Cuando alguien ha realizado films de importancia crucial para la historia del cine como «Hiroshima Mon Amour» (1959) o «El Año Pasado en Marienbad» (1963), se hace difícil ponderar cada nuevo paso que da. El caso de Alain Resnais es significativo a este respecto ya que, pese a que nadie duda de la valía de cintas como «Smoking / No Smoking» (1993), «On Connaît La Chanson» (1997), «Pas Sur La Bouche» (2003) y «Asuntos Privados en Lugares Públicos» (2006), parece que la sensación generalizada es que el riesgo en su obra se ha visto rebajado varios enteros desde que el autor explora los pliegues del teatro y el musical más clásicos. Nadie va a poner en tela de juicio que estas cuatro últimas películas ponen la cámara, evidentemente, ante un cine de representación de corte más que tradicional, que bien puede remitir tanto a lo explorado por el vodevil francés de folletín o por el musical de colores vívidos (tan Demi). Pero cualquier espectador demostará unas miras bien cortas si pasa por alto que la evolución de todo artista se reduce, al fin y al cabo, a buscar nuevos medios para un imaginario propio. Y que, al fin y al cabo, las películas firmadas por Resnais en las últimas dos décadas no son más que una apología sublime a las máscaras teatrales griegas, aquella que ríe y aquella que llora, como subterfugio tras el que esconder las mismas y corrosivas intenciones de sus inicios. Para muestra, «Las Malas Hierbas» (que se acaba de estrenar en nuestro país por mucho que date de 2009).
Y es que «Las Malas Hierbas» bien podría ser el film de transición que dé carpetazo a su etapa anterior y, conservando la intención -evidentemente-, empiece a mostrar orgullosamente todo un conjunto de fisuras y grietas por las que se filtre la inquieta intelectualidad surrealista de Resnais. Tras un prólogo inquietante (la cámara se introduce en la puerta oscura de una torre en medio del campo como quien inicia un viaje hacia la oscuridad de la duermevela y, a continuación, los títulos de créditos van apareciendo sobre una grieta en el asfalto donde crecen numerosas malas hierbas), toda la primera parte del film puede percibirse como una comedia romántica clasicorra que bascula entre el homenaje a la historia del medio (los mencionados colores; la fascinación por la mujer aviadora que remite directamente a los felices años 20; y, sobre todo, ese amor por el cine clásico tan Nouvelle Vague encarnado en el apellido Muir -¿»El Fantasma y La Señora Muir«?- de la protagonista femenina y en el atrezzo del cine en el que exhiben «Los Amantes de Toko-Ri» -1954- de Mark Robson) y el uso inteligente de las constantes de los ultimísimos practicantes del género (esa metonímia tan identificable con el cine indie de finales de los 90 en la que ciertos rasgos entrañables eran la parte que significaba un todo para los personajes de films como los de Wes Anderson o Isabel Coixet; pero también la liviandad ingrávida con la que acercar la cámara a un conjunto de freaks adorables tan propia del Jean Pierre-Jeunet más popular). Hasta aquí, «Las Malas Hierbas» podría ser una continuación de las constantes de «Asuntos Privados en Lugares Públicos«…
Pero la revolución llega hacia la segunda mitad del film. De pronto, el espectador se encuentra desamparado porque nada es lo que pensaba: la supuesta simbología metonímica de los personajes (la obsesión inicial de Georges Palet -inmenso André Dussolier– por los relojes o el bolso volador de Marguerite Muir –Sabine Azéma– como metáfora de su afición por los aviones) no conduce a ningún sitio en particular, al igual que la bellísima utilización de los colores no parece responder a ningún tipo de simbología más allá del puro placer (por placer) estético. Algo que, por cierto, hace unos meses ya hiciera Aki Kaurismäki en «Le Havre«. De esta forma, a la vez que vamos perdiendo la esperanza de tener unos asideros clásicos a los que aferrarnos, el argumento también parece ir disolviéndose como un líquido sobre otro líquido en un centrifugado a cámara lenta. Si al principio «Las Malas Hierbas» da señales de querer capturar la inquietante semblanza entre amor y obsesión partiendo de la insana actitud de Palet hacia Muir, en el momento en el que Marguerite empieza a corresponder a Georges todo se va de madre: ambos empiezan un tira y afloja en el que el resto de personajes actúan de forma ajena a toda coherencia naturalista (¿La esposa que se toma el affaire entre su marido y la aviadora como lo más normal del mundo? ¿La amiga dentista de la protagonista que acaba flirteando con Palet?)… Desembocando todo en una evocadora escena final en la que, tras un momento fatal que debería ser un abrupto y sorprendente final, la cámara vuela libre como el avión de Marguerite sobre prados hasta llegar a la habitación de una niña que pregunta: «¿Cuando sea un gato, podré comer chocolate?»
Pura libertad estilística, formal y argumental en la que Resnais certifica lo que ya sabíamos: por las grietas del modelo clásico que ya hemos intuído a lo largo de todo el film, finalmente se cuela una mala hierba totalmente ajena al relato que hemos seguido durante hora y media. Y así, de forma sorprendentemente osada y sin ataduras, «Las Malas Hierbas» se cierra como una exploración de los límites del relato clásico, de sus constantes y sus vicios y, sobre todo, de sus posibilidades como asfalto viejo dispuesto a resquebrajarse para que crezcan nuevas hierbas (buenas o malas) de interpretación abierta y bella.