Por aquí decimos que «Patria» es una serie realmente maravillosa… Pero que también tiene un par de cosas que afean seriamente sus logros.
Lo reconozco: «Patria» me ha gustado mucho… Pero, aun así, o precisamente por eso, me duele en el alma tener que reconocer que, desde el principio del todo, había un par de cosas en la serie de Félix Viscarret para HBO que no me convencían. Eran, de hecho, dos cosas que se fueron haciendo cada vez más y más grandes, cada vez menos y menos justificables, casi hasta impedirme disfrutar del alto voltaje emocional de esta ficción. Dicho de otra forma: en el capitulo final, lloré como Bittori a los pies del cadáver del Txato, con desesperación profunda. Pero, en cuanto me sequé la última lágrima, inmediatamente dije: mira, no.
Así que vamos por partes. Lo primero de todo será aclarar una cosa que seguro que está en la cabeza de cualquiera que haya vito la serie y esté leyendo esto: no, una de las dos cosas que me han matado de «Patria» no es la peluca de Joxe Mari en la cárcel. Aunque también. Bueno, los pelucones en general. Que tú dices, señores de HBO, aquí se han dejado los dineros, supervisen que se compran pelucas de calidad y no ratas muertas mal peinadas, por favor.
Lo segundo de todo será dejar bien claro que, tal y como he apuntado más arriba, «Patria» es una serie que pica muy pero que muy alto. Lo cortés no quita lo valiente, y si la comparamos con el resto de ficciones seriadas de la actualidad, incluso con las internacionales, hay que reconocer que deja en pañales al 95% de ellas (por poner un porcentaje así al tuntún que te deje epatado). No solo por una factura técnica impecable en la que se nota un presupuesto holgado que ha permitido jugar con varios tiempos históricos todos ellos con (dejando de lado los pelucones) una caracterización impecable, verosímil y reconocible desde el recuerdo de cualquiera que lleve vivo más de dos décadas.
No todo lo que luce en «Patria» es el pastizal que tiene que haberse dejado «HBO«, ni mucho menos. Se nota una planificación impecable por parte del showrunner, Viscarret, a la hora de dosificar la información que te va proporcionando como espectador. Tan solo de sublime puede catalogarse que la primera escena que veamos sea la muerte del Txato y que, de alguna forma u otra, la historia (de la serie, pero también de los personajes) se quede totalmente encallada en ese momento. Las líneas temporales van describiendo movimientos circulares que siempre acaban en lo mismo: en este asesinato. Cada vez que volvemos a él, descubrimos algo más hasta la revelación final.
Repito: recurso magistral. ¿Qué mejor forma de mostrar unas vidas que se quedan suspendidas en el limbo, anquilosadas en el odio y la rabia y frustración y la pura tristeza, que con este recurso de eterno retorno al momento génesis del dolor? Ninguna de las vidas avanzan porque la muerte del Txato es un nudo… Y hasta que ese nudo no se deshaga, ninguno de los implicados va a poder seguir viviendo con normalidad.
Hasta aquí, todo bien. Muy bien. Pero ahora vayamos ya a por lo que no es tan bien.
«Patria» y la apología del sufrimiento
Empezando por lo que suelo llamar la «apología del sufrimiento»… Que, en el caso concreto de «Patria», muy probablemente no sea un problema de la serie en sí misma sino algo que esta hereda de la novela (que no he leído y, por lo tanto, tampoco puedo analizar con profundidad). Es muy fácil de entender si consideramos que, al fin y al cabo, nos encontramos ante una ficción con una pretensión que nunca oculta: convertirse en el retablo definitivo del conflicto protagonizado por ETA en el País Vasco.
¿Y quién soy yo, catalán de 40 años, para hablar de algo que me queda tan lejos en el tiempo y en la geografía? Pues, fundamentalmente, nadie. (Más allá de los clarísimos y escalofriantes ecos que el conflicto vasco lanza sobre el actual conflicto catalán.) Está claro que no tengo las herramientas suficientes para ponderar si el conflicto está bien o mal plasmado. Pero lo que me escama a este respecto es más bien la historia en la que Viscarret (y, obviamente, el autor de la novela original: Fernando Aramburu) envuelve este conflicto.
Estamos hablando de un conflicto que es una herida sangrante en el pueblo vasco. Incluso yo, en mi distancia, entiendo que la cantidad de dolor y sufrimiento que generó en el País Vasco fue inconmensurable. Inenarrable. Inefable. Pero, precisamente por eso, hay que andarse con mucho cuidado con cómo se plasma en una ficción. Mucho se ha teorizado en las últimas décadas sobre esto y no me voy a poner (excesivamente) teórico yo ahora. Solo apuntaré que fue Adorno el que aseguró que escribir poesía después del Holocausto judío era un acto de barbarie y, a partir de él, se inició un encendido debate intelectual entre los que creían que había que representarlo a través del arte y los que, en una línea que va de Claude Lanzmann hasta el reciente Lászlo Nemes, sostenían que retratar el horror era, directamente, imposible.
«Patria» no se plantea ni una cosa ni otra… Ni falta que hace. Existen muchas otras ficciones maravillosas que han hecho oídos sordos a este debate, desde «El Pianista» de Polanski hasta «La Lista de Schindler» de Spielberg, por seguir con el símil nazi. Lo que, a título personal, me parece totalmente inasumible es que Aramburu decida que el drama del propio conflicto vasco no es suficiente y lo aliñe con una barra libre de tragedias que resultarían way too much incluso en el marco de una telenovela venezolana.
Aquí no se libra ninguna de las dos familias protagonistas (y, ojo, que voy a entrar en el terreno de los spoilers). La familia de Bittori no tiene suficiente con haber perdido al patriarca, el Txato, sino que además todo el mundo se queda totalmente traumatizado: Bittori habla con los muertos (pero no pasa nada: mi abuela sigue hablando con mi abuelo aunque este murió hace 20 años y sé que está perfectamente cuerda), Xabier es incapaz de sonreír y de establecer ninguna relación humana profunda y Nerea se salta cualquier preconcepción de cómo tiene que comportarse una persona en duelo. Todo ello, sin embargo, puede justificarse como una interesante exploración de las secuelas de un trauma como el que han vivido.
Lo que no tiene nombre es lo que cae sobre la otra familia protagonista… No basta con tener a un hijo en la cárcel acusado de múltiples asesinatos en nombre de ETA, sino que además resulta que le sumamos un hijo homosexual en una época en la que ser homosexual es peor que ser un asesino. Y por lo que ya no paso: coger al único personaje de luz de toda la ficción, Arantxa, y cargarla con la losa de un marido facha y borracho y violento que la deja abandonada en cuanto tiene un ictus y se queda postrada en una silla de ruedas con medio cuerpo paralizado y sin poder ni hablar.
En serio, ¿era esto necesario, Aramburu? ¿No era suficiente plasmar el dolor de la herida causada por el conflicto vasco como para tener que añadirle todo este drama innecesario? Lo dicho: apología del sufrimiento. Y, claro, su principal consecuencia: abaratamiento de la propia historia. Porque, al fin y al cabo, añadir capas de dolor a una ficción es fácil. Lo difícil es distribuirlo de forma ponderada.
«Patria» y la apología del sufrimiento
La segunda cosa que no me convence de «Patria«, de hecho, tiene mucho que ver con la primera. Y, de hecho, debo arrancar mi exposición con una pregunta que ya he lanzado más arriba pero que es necesario repetir. Así que repitamos: ¿quién soy yo, catalán de 40 años, para hablar de algo que me queda tan lejos en el tiempo y en la geografía? Nadie. No soy nadie. Pero, de nuevo, ya llevo a mi espalda un número significativo de ficciones que me permiten analizar, por ejemplo, cómo la construcción de los personajes influye directamente en la construcción del entorno que los rodea.
A ese respecto, y repito que sin ser yo nadie para opinar de este tema, me sorprende el hecho de que todos los etarras sean, directamente, «los malos de la película». Sin medias tintas. Sin un mínimo instante de duda y sin posibilidad de humanizarlos o redimirlos. Joxe Mari no solo es un asesino (que haya matado o no al Txato no quita que sí que ha matado a otros), sino que también se revela como un homófobo recalcitrante. Los etarras con los que este se junta, además, aparecen caricaturizados como desalmados (no dudan en dejarse atrás unos a otros) e incultos (el dueño de la taberna del pueblo se ríe directamente de la cultura y de la poesía de Gorka).
Y luego está Miren como síntesis de todas aquellas personas que, sin militar directamente, sí que apoyaban a ETA: una señora déspota con su marido, también con un punto homófobo y, sobre todo, con ningún tipo de redención en lo emocional, ya que es incapaz de conectar con las desgracias ajenas. Incluso con la de su hija. Una señora que, directamente, está cegada por la ideología de ETA y que, de la noche a la mañana, deja de hablar con su mejor amiga, Bittori, porque en el pueblo aparecen pintadas que señalan al Txato como un Txivato.
Recordemos: Miren no es una señora cualquiera, sino que en «Patria» simboliza a todos los que apoyaron a ETA. Y yo, sin saber exactamente qué ocurrió en aquella época, tengo serios problemas para creer que, de repente, alguien deje de hablar con su mejor amiga sin preguntarle: «oye, chiqui, ¿esto es verdad? ¿Qué está pasando?«. Sin dudar ni un instante sobre la posibilidad de que haya intereses ocultos en ese ensañamiento (algo que se demuestra al final). Me cuesta creer que todo un pueblo se ponga contra un único individuo porque ETA lo señalara, como si fueran una mente colectiva sin ningún tipo de capacidad para reflexionar y tomar decisiones propias.
Que sí, que muchos de ellos callaron por miedo, como bien refleja la serie. Pero una cosa es vivir bajo el terror y otra muy diferente plantear un ejército de señoras y señoros que, de la noche a la mañana, se hacen más papistas que el Papa y pierden cualquier tipo de entendimiento. Supongo que gente así existió, claro. Pero también sostengo que, optar por representar este bando con personajes como Miren o Joxe Mari, es directamente maniqueo y simplista. Es enfrentar a los pro-etarras «malos» contra los anti-etarras «buenos y pobrecitos».
Y que nadie me malinterprete: no defiendo a los pro-etarras. Solo digo que, cuando te vas a meter en la camisa de once baras de retratar el horror, tienes que tratarlo como material radioactivo y alimentar las sutilezas. [Más información en la web de «Patria» en HBO]