 2001). Ambos discos (sobre todo el segundo, que incluía la revisión de uno de sus temas más emblemáticos: “Positive Education”) se transformaron inmediatamente en pilares básicos del género tech-house gracias a un contenido vitaminado y robusto que, aún hoy, se mantiene tan fresco como el primer día. Tras ellos, facturarían múltiples LPs y maxis, aunque su faceta más conocida fue (y es) aquella relacionada con su afán experimental como remezcladores (capaces de transitar de la melancolía a la audacia y la viveza de la electrónica con suma facilidad) y con su pericia tras los platos (su actividad como djs los llevó a todos los rincones del planeta). Máximo respeto hacia McMillan y Meikle. O lo que es lo mismo: hacia Slam.