«Rosa» es la novela gráfica de Gaëlle Geniller en la que un cabaret parisino de los Felices Años 20 es el lugar ideal para establecer un diálogo sobre cuestiones de género.
La historia la escriben los vencedores y no los vencidos. Por eso mismo, existe toda una corriente de pensamiento y creación actual que se dedica a poner en entredicho todo aquello que los libros de historia se han empeñado en enseñarnos como cierto. Porque, al fin y al cabo, hasta hace escasos años, la historia la escribió la pluma del heteropatriarcado blanco más rancio… Así que ya va siendo hora de que otras plumas le añadan un poco de colorido.
Así ha ocurrido recientemente en el cómic con obras tan on point como «Piel de Hombre«, donde Hubert y Zanzim recurren al realismo mágico de las leyendas medievales para hablar de desigualdad entre géneros y exploraciones más allá de los límites binarios tradicionales. También en la literatura con ejemplos como «Días sin Final«, la novela en la que Sebastian Barry reescribe la Guerra de Secesión yanki para hablar de la experiencia trans cuando no existían ni marcos lingüisticos ni marcos emocionales (¡ni marcos psicológicos!) para entenderla como tal.
Y es ahí donde se circunscribe precisamente «Rosa«, el segundo cómic de Gaëlle Geniller (aunque el primero publicado en nuestro país, de la mano de la editorial La Cúpula). La historia se enmarca en un cabaret parisino de los Felices Años 20. Y, si te lo paras a pensar, en esa época nace precisamente parte del imaginario disidente primigenio del siglo XX: androginia, cortes de pelo a lo garçon, mujeres vistiendo pantalón… Pero, lejos de explorar la apertura hedonista y la lucha contra la moral cristiana tradicional, la autora prefiere ofrecer una visión más luminosa. Lo que no significa que sea una visión menos poderosa, ni mucho menos.
«Rosa» y la cuestión de género
«Rosa» narra la historia de Rosa, una de las flores que puebla un cabaret llamado El Jardín. Las mencionadas flores son todas mujeres con sus propias historias (que se desarrollan en el cómic a través de pinceladas que, comúnmente, consiguen una profundidad inmensa a base de la síntesis narrativa). Obviamente, las flores tienen nombres de flor (Margarita, Jacinto, Girasol, Violeta…) y, a su vez, cada una de ellas tiene su propia actuación artística personal, que es una expresión directa tanto de su propia historia como de su personalidad.
El cómic se abre con los nervios de Rosa ante su debut sobre el escenario de El Jardín. Pronto, y de la forma más natural, descubrimos que Rosa es un chico. O no. De hecho, uno de las grandes aciertos de Gaëlle Geniller es afrontar la indefinición de Rosa respecto a su género de la forma más natural posible, evitando luchas encarnizadas o discursos contestatariso que resultarían anacrónicos en la época (ya que, al fin y al cabo, el debate de género es algo que está sobre la mesa desde hace relativamente poco tiempo). El entorno que las flores han mimado para que Rosa crezca no le ha obligado a plantearse en ningún momento la cuestión de género y, precisamente por eso, cuando empieza a salir del cascarón (y de El Jardín) y el entorno empieza a cuestionarle al respecto, no sabe cómo reaccionar.
Cuando Rosa empieza a intimar con Amador, un admirador, este le pregunta: «Discúlpeme, pero… cuando me dirijo a usted, ¿debo decir «él» o «ella»?«. A lo que Rosa responde: «Por esta noche digamos «ella». Luego ya veramos«, negándose a dejarse encorsetar por las restricciones habituales del pensamiento binario. Más adelante, mientras un periodista la entrevista, le pregunta a bocajarro: «¿Se considera una mujer en el cuerpo de un hombre?«. Y Rosa responde: «No. Me considero un hombre, pero un hombre que ama tanto a las mujeres que quiere ser como ellas«. Y la conversación sigue: «Entonces, ¿prefiere que le hablen en masculino?«, pregunta él; «La mayor parte del tiempo. Aunque si es con respeto, un «ella» no me molesta«, responde Rosa.
El Jardín como familia
De esta forma, Geniller consigue abordar la cuestión de género con una naturalidad cálida y amable. Cuando Rosa pasa por una crisis de identidad, esta no tiene nada que ver con su género, sino con el hecho de que siente que su arte deja de ser algo suyo para ser apropiado (y probablemente desfigurado y malinterpretado) por el público. Y, al final de todo, el desenlace te recuerda que el leit motiv del cómic ha estado bien claro y presente desde las primeras páginas, cuando Rosa lanza este pensamiento al viento: «Un jardín no siempre lo es de flores, de plantas o de vegetación. Un jardín es, antes que nada, un lugar donde brota la belleza. Un jardín puede brotar en cualquier lugar… O momento…«.
El concepto de jardín es algo que Gaëlle Geniller explora con un apartado visual de una belleza desbordante, a medio camino entre la animación europea anclada en la ilustración vanguardista y la estética Art Déco que tanta atención ofreció a la naturaleza en general y a las flores en concreto como fuente de belleza inmortal. Las viñetas de «Rosa» apuestan por el expresionismo como expresión directa del realismo mágico en el que son posibles escenas preciosas en las que, por ejemplo, las flores se materializan en el escenario como metáfora del arte de la danza o del estado anímico de quien baila.
Pero un jardín siempre es mucho más que un jardín. El jardín es la familia. Algo que, a su vez, tiene mucho que ver con el concepto de familia elegida que tan bien conoce la comunidad LGTBIQ+. Al fin y al cabo, el jardín del que siempre habla «Rosa» se refiere a ese espacio familiar en el que a veces no está presente la familia de sangre pero en el que puedes ser tú mismo. Sin límites. Sin vergüenza. Sabiendo que siempre vas a estar arropado por las flores del cariño de los que te rodean. [Más información en el Instagram de Gaëlle Geniller y en la web de la editorial La Cúpula]