Antes de que desencasquilles la metralleta vamos a ponernos en situación y creemos un quorum habitable: lo hortera mola. Tanto el horterismo ético como el estético de la escena musical más popular y populista acabarán con nosotros pero, mientras tanto, no nos sonrojaremos al ponernos leggings color carne encima de los pantalones, utilizar maquillaje digno de tribus masái o cantar bonitas melodías que ni lo son ni entendemos, pero que nos tienen moviendo el culo como si de un par de negras zumbonas embebidas en nuestro recto se tratase. Eso que nos queda, oye. Y, por encima, logran convencer al vulgo indie de que el vulgo popular más plástico y poligonero tienen conexiones inherentes: es un ejercicio harto complicado. Muchos diréis que Lady Gaga, los hits de Katy Perry, los hitos vocales de Beyoncé, la reinserción de culto de una Madonna al borde del colapso competitivo o los labios sensuales de una Rihanna en sus mejores momentos maquineros han sido las culpables, pero yo prefiero pensar que Nicki Minaj, una de las últimas negratas de la Centroamérica menos limitada, más mestiza e híper-gestual, ha llegado para aportar estupefacción y estupefacientes en dosis breves a las zonas más plásticas, urbanas y robóticas de nuestro pop mainstream más global.
Con algo de retraso, pero en un envasado tan dulzón como empachable, Nicki Minaj crea alternativas razonables a su “Pink Friday” (Cash Money, 2010) de debut y arremete en un formato de evolución temático y épico dentro de la canción pop chicle de usar y tirar con una descarga que sabe a recarga y alarde de triunfos en “Pink Friday… Roman Reloaded” (Cash Money, 2012), algo así como la segunda parte de su homólogo debut y algo así como un compilado abrasivo, explícito y casi sin descanso por un formato de canción que, sí, suena repetitiva pero también excelsa cuando se pone chunga. Se rodea del grueso de artistas y productores de R&B (Nas, Drake), urban pop (Chris Brown), dance de radiofórmula (David Guetta), pop callejero de arrabales guettistas (Lil’ Wayne) y extravagantes de la cofradía de la producción más troglodita, adolescente y descartable de la evolución renovadora del nuevo dirty pop más breve (Young Cheezy, Cam’Ron) y traza un viaje de ida excesivo (¡veintidós canciones!) que, por momentos, se torna sin salida y casi un bucle que repite forma, fórmula, método, melodía y guiños a la actualidad.
Hay dos maneras de escucharlo: en conjunto o por unidades. Si valoramos la producción de las piezas a título individual, si bien hay conexiones inherentes a la filosofía y sonido del redondo, las variaciones entre tribales y comerciales comulgan a la perfección con las expectativas de públicos más livianos y exigentes; pero si la escucha es colectiva, no sólo estamos hablando de un disco que hace perder las perspectivas, sino que también se puede antojar coñazo, lineal y en el que sólo estamos esperando la llegada de los hits (que son muchos y muy buenos, eso sí). Probablemente lo más vehemente y menos demente hubiera sido resumir este segundo trabajo en sus hits más potentes (“Starships”, “Stupid Hoe”, “Turn Me On”, “Pound the Alarm” o “Va Va Voom”) y sus ejercicios más futuristas, subversivos, violentos (la impresionante “Roman Reloaded” -algo así como la segunda parte del “Born Free” de M.I.A.-; la máquina clubber y casi hard-techno de “Beautiful Sinner”; la persecuta nerviosa y parodia del pop comercial de “Come On a Cone”; la tribu urbana desde el guetto y el texto de “I’m your Leader”; esa conexión tan soul, rhythm’b’lusera, afónica y casi baleárica de “Champion” o la máquina nerviosa, auto-tunera, desacomplejada y fuckingera “HOV Lane”) y hubiera prescindido de canciones que no aportan nada y hasta recuerdan a las partes más chungas de las horas bajas de divas en decadencia como Britney Spears, Geri Halliwell o Sugababes: “Right By My Side”, “Fire Burns” o “Automatic” no es que sean bazofia, pero decrecen un disco que, de haberse centrado en sus puntos más fuertes (que, como mínimo, son entre doce y quince) se podría estar hablando de último tratado conector entre el pop mainstream más petardo y las alternativas raciales más post-tribales, fiesteras y aptas para pista de baile, festival de masas, radiofórmula o portada del NME. Casi nuevo clásico por apelar al pecado de la abundancia.
[Alan Queipo]