Arca y Daphni reinaron en una primera jornada de Sónar 2019 (que aquí abordamos con tres crónicas cada una de ellas con un punto de vista diferente).
Un Sónar más
[DAVID MARTÍNEZ DE LA HAZA] Pues hubo Sónar. En julio, pero Sónar. Con huelga, pero Sónar. Sin Ada Colau, pero quedan dos días, Ada, relaja, que aún llegas. Sónar de Día, con sus calores, sus sudores, su qué hago yo aquí, su dónde está mi gente, su quién mandará meterme en estos fregaos a mis cuarenta años que tristemente sí aparento y que me hace preguntarme «¿no seré yo el filtro de viejo de FaceApp de toda esta gente tan joven, tan bonita y tan en forma?».
Sónar de Día entonces. Con Dengue Dengue Dengue maravillosos pero terminando, así que nos vamos para el SonarDome, donde la actuación de J Colleran sorprendió de entrada por apartarse de las propuestas de su disco «Gardenia» (el énfasis puesto en el ambient abstracto desde el neoclasicismo) para incidir primero en sonoridades más propias de su obra anterior como MMOTHS (bucles y bucles interpuestos en atmósferas crecientes) y después zambullirse una electrónica así como gustosa, deudora de patrones propios de hace veinte años con sonidos que nos hacían recordar a los Orbital de «Snivilization«, a The Orb, a ratos incluso a The Future Sound of London y a guiños a un drum & bass que nos ha hecho ponernos más nostálgicos que un votante de Vox con el tardofranquismo. Cositas todas estas que sí se vislumbran en los remixes publicados del mencionado «Gardenia«, con el petardazo que ha hecho Gábor Lázár con «Polypia«, mismamente. Vamos, que esperábamos soufflé y nos dieron mantecados. ¿Fue esta la mejor música posible que uno puede bailar con la desgana propia de la hora de la siesta? Yo creo que lo fue.
Vale, ¿por qué hay tanta gente que entra a los escenarios del Sónar haciendo una especie de performance de su inmersión? Que sí, que ya sé que los asistentes al Sónar son un poco una performance en sí misma, que son ese sexto escenario, un escenario químico viviente, que se mueve y respira y trasuda y va mutando en diferentes formas, colores y expectativas emocionales. Pero esa cosa de adentrarse en cada stage haciendo un determinado gesto con las manos o los bracitos o balanceando la cabeza o girando sobre el propio eje mientras se avanza, como una peonza lanzada regular. Esos amagos de duelo de bailes antes del baile en sí, el líquido pre-seminal de lo psicomotriz, me llaman mucho la atención. Y cada año están ahí. Es -supongo que es- parte de esa ambición por mostrar y mostrarse que también forma parte de la marca Sónar, algo ya con más ADN Barça que el mismísimo Xavi Hernández.
A Sevdaliza la vimos en esa misma primera fila del SonarDome hace tres años y dimos buena cuenta de ello en estas mismas páginas. Y lo que entonces supuso una muy atractiva y grata sorpresa, ahora se ha convertido en un sí pero meh. Me explico. Si entonces nos conquistó no solo ella con esa presencia magnética y ese divismo que desde luego aún conserva, sino con las bases deudoras de un cierto dubstep que le acompañaban, aquí el sentido orgánico que quiso darle al inicio de su set (stop bateristas con sentimiento, por favor) no acabó de funcionar. Tampoco funcionó la hibridación de música y danza con una bailarina que nunca acabó de aportar una lógica interna al espectáculo y que se veía muy sola en el escenario y sin crear una sinergia narrativa con la propia Sevdaliza. Vamos, que estéticamente fue todo un poco cuadro*.
*But then again quién soy yo para recriminar estéticamente a algo o a alguien, si me presenté en el festival con unas New Balance de hace tres años.
Pues decíamos que sí pero meh, porque ciertamente el show mejoró en su segunda mitad, cuando la cantante iraní encadenó su primeriza «That other girl» con los bajazos de la reciente «Darkest hour» y ahí ya sí que se puso el traje de hermana mayor e imponente de FKA Twigs y a golpe de trip-hop para el nuevo siglo salvó con un notable la papeleta.
El Sonar me alucina porque la gente va y viene de los escenarios con mucha mayor soltura y naturalidad que en cualquier otro festival, creando una dinámica de flujos migratorios que ríete tú de la posguerra. Llegas, miras y si no te gusta pues a otra cosa; es el Primark de los eventos musicales. Me parece bien, la verdad. Para qué sufrir. Con esto no quiero insinuar que la peña no sepa (no sepamos, me incluyo) muy bien qué es lo que está viendo, pero a veces lo parece.
Como con Fennesz, por ejemplo.
Vamos a ver. Es Fennesz. Lleva como veinte años haciendo música escasamente narrativa y bastante experimental. Uno ya se espera que su actuación en el SonarComplex pudiera atravesar pasajes un poquito, cómo decirlo, áridos. Lo diré claramente: no podíais esperar el «When will the bass drop?» de Davvincii. Bueno, pues con todo y con esas efectivamente hubo desbandada parcial del público asistente hacia la mitad del show del músico austríaco. ¿Que a dónde iban? Yo qué sé; a Magaluf, probablemente.
Sea como fuere, consideraciones externas a parte, la presentación en largo del flamante «Agora» con Lillevan proyectando sus visuales, como prometió el propio Christian Fennesz en una entrevista reciente a Juan Manuel Freire, fue una experiencia en verdad ensoñadora, especialmente en su último tramo. Este hombre lleva haciendo ruidismo bonito desde los aclamados «Venice» o, especialmente, «Endless Summer«; y la saga sigue con el mencionado «Agora«, cuya translación al directo sigue engrandeciendo la leyenda en cuanto a conciertos memorables del SonarComplex. Al final, ovación merecida y abrazo de los dos artistas. Poco más podíamos pedir.
Y si poco podíamos pedir, mucho fue lo que dieron Ross From Friends en su formato de trío para el directo, con un bajo y un saxo acompañando a Felix Weatherall. Enlazar sin solución de continuidad temas como «Romeo, Romeo» o «Don’t wake dad» de sus álbumes «The Outsiders» o «Family Portrait» (personalmente mi disco favorito de música electrónica del año pasado) no hizo otra cosa que poner patas arriba el SonarVillage con total justicia y allanarle el terreno a un Daphni que pondría con un set solidito sin más el cierre a la jornada del jueves.
En fin, mañana más. Pero mañana es ya hoy. Caray, fíjate: la esencia del Sonar.
Un Sónar étnico
[AINOHA MARZOL] Estreno Sónar este año. Llevo años oyendo hablar del festival: no como aquel que escucha una leyenda sino como un cacareo constante y omnipresente recordándome que soy la única que no va. Y este año no iba a pasar esto.
Este año el festival se ha desmarcado de su habitual posición en junio para pasarse al macrohabitado julio, uno en el que cada finde hay dieciséis festivales como mínimo en la península. El Sónar desmarca, aun así: ya sea porque es en Barcelona, cocapital del moderneo y de los gays, o porque es el cebo perfecto para este conglomerado de público.
Mi contacto con el festival empieza así: mirando con recelo desde las sombras a las modernas. Más exactamente desde la sombra que daba una de las carpas del Sonar Village mientras veía a Dengue Dengue Dengue (Dengue x3 para los amigos (o por lo menos para los míos)). Entre el calor sofocante y lo que ellos denominan como tropical bass, me cuesta un poco entrar al mood. La gente baila y yo los odio. Las pintas. Los neones. El body paint en 2019. Muy modernas pero luego todos vamos al mismo Claire’s a por body paint. Tengo calor. Y entonces la revelación: esto es a lo que suena tener una insolación en medio del Amazonas. Los escucho en el fondo. Ahora bailan claqué. Definitivamente es una insolación. En ocasiones, entre sus ritmos más cíclicos meten alguna letra en español, algún sample, y vuelvo a mi ser, a que la música tenga algún sentido.
Los memes sobre el Sonar Complex que hemos hecho estos días (una sala con butaquitas y aire acondicionado para echarse una siesta escuchar electrónica experimental) se sienten más cerca que nunca.
Con ojos de primeriza: si el Sónar de algo entiende es de la importancia de los lugares oscuros y fresquitos en medio de julio. God bless them. Estoy empezando a entender el amor que tiene alguna gente con este festival porque tengo la sensación de que después de tres días aquí no voy a querer pisar un festival donde no entienda dónde empieza mi sudor y dónde acaba el de mi vecino mientras un señor toca una guitarra a las 6 de la tarde en una carpa en un descampado. Con la edad reemplazo la melomanía por un amor incondicional a los aires acondicionados.
El escenario XS da casi tan poco espacio al público como para maniobrar entre grupo y grupo: el escenario se mantiene, con una cabeza de caballo como pieza central, y crear la atmósfera adecuada depende solo de la música y la performance. Ahí toca Faka, “es así como rollito étnico” me dicen. Como Dengue Dengue Dengue entonces, digo. “No, pero divas”. Parece, por lo tanto, la transición perfecta entre el grupo que acabo de ver y Arca que veré en un rato.
Puestos en el mapa internacional gracias al desfile de Versace Primavera / Verano 2019, mezclan beats electrónicos con ritmos sudafricanos muy marcados, y uniéndolo todo sus voces graves, muy graves, cantando en afrikaans. Gays, negros y con dos pelucas que parecen del PartyFiesta, Faka son la pesadilla que tendrían cualquier alto cargo de Vox después de cenar demasiado en el restaurante chino de debajo de casa.
Supongo que están protestando por lo difícil que es ser gay en Sudafrica, pero no entiendo nada de lo que dicen y bien podrían estar leyendo el libro de instrucciones de la tele. La gente entra al juego: aunque sospeche que tampoco entiendan ni papa, hay momentos en los que alzan la mano como si desde el escenario estuviesen predicando un mensaje divino.
A mi, por supuesto, toda esta idea me encanta. Me encanta que haya divas en regiones inesperadas. Me encanta que las hayan traído a mi ciudad y que las tenga delante. Pero, sin embargo, la música me resulta estridente. No acostumbramos a percusiones tan rotas, tan faltas de fluidez que se caracterizan en la música africana. Y al final cuesta conectar con una música cuya historia te es ajena, y sientes que no llegas a apreciar la ruptura con lo tradicional que nos están trayendo en su totalidad.
Seguí con mi camino hacia el Hall donde en breves empezaría Arca. Después del controvertidísimo espectáculo que dio hace dos años (aquel en el que pidió a todos los niños que saliesen de la sala y ******** ****** ************* *** y ********* ****** **** y luego ***********), las expectativas estaban altas y la interminable cola que se formaron a la salida del Sonar Hall lo demostraban. Y no solo las colas: gente colándose, gente empujando, seguratas gritando. El ambiente caldeado y las dificultades para entrar hicieron que el show empezase casi media hora tarde.
Se apagan las luces y aparece él en lo que entre lo que a contraluz parece un vestido de lolita gótica que se distingue mejor entre focos como bondage meets ola de calor. Arca comienza cantando canciones de su aún último disco publicado: «Desafío«, «Piel«, «Anoche«.
Y, de repente, como si fuese parte de su cabaret industrial, rompe con todo lo que ha sido. Tiene el vestidor en el escenario. Esto quiero recalcarlo: tiene a su peluquero en el escenario. Se desprende del bondage para embutirse en un traje semitransparente de princesa pop de un futuro que nunca debió de existir. No hay ni rastro de Jesse Kanda en sus visuales, después de vivir un tiempo en Barcelona trabaja solo con artistas locales. Empieza la parte performativa y se mueve de una punta a la otra del escenario junto con un señor con la cabeza cubierta que mi desconocimiento sobre la cultura BDSM me limita para explicar.
Aun así, puede ser que sea porque son las canciones que más se ha escuchado el público, pero hay una conexión cuando canta canciones del «Arca» en el escenario, más que cuando hace cualquier otra. Un apogeo especial que se intenta sustituir cuando pasando por en medio del público perfumando su camino (literalmente, no es ninguna alegoría), con una conexión física más directa. En estas canciones, Arca sigue siendo música étnica, pero con sus claras referencias a (y samples de) cantautores latinos, esta etnicidad se siente como nuestra.
El Sónar, “festival de música avanzada”, entiende que en un mundo hiperglobalizado el futuro de lo underground es lo local. Local de aquí o local de allá, lo que falta ahora es que oídos como el mío se adapten al futuro, y que no sea tan raro dar el mismo valor a las raíces de la música africana o sudamericana como a Bob Dylan o Mozart. O por lo menos, yo que sé, hacerlos parte de la escala.
Un Sónar aspiracional
[ALBERT] Yo algún día quiero pinchar en el Sónar. Tengo amigos que fantasean con subirse al escenario como guitarrista de una banda indie generacional. Tengo amigas que les gustaría ser el siguiente ídolo trap, pero yo no. Yo quiero estar a un ladito, ir pinchando unos temas y que la gente baile y se lo pase bien, pero no ser protagonista. Ser feliz aunque no tenga la ovación. Me da igual que me aplaudan.
Cómo productor amateur, voy al Sónar 2019 a aprender y a inspirarme. Al poco tiempo de llegar, veo un individuo aparentemente muy normal pero que en su cabeza brota un fanalillo, una especie de mezcla entre un pez abisal y la típica linternilla de lectura de amigo-invisible-que-no-puede-superar-los-10-euros. Me comunican que es un transhumano. El tipo me inspira.
Llego al SónarVillage cuando Leon Vynehall se acaba de poner a pinchar. Me cuesta reconocerlo porque se ha cortado el pelo y porque no está pinchando nada parecido a su música. Va con una camiseta en la que se lee “Make Greece Acid Jamaica” que me temo que no entiendo en su totalidad. Un amigo me dice “festivales cómo el Sónar de Noche hay muchos, pero el Sónar de Día es único”. No sé si tengo una respuesta para eso tampoco. Con muchas incógnitas aún por resolver, me pongo a bailar.
Tal vez el deep house de «Music for the Uninvited» (2014) y «Rojus« (2016) simplemente no es extrapolable al gran formato, pero me decepciona que el beat brunchero eclipse totalmente las pistas que se van sucediendo durante la sesión de 2 horas. De todas formas, es buena sesión. En un momento dado, recibo una indecente propuesta de ir a la zona de networking, dónde hay barra libre de cerveza, pero la rechazo porque yo aquí he venido a bailar, no a hacer negocios. Bueno, la rechazo a medias porque solo tomo una cerveza y me vuelvo a bailar con Leon.
Justo después de Leon Vynehall, empieza allí mismo Ross From Friends, buenísimo representante de la electrónica en 2019. Me abstendré en esta crónica de cualquier chiste sobre su nombre. Trae a sus dos guardaespaldas de sonido: el saxofonista y el guitarrista. De Ross from Friends aprendo mucho, primero de todo, que en un directo cruyffiano ha salido a disfrutar con sus amigos, y luego que está demostrando que sí que se puede exportar un sonido delicado a un escenario gigante. Era el concierto más esperado del día para muchos y no decepcionan, a mí tampoco.
La gente baila en el ocaso y el concierto parece que dure diez minutos. Se nos ha olvidado que esto es sólo la jornada inaugural y que Felix (su nombre verdadero) había venido simplemente a prender los motores para mañana. Acaba con la ya conocida «Talk To Me You’ll Understand» y definitivamente se pasa con la gasolina. Ross From Friends me provoca lo mismo que a Phoebe, me inspira y me hace querer imitarlo. Mierda.
En el mismo escenario aparece Daphni, aka Caribou. Este señor ha marcado mi vida para bien o para mal, y si Ross From Friends es el niño prodigio que se divierte, Daphni es su profesor brillante y sensible. Puede parecer paradójico hablar de la sensiblidad de un señor que ensordece con un beat que te hace vibrar hasta los intestinos, pero os juro que es verdad. Dan Snaith tiene esas dos facetas de Dr Jekyll (house sensible y melódico, fka Caribou) y Mr Hyde (loco del technazo fka Daphni), y es imposible entender una sin la otra, cómo Hulk sin Bruce Banner, o Amaia Montero insultando a Malú sin la Amaia que canta baladas.
Daphni hace un poco lo que le da la gana porque a ver quien es el guapo que le da órdenes. Sabe mucho, me gustaría saber tanto cómo él. Tiene un algo robótico, de Asperger, de freak de la electrónica y el tío es perro viejo. Prácticamente pincha sin cascos mirando de tú a tú al público y va jugando con la tabla con las manos de un experto cirujano nada pretencioso. Es cómo un avanzado sistema de control industrial en el que si los ánimos bajan te mete beat, y que cuando te descuidas te los ha bajado para luego volverte a sorprender de forma mecánica. Acción-reacción.
A la hora, Daphni ya tenía el sistema calibrado. Y, cuando un tipejo random se acercó a mí para preguntarme “tens foc?”, me di cuenta que sólo faltaban 20 minutos para el cierre de las 12. Daphni se percató que los samples vocales ochenteros no le gustaban tanto al público cómo a él y la segunda mitad de la sesión fue aún mejor, en gran parte mérito suyo pero está claro que la noche y la bioquímica jugaban de su parte.
El estilo de Daphni es científico y pedagógico, sin dejar de estudiar a la muestra que es su público. Él no necesita una linternita en su cabeza para ser mejor que el resto, su cerebro ya es brillante (sin ánimos de ofender al colectivo transhumanista).
Cuando suenan las 12, la música acaba y la gente aplaude. Yo algún día quiero ser cómo él, aunque me aplaudan.