La segunda temporada de “Euphoria” ha acabado arribísima… Y en este artículo hablamos de la gran lección de vida que hemos aprendido con esta nueva tanda de capítulos.
Resulta francamente imposible abordar este artículo de una forma que no sea profundamente visceral, emocional y subjetiva. Porque, al fin y al cabo, «Euphoria» es una serie visceral y emocional que llama a la subjetividad, lo que significa que intentar escribir un texto con visos de objetividad periodística sería desleal al mil por cien. No lo sé, a lo mejor existe algún periodista que pueda mantenerse incólume ante la serie de Sam Levinson y analizarla con la cabeza…
Pero a mí me sale analizarla con el corazón y la entrepierna. Y, por eso mismo, el único punto de partida que se me ocurre para este artículo es poner sobre la mesa mi propia intra-historia con la serie. Desde el principio. Lo que significa que no puedo ocultar el hecho de que los primeros capítulos de «Euphoria» me hicieron sentir precisamente eso: una euforia desaforada que me embargó en pura ilusión al intuir que por fin el mundo sería agraciado con una serie mainstream (HBO) que tendría los cojones de mirar de frente a todas esas cuestiones incómodas de la adolesZencia (es decir: la adolescencia de la generación Z) que la mayor parte de ficciones teen prefieren obviar por completo.
Me estoy refiriendo al empoderamiento femenino basado en el putiar y el culiar que tan bien encarnada estaba en la relación de Maddy (Alexa Demie) y Cassie (Sidney Sweeney) (sinceramente, sigo pensando que el capítulo de las dos puestas de eme en el parque de atracciones es de lo mejor que he visto en toda mi vida). También me refiero al body positive de Kat (Barbie Ferreira) gozóndolo siendo una mistress del mundo cam-sex; y a la naturalidad con la que Jules (Hunter Schafer) se retrata como chica trans. ¡Qué cojones! ¡Si es que la «euforia» es literalmente el antónimo de la «disforia»! Y eso no puede ser casual… Pero, bueno, por encima de todas las cosas, aquí me estoy refiriendo a la relación de absolutamente todos los personajes, no solo Rue (Zendaya), con las drogas. Porque la juventud se droga. Big time. Y se agradece una mirada que no juzgue y que tan solo exponga.
¿Qué ocurre? Que, a medida que los capítulos de la primera temporada iban avanzando, cada vez quedaba más y más claro que el interés principal de Levinson no era nada de todo esto, sino la trama de thriller psicológico y oscuro en la que Nate (Jacob Elordi) ejercía de psicópata con tendencias homicidas y chantajeaba de forma especialmente violenta a Jules. Lo que significa que la carga de realismo que yo quería que me ofreciera la serie se convirtió en una ficción pura y dura que restaba verosimilitud al conjunto. Mal. Muy mal.
Ese fue mi gran bache con «Euphoria«. Luego vendrían los dos capítulos puente entre la primera y la segunda temporada y, al pegarse la trama a la epidermis de las problemáticas específicas de Rue y Jules por separado, cada una de ellas en una conversación con una tercera persona que intenta ayudarlas, recuperé un poco la esperanza. Pero solo un poco.
Y entonces llegó la segunda temporada… Y empecé a bascular de nuevo entre la atracción y la repulsión. Hasta que tuve que forzarme a aprender una lección que hace tiempo que me resistía a aprender: a las cosas no hay que juzgarlas por lo que quieres que sean, sino por lo que realmente son. Dicho de otra forma: la segunda temporada de «Euphoria» me ha obligado a olvidarme de lo que yo quiero que sea (un retrato verista de la juventud actual) y a gozar lo que realmente es.
¿Y qué es? Pues, para empezar, «Euphoria» una ficción pura, dura e hiper-estetizada. Los dos primeros capítulos de la segunda temporada, con sus travellings imposibles y su gusto extremo por el plano secuencia como herramienta para retratar el vertiginoso fluir de la vida adolescente, te dejaban plantado en el sofá al comprobar lo que Sam Levinson estaba haciendo con el presupuesto que HBO había puesto en sus manos. Y aquello solo fue el principio de una temporada en la que el showrunner ha sabido revestir a los nervios de sus piruetas narrativas con el mejor músculo de una puesta en escena magnánima.
Además, el apartado visual de «Euphoria» es, simple y llanamente, un jodida maravilla. Y lo que es mejor: es una jodida maravilla que captura la realidad estética de la generación Z a la vez que le devuelve ideas que acaban convertidas en tendencia. Una retroalimentación y una comunicación de doble vía que se merece todos los premios del mundo al mejor vestuario (todo culpa de Heidi Bivens) y al mejor maquillaje (todo culpa de Doni Davy).
Con todo esto en mi regazo, ¿cómo me voy a poner picky con la serie de Levinson? Vale, me sigue sobrando el personaje de Nate, su psicopatía excesiva (la escena con Maddy y la pistola es difícil de ver no por su violencia, sino porque su exceso) y toda esa astracanada absurda que se monta en torno a su padre (¿de verdad que ese micro-chill de mañaneo en el que acaban arrestando a Cal pretende ser representativo de la vida de un homosexual adulto?). Me jode que la amistad empoderada de Maddy y Cassie se haya llevado hacia la pelea de gatas (por mucho que Cassie se haya revelado sin duda como el gran personaje de esta temporada). Me alucina que, debido a ciertos desacuerdos entre Levinson y Barbie Ferreira, el personaje de Kat haya desaparecido casi por completo de la serie (y, cuando no desaparece, directamente es mal tratado). Me putea la volatilidad de Jules (ahora te dejo por otra, ahora me pongo celosa porque has conocido a un tío, ahora me follo a ese tío). Me horroriza que un capítulo que arranca tan arribísima como el de la huida de Rue (de repente, te das cuenta de que la serie ha ido siempre de esto: de que Rue es una adicta, y que convivir con una adicta es una putada insoportable e insostenible) acabe abajísimo al convertirse en una versión teen de «Jo, ¡Qué Noche!«.
Me espanta la indolencia con la que, de repente y sin venir a cuento, Lexy se revela como la sublimación final del fan service puramente Mary Sue. Me encabrona que el juego de espejos entre realidad y ficción en los dos capítulos finales no sea el mise en abyme que me gustaría que fuera (porque el potencial está ahí pero, realmente, «Our Lives» no aporta ningún punto de vista nuevo ni capa alguna a la narrativa de la serie y se limita a deslumbrar con la forma sin recurrir al fondo). Me exaspera que esos dos capítulos finales se vean empañados por la voluntad de Levinson de marcarse un thriller lumpen rollo «Amor a Quemarropa» que, realmente, no viene a cuento.
De nuevo, el choque entre lo que yo quiero que sea esta serie y lo que realmente es. Lo que me jode es que los excesos de la ficción más desbarrada rebajan los logros del retrato de juventud que sigue latiendo en «Euphoria«. Pero es que, al fin y al cabo, a estas alturas ya ha quedado claro que Sam Lenvinson no quiere hacer un retrato verista de la juventud. Él quiere que personajes que performan como jóvenes (pero que se comportan como adultos) habiten las estructuras de una ficción de género con amplia tradición yanki: el thriller urbano, drogadicto e híperviolento.
Eso es lo que realmente quiere ser «Euphoria». Y hay que reconocer que lo consigue de forma magistral. Tan magistral que, al final, ha conseguido engancharme semana a semana… Y eso es algo que otras series que me parecen más perfectas hace años que no consiguen. Por algo será. [Más información en la web de «Euphoria»]