Que nadie se deje engañar por las apariencias: Harlem no provienen del barrio de Manhattan (a pesar de su nombre) ni de la costa californiana (a pesar de su sonido); y “Hippies” (Matador / PopStock!, 2010) no es su álbum de debut, aunque muchos lo pensasen por no tener referencias pasadas del grupo y por el revuelo levantado en la blogosfera indie desde incluso antes de su publicación. En realidad, Curtis O’Mara y Michael Croomers son originarios de Tucson (Arizona), donde vivieron desde su nacimiento, se hicieron amigos de jóvenes y se enrolaron en diversas y variopintas bandas de garage-rock y punk hasta que tomaron rumbo hacia la gran ciudad por separado. Los designios del destino los volvió a juntar en Nashville, para luego establecerse definitivamente en Austin (Texas). Un largo viaje por lugares repletos de auténtica mitología musical tras el cual parieron su primera obra conocida bajo la marca Harlem, “Free Drugs” (Female Fantasy, 2009): un disco de estreno que no se salía de los cánones que habían seguido ambos con sus proyectos juveniles pero que provocó que llamase la atención de un sello histórico como Matador. Y ya se sabe, basta con tener un buen respaldo detrás para que una banda salte del anonimato a la palestra mediática por arte de magia, algo que Curtis y Michael consiguieron en poco más de un año.
Con lo que no contaban (aunque seguro que no le dieron demasiadas vueltas al asunto, tienen pinta de ello) era con que en ese tramo de tiempo les surgirían competidores que rápidamente les tomarían la delantera. Porque lo primero que viene a la cabeza tras escuchar los primeros compases de “Hippies” es que podrían pasar por una versión más desaliñada y sin las vestiduras de modernillos de The Drums, o por unos Girls más ruidosos y menos blandengues. Lo que sí comparten con unos y otros es su habilidad para montarse en tablas de surf imaginarias y recuperar con sus guitarras los sonidos de los sesenta más soleados y las melodías de, claro está, The Beach Boys. Sin embargo, el empeño de este par de tejanos de adopción no es imitar al pie de la letra a sus antepasados más lejanos o a sus coetáneos, sobre todo si se atiende a sus gustos personales: algún que otro ídolo punk salido de las alcantarillas de su Tucson natal y Nirvana. Y si seguimos esta última línea que nos lleva a los 90, hasta se podrían establecer ciertos paralelismos con el lo-fi y el noise practicado durante buena parte de esa década. Una vez más, me temo que Harlem se pasan todas esas supuestas influencias por el forro.
“Hippies” arranca con la quinta puesta, a todo trapo, y así se mantiene (bueno, alguna marcha reduce por el camino) hasta que llega el stop en el ¿decimosexto? corte. Exacto, dieciséis temas en cuarenta minutos, cumpliendo a rajatabla la máxima del rock que afirma que si las canciones no sobrepasan los tres minutos, mejor que mejor. Toda una declaración de principios e intenciones que Curtis y Michael parecen ejecutar en su garaje, con el portalón abierto, de cara a la calle, para molestar a sus vecinos o para que cualquier transeúnte curioso se pare a verlos y escucharlos. Esto da una idea de cómo hay que zambullirse en este álbum: reproduciéndolo de un tirón y con el volumen bien alto (el lugar donde se haga no importa).
A todo esto, ¿saben los queridos lectores de FPM? Esta vez no voy a mencionar el nombre de ninguna de las canciones de este LP. Todas son igual de disfrutables, aunque se corre el riesgo de que lleguen a empachar por el gran parecido entre ellas (tono vocal, ritmo, giros guitarreros, etc.). Pero aquí no nos vamos a poner sibaritas: que cada uno engulla “Hippies” como le apetezca… y si, al acabar, suelta un buen eructo, que aproveche.