[CRÍTICA 1: Déborah Camañes] La carrera hacia los Oscar está on fire. Sorpresas en las nominaciones a mejor película como la nueva de Daldry, furia de titanas en la candidatura a mejor actriz con Streep vs. Close, novatas como Mara y Davis, colosos de la dirección… Y, en cuanto a actores, todos los dedos apuntan a George Clooney y la grata sorpresa que ha proporcionado con su interpretación en «The Descendants» de Alexander Payne, cuyo último film, “Sideways (Entre Copas)» ya se hizo con la estatuilla a mejor guión original. En “The Descendants (Los Descendientes)«, Payne indaga de forma casi artesanal en las frustraciones y desengaños causados por la incomunicación, el miedo y la responsabilidad de saber gestionar tanto la pérdida de un ser querido como la capacidad de garantizar un futuro y una herencia (moral y material) digna.
Clooney da vida a Matt King, un padre de familia cuya mujer está en coma después de un aparatoso accidente practicando esquí acuático. Matt intenta controlar un poco su vida, la de sus hijas y todo lo que se le viene encima. Pero todo se le va de las manos cuando su asilvestrada y locuaz hija adolescente le confiesa que su madre le ha estado engañando; vamos, que es un cornudo en toda regla y que había estado tanto tiempo despreocupado de su familia, de su mujer, de su casa y de todo que ni siquiera lo vio venir de lejos. La búsqueda del “otro” será la excusa que reunirá de nuevo a la familia, o lo que queda de ella, y que llevará a una catarsis paterno-filial.
Payne, cuidadoso hasta el último detalle, sin caer en banalidades ni sentimentalismos (aunque el tema da para esto y más) nos habla de la incapacidad de comunicarnos abierta y sinceramente con aquellos más cercanos y queridos, como nuestros miedos nos van alejando en vida, pero sobre todo de la imposibilidad de comunicación con alguien que ya no está, que ya no escucha y que no tiene capacidad de réplica. La frustración que genera toda una serie de preguntas sin respuesta, de reproches sin contraataque, un silencio perpetuo. También hace hincapié en el concepto de herencia como un testigo que pasa de padres a hijos. La herencia material, en forma de tierra virgen y paradisíaca en una de las islas del archipiélago hawaiano, y la herencia personal, aquello que aprendemos de nuestros padres, las manías, los vicios, las virtudes, los rasgos en el carácter que nos acercan y nos distancian a su vez. A nadie le gusta que le digan aquello de “tienes el mismo carácter que tu padre” porque, como individuos únicos e irremplazables que somos (y con ese sentimiento acentuándose en la adolescencia) nos resulta incómodo tener el mismo temple, para bien o para mal, que nuestros progenitores. Pero está ahí, y es inevitable. Así como le resulta inevitable finalmente a Matt tener dudas ante la venta inminente de la maravillosa tierra, salvaje y sin contaminar, que él también ha heredado, no solo de sus padres, sino de los padres de sus padres y de los padres de estos… Una tierra que es la imagen prototípica de Hawai, aquello digamos incorruptible, no como las primeras y sorprendentes imágenes con las que empieza el film, alejándonos de toda idea prototípica del archipiélago. Archipiélago que, como la familia , se mantiene unido por aquello que les separa.
El hábil Payne evita caer en burdos patetismos, manteniéndose siempre en perfecto equilibrio entre la comedia y el drama. No obstante, me parece que tiene momentos de increíble belleza y otros que me parece burdo y facilón. La apertura de la mujer sobre el agua y el final debajo de ella, la confesión de la hija ante la ceguera del padre, la visita a la parcela de tierra virgen forman parte de estos extraordinarios momentos de la narración. Otros, más flojeras, delatan un cierto simplismo a la hora de resolver mediante un confortable final “feliz” los profundos problemas familiares (más allá de la infidelidad y la muerte) y la defensa de la tierra (enfrentándose tal cual a legisladores, empresas y primos).
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[CRÍTICA 2: Raül De Tena] Hablemos de folk. Existe en la escena musical toda una esfera de autores intocables pese a que, ponderados a grosso modo, bien podría considerarse que sus discos no conocen el riesgo ni la experimentación. Es lo que tiene el folk: un género en el que no todo es tan sencillo como parece, en el que lo importante es la sabia gestión de un mínimo de elementos musicales para nada espectaculares y, sobre todo, la forma habitualmente desnuda y despojada de afrontar las emociones. Me refiero a artistas como Bill Callahan, Kevin Coyne, Tim Hardin, Bonnie ‘Prince’ Billy e incluso Leonard Cohen: autores que, si no se miran de cerca, bien pudiera parecer que descuidan la forma por mucho que el fondo sea de una belleza profunda. A poco que se entre en la propuesta, sin embargo, es inevitable quedar fascinado por la economía de medios y la frontalidad sosegada con la que se encara un acto tan visceral como el de la creación artística… Si intentáramos trasladar el alma del folk al cine, lo más normal sería pensar en los escasos autores que todavía practican las formas clásicas del medio (en su vertiente hollywoodiense), como la impavidez masculina de Clint Eastwood o el resquebrajar del modelo tradicional en el que se afana Martin Scorsese.
Pero, sin embargo, lo cierto es que lo que quedaría más cerca del folk musical es precisamente lo que ha conseguido Alexander Payne con su última película, «Los Descendientes«. Y no sólo por el constante recurso de la banda sonora a canciones tradicionales hawaianas… En esta cinta, el estilo es tan clásico que los efectos especiales brillan por su ausencia (o están aplicados de forma inconcebiblemente verosímil). Tan clásico que el director incluso se permite utilizar en un par de ocasiones una transición tan en desuso como la cortinilla. Tan clásico que, desde el principio, la narración se ve apoyada por una voz en off afable que va arrojando luz sobre la presentación de una trama que, sin este apoyo, sería imposible no concebir en la mayor de las penumbras emocionales: una mujer queda en coma practicando deportes extremos y, de pronto, el padre de familia tiene que hacerse cargo de la situación y retomar el contacto con dos hijas a las que ya ni conoce ni reconoce. Pero, en suma, lo que es verdaderamente clásico en la aproximación de Payne a esta historia (que cada vez va ennegreciéndose más y más) es su abordaje del drama, que remite directamente a tiempos pretéritos en los que las emociones no se exhibían y se televisaban como un mercado de la carne en el que todo vale; a tiempos en los que los sentimientos tenían un mayor impacto en la pantalla a través de la insinuación y la contención que por la vía de la exposición. Es lo que ocurre en dos de las escenas pilares de «Los Descendientes«: cuando comunican a las hijas, por separado y con casi todo el film de por medio, que su madre no saldrá del coma. Fascina especialmente la primera, cuando el impacto de la noticia sobre la hija mayor se ve amortiguado por el silencio y la sordera provocados al meter la cabeza debajo de ese agua que sirve de amortiguador en el estallido emocional.
De hecho, es en ese momento cuando el gran recurso de Payne en «Los Descendientes» sale a la luz. Justo después de que el padre le comunique la situación a su hija con la menor de las delicadezas, ella le devuelve el golpe revelándole algo de su mujer que él nunca había sospechado (una revelación que aniquila por completo la posibilidad de la voz en off, que casi desaparece a partir de este momento ante la evidencia de que la historia que nos había estado vendiendo hasta ese momento era unidireccional y, por lo tanto, inaceptable a partir de este instante, cuando la multiplicidad de miradas se impone por encima de la unicidad de la voz en off). Es en este juego de verdades donde yace el patrón que se reproduce a diferentes escalas en la totalidad del metraje: el plano / contraplano. Ya deberíamos haberlo intuido cuando el mismo King (interpretado de forma sublime por George Clooney), mirando por la ventana de un avión, piensa que su familia es como las islas de Hawai: un archipiélago formado por diferentes cuerpos que cada vez se separan más los unos de los otros. Un archipiélago que sólo puede verse unido por los fuertes lazos de la herencia. Este es, sin embargo, el plano / contraplano más poderoso de todo el film: la comparativa entre estos dos elementos resuena continuamente en una trama formada por dos tramas que se entrelazan, la del drama familiar y la de la venta de las tierras.
De hecho, «Los Descendientes» ha recibido múltiples críticas debido al supuesto caracter prescindible de la historia de la venta de las tierras; pero el mismo Alexander Payne daba pistas suficientes de su importancia al declarar que, de no haber existido este «plus» en el libro original, no se hubiera decidido a dirigir la cinta. No es difícil seguir las pistas hacia la verdadera hoguera: ambas historias se complementan de una forma u otra hasta llegar al determinante punto y final. Al final, la decisión de Matt al respecto de la venta de los terrenos se ve completamente condicionada por una pregunta («¿qué hemos hecho nosotros para que nos dejen este paraíso como herencia?») que se transforma en pensamiento no expreso («No hemos hecho nada, pero nuestro deber como descendientes es crear algo bello con esa herencia y perpetuarla»). Y ese pensamiento expreso, de hecho, retumba poderosamente en el funeral final y, sobre todo, en esa sencillísimo plano que cierra el film dejando claro que sólo existe una herencia posible con las cartas que les ha tocado a esta familia: permanecer unidis. Es un plano sencillo y desarmante en el que los tres miembros de la familia detienen durante un instante sus derivas para coincidir en el sofá y ver «La Marcha del Emperador». Cerrando el bellísimo círculo de planos y contraplanos, es un momento que no sólo llega no mucho después de varios planos sostenidos de las tierras de Hawai (es decir, el plano pluscuamperfecto de este familiar contraplano final), sino que, sobre todo, es contiguo al mencionado funeral, economizado en dos juegos de plano / contraplano en el que vemos las cenizas de la esposa contra la cara del marido y las cenizas disolviéndose en el agua contra un plano subacuático en el que los tres collares del padre y las hijas flotan en la superficie cada vez más cerca. De hecho, el juego va incluso más allá y entonces, en el momento en el que las cenizas están debajo del agua, recuerdas cómo se abre el film: con la mujer de King flotando sobre ese mismo elemento. Plano / contraplano en un círculo que se cierra con sencillez y sin alardes. Poesía pura. Folk cinematográfico.