“Miren tus ojos hacia adelante. Y fíjese tu mirada en lo que está frente a ti, en el sendero de tus pies. Así todos los caminos serán establecidos”. Granada, lugar en el que confluyen la riqueza de una vasta historia y el poder de una magia telúrica; encrucijada en la que aún se escuchan los leves susurros de las rimas cantadas por sus ancestros y se materializan las leyendas que la engrandecieron como ciudad divina; tierra de la mala follá donde el brillo de la luna se hizo verso para atravesar almas apesadumbradas durante la noche y la luz del sol se transmutó en calmante de tristezas de espíritu durante el día… Sólo allí, en el antiguo Reino Nazarí, el arte se podía convertir en una revolución silenciosa pero imparable y el flamenco en un arma enérgica, expansiva y vanguardista. Enrique Morente, el granaíno impenitente por antonomasia, lo entendía así: sus raíces musicales no debían anquilosarse bajo el yugo del conservadurismo ni ensimismarse ante la opulencia de una tradición a veces mal comprendida. Para él, el genio se encontraba en el glorioso pasado y el recio presente, pero había que impulsarlo hacia el futuro en pos de su evolución y, en último término, de su supervivencia entre las nuevas generaciones.
“Una cosa hago: olvidar lo que queda atrás, extenderme hacia lo que está por venir. Prosigo hacia la meta”. Morente no sólo no renegaba de la herencia sonora y cultural recibida, sino que, además, la llevaba a otro nivel de percepción, interpretación y asimilación. Para unos, personificaba el riesgo, el atrevimiento necesario para que el cante y el flamenco se renovasen sin perder su esencia; para otros, los puristas, representaba la infidelidad a las convenciones establecidas e inquebrantables… hasta que se rompieron definitivamente cuando Morente concretó una vieja idea: adaptar a los palos tradicionales varias piezas de Leonard Cohen. Loco, le llamaron. Mientras tanto, en el mismo tiempo y espacio, sus vecinos Lagartija Nick también buscaban romper los esquemas a su manera: musicar parte del poemario de Federico García Lorca según los cánones estéticos de su rock abrasivo de alto voltaje sin perder un ápice de respeto hacia el autor de “Romancero Gitano” (1928).
El destino y la obstinación hicieron el resto y permitieron que los deseos del cantaor y los del grupo liderado por Antonio Arias (secundado en la retaguardia por Eric Jiménez, también -aún puntualmente- en Los Planetas) se compactasen en uno solo: “Omega” (El Europeo / Discos Probéticos, 1996), obra cumbre de la fusión (cuando su significado todavía no se había desvirtuado) y la simbiosis entre el sonido popular andaluz y el rock (sin acudir a planteamientos pretéritos), de la colisión de estilos y mentalidades, de la concurrencia de varias personalidades en apariencia (sólo en apariencia) alejadas y antagónicas (Morente frente a Lagartija Nick; Lorca junto a Cohen). En la gestación de ese disco no se escatimaron esfuerzos ni se ahorraron miedos a la hora de insertar los palos de toda la vida (bulerías, soleás…) en estructuras volcánicas construidas mediante feedbacks eléctricos, distorsión y lisergia cósmica, deconstruir los textos originales sobre los que se basaban, introducir samples de figuras emblemáticas del género (La Niña de los Peines o Manolo Caracol) y, en definitiva, contravenir las leyes instauradas por los ritos atávicos. En “Omega”, Morente eleva su voz al cielo hasta rozar sus propios límites dramáticos, y Lagartija Nick cultivan campos ardientes (dejando el protagonismo, cuando es requerido, a las guitarras clásicas de Vicente Amigo o Tomatito) para que las letanías del maestro crezcan en un escenario trágico, emotivo y único. Porque “Omega” es irrepetible por su especificidad, su aura intransferible, su concepción titánica y su publicación milagrosa; y es, por su afán transgresor, una bellísima anomalía dentro de la historia (sin distinción de etiquetas) de la música española. No obstante, a pesar del mito iniciado, de su significación y del estupor generado, hasta que transcurrió una década no se tornó en una grabación de seguimiento masivo ni se palpó su verdadera influencia. En ese momento, un peculiar viajero planetario se encontraba inmerso en la consecución de su propia epifanía granadina.
“No temas, porque yo estoy contigo; no desmayes, porque siempre te ayudaré, siempre te sustentaré con la diestra de mi arte”. Juan Rodríguez (J) buscaba una salida ante el peligro de que él y su banda, Los Planetas, se quedasen atrapados en un desierto creativo. Necesitaban cambiar el rumbo tras el resbalón que había sufrido su infravalorado sexto disco, “Contra la Ley de la Gravedad” (RCA / Sony BMG, 2004), y J intuía por dónde tirar. Dicen que es mejor quedarse con aquella parte de la realidad, auténtica a la par que imaginada, convertida en fábula que con su verdadero relato completo. Si la memoria funciona así, preferirá recordar que a J (tal como contaría posteriormente Eric Jiménez, ya miembro oficial del grupo granadino) se le había aparecido en un sueño Enrique Morente y le había marcado el camino a seguir antes que centrarse en los hechos reales: que el guitarrista y cantante había recobrado la pasión por el legado musical de su tierra gracias a sus escarceos con Grupo de Expertos Solynieve (combo paralelo en el que la mezcla de Kiko Veneno y Camarón con el pop-rock sureño estadounidense no era imposible) y a los ánimos que Morente, en persona, le había dado para que introdujera el característico estilo planetero en la solera musical que le rodeaba. Se lo sugería un hombre que, varios meses antes, había ejecutado otro salto sin red hacia la inmortalidad revolucionaria al haber unido fuerzas sobre las tablas con los neoyorquinos Sonic Youth…
El arranque de ese arrebato catártico neotradicionalista se consumó con la canción “Alegrías del Incendio”, primera piedra colocada para erigir el álbum más sorprendente y rompedor de Los Planetas: “La Leyenda del Espacio” (RCA / Sony BMG, 2007), sucesor inmaterial del fundamental “La Leyenda del Tiempo” (PolyGram, 1979) de Camarón. En aquella composición se vislumbraba el acercamiento de los granadinos a los temas folclóricos de Andalucía sin abandonar la visión del pop y del rock que los había encumbrado a la cima del paisaje alternativo nacional: tientos, verdiales, fandangos o cantiñas casaban a la perfección con su mensaje habitual y sus formas acostumbradas (guitarras eléctricas transparentes, noise, reverberación…) Así, a través de partituras populares y de cosecha propia, Los Planetas moldeaban una nueva figura, la psicodelia jonda (sublimada en “Tendrá que Haber un Camino”, corte final del LP en la que interviene el mismo Enrique Morente) y, de paso, se postulaban como abanderados de lo que se dio en llamar ‘alegato meridional’, aquella modesta pero impactante insurrección regeneradora procedente del sur español que puso, sin quererlo, la casa patas arriba.
“Reconócelo en todas tus sendas, y él enderezará tus veredas. Lámpara es a tus pies su verbo, y luz para tu travesía”. Los Planetas habían desafiado a sus seguidores más acérrimos de igual modo que Morente había retado con su osadía a los defensores de la ortodoxia flamenca. Unos y otro estaban tomando la forma del grupo y artista incomprendidos pero firmes en sus convicciones. Por eso, J y los suyos continuaron con su indagación en el incalculable tesoro cultural-folclórico sureño y no dejaron que “La Leyenda del Espacio” fuese producto de una acción coyuntural y efímera. Contra viento y marea, procedentes de las habladurías de los que rechazaban sus nuevas y relucientes vestiduras, el grupo granadino había decidido calcar el plan trazado en su anterior referencia para gestar “Una Ópera Egipcia” (Sony BMG, 2010): recurrir a composiciones propias y ajenas y traducir, otra vez, diferentes palos clásicos (romeras, seguiriyas, colombianas, malagueñas…) al lenguaje planetero y situarlos en vías lácteas de rock denso y pop diáfano y refulgente. Los pequeños cambios que sobresalían a lo largo del repertorio con respecto a su antecesor se reducían al recurso del krautrock y del tecno-pop minimalista y a la inclusión de una sugerente y apropiada voz femenina (la de Ana Fernández-Villaverde, La Bien Querida), novedades que desembocaban en un tramo final presidido por “La Pastora Divina”, corte aupado al infinito por J junto a Enrique Morente, Antonio Arias y Eric Jiménez, el triunvirato que había ofrecido al mundo el magnánimo “Omega” catorce años antes. Estos cuatro jinetes del génesis flamenco-rockero del siglo XXI tenían alojada en sus mentes la fórmula de oro para conseguir que la psicodelia jonda alcanzase su máximo esplendor. Sin embargo, la fatalidad del azar y la negligencia humana impedirían poner las cosas en el lugar en que deberían estar.
“Porque la palabra del maestro es viva”. Las condiciones eran las ideales y se habían dado los pasos adecuados; todo parecía producto de una maquinación extraordinaria diseñada mentalmente por un ente divino para que Enrique Morente, Antonio Arias, J y Eric diesen el paso para reunirse en la cumbre en un único conjunto con el fin de continuar la tarea que ese fabuloso ser superior invisible les había encomendado. Ese supuesto anhelo celestial sería el germen del nacimiento de Los Evangelistas, a cuyos cuatro miembros conocidos se asociaría el escudero de J en Los Planetas: Florent Muñoz. Su particular historia estaba a punto de comenzar y tenía visos de convertirse en leyenda, pero se cortó de raíz por el trágico fallecimiento de Morente en los estertores del año 2010. Su luz se había apagado, mas no su voz ni su palabra…
Lejos de suponer la desaparición de Los Evangelistas, fue un acicate para que siguieran existiendo y materializaran sus aspiraciones con la silueta del maestro granadino bien presente y definida. Así, tras realizarle una obligatoria ofrenda en la cuarta edición (junio de 2012) de la Noche Blanca del Flamenco de Córdoba, sus cuatro discípulos se disponían a ampliar las honras hacia su mentor con un disco de estudio: “Homenaje a Enrique Morente” (El Ejército Rojo / Octubre, 2012), cuya elaboración estuvo influida de modo decisivo por el espíritu y las enseñanzas de Morente. En él se rescatan y se redimensionan piezas de una pequeña porción de la discografía del cantaor del barrio de Albaicín (“Despegando” -CBS, 1977-; “Sacromonte” -Zafiro, 1982-; “Cruz y Luna” -Zafiro, 1983- ; “Misa Flamenca” -Ariola, 1991-; “Alegro, Soleá y Fantasía del Cante Jondo” -Discos Probéticos, 1995- y “Morente Flamenco” -Universal, 2009-) y se incluye otra inédita confeccionada ad hoc para engarzarlas todas ellas en un acto litúrgico integral, sin solución de continuidad, de naturaleza solemne y catedralicia.
Ayudados en las tareas de producción por Martin ‘Youth’ Glover’ (tótem del post-punk británico de los 80), Los Evangelistas profundizan de nuevo en la lisergia y en la religiosidad jonda para modelar un monumento de flamenco-rock de altura interminable, sombra majestuosa y profundo calado afectivo y familiar: Aurora Carbonell, viuda de Morente, cedió la pintura que ilustra la portada, expresión de la impetuosidad y la resistencia del arte de su difunto marido; su hija menor, Soleá, desgarra su alma en “Yo Poeta Decadente (Fantasía del Cante Jondo)” (sobre versos de Manuel Machado, al alimón con Arias y J) y en la dolorosa “La Estrella”; su amiga y cantaora, Carmen Linares, multiplica la atmósfera fúnebre de “Delante de mi Madre”; y sus alumnos, Lagartija Nick y Los Planetas, se funden en una unidad compacta y rotunda en la original “El Loco”, única licencia pop-rock que se permiten durante el álbum para exteriorizar su identidad común y compartida con Morente, aquel artista al que algunos tildaban de lunático.
Entre medias, Los Evangelistas se envuelven con el manto místico de la poesía de Fray Luis de León en la suprema “Gloria” y de San Juan de la Cruz en la colosal “Encima de las Corrientes”; apelan a sentimientos de pérdida inevitables e inalterables en “Serrana de Pepe de La Matrona” y “En un Sueño Viniste”; acomodan en armazones de rock ralentizado y atemperado invocaciones al ser querido, como “Decadencia”, “Amante” y “Alegrías de Enrique”; y cierran “Homenaje a Enrique Morente” con “Donde Pones el Alma”, mirando hacia el firmamento con la cabeza bien erguida, procurando encontrar el gesto de asentimiento del virtuoso granadino entre las brumas míticas que lo acompañaron desde siempre y que se abrieron de par en par cuando descubrió “Omega” a los mortales. Justo ahí, Morente empezó un fastuoso, diferente e inconfundible camino hacia el apogeo de su genio radical, alcanzado más adelante de la mano de sus sucesivos y aventajados discípulos. Estos, en agradecimiento, consumada su desgraciada marcha, levantaron en su honor un templo de color esmeralda, aromatizado con incienso y repleto de pétalos de amapolas, rosas y margaritas, para velar por que su emblemática y subversiva llama, guardada en su interior, jamás se extinga. “Para siempre tu rostro estará presente en los cielos; tu fidelidad permanecerá por todas las generaciones. Tú estableciste la sabiduría, y ella perdurará”.