Si hay un documental que el mundo necesita en este año 2018 es precisamente «I Hate New York» de Gustavo Sánchez… Y aquí te explicamos por qué.
Llamadme naïf, pero lo cierto es que yo todavía sigo creyendo en el poder del cine como agente de cambio. Sí, ya sé que esto es algo absurdo si consideramos que las películas no son el producto cultural hegemónico que fueron en la segunda mitad del siglo XX, cuando realmente ejercían una ostentosa influencia a modo de aguja hipodérmica sobre la sociedad, creando tendencias de consumo y abriendo camino en lo que respecta a nuevos conceptos de moral progresista. Lejos queda también aquel cine primigenio que se creía a sí mismo como herramienta política practicada por una estirpe que fue de Eisenstein a Godard y que pareció perderse con el boom del cine de autor politizado de los 70 y parte de los 80.
El cine de hoy tiene menos capacidad de influencia que las series y que incluso los videojuegos. De hecho, lo queramos o no, nos duela más o menos, el cine estrenado en salas es cada vez menos relevante que el cine de estreno en plataformas online… Así las cosas, repito: llamadme naïf, pero a día de hoy yo sigo pensando que películas como «I Hate New York» (que, por cierto, mejor corres a verla porque estará en cartelera por tiempo limitado antes de dar el salto a VoD) son relevantes agentes de cambio que pueden -y deben- cambiar el mundo. Aunque sea solo un poquito. Aunque sea una influencia localizada, pero (si todo sale bien) puede que sea una influencia localizada que convierta el mundo en un lugar más amable en el que vivir.
Puede resultar chocante afirmar tal cosa cuando el documental de Gustavo Sánchez incluye la palabra «hate» en su propio título y, precisamente por eso, cualquiera podría pensar que es una nueva cumbre de la era del odio internetil. Pero no. Ni mucho menos. «I Hate New York» no es un film pensado para alimentar las eternamente hambrientas bocas de los haters virtuales, sino que más bien es un ejercicio que escarba en ese punto intermedio en el que, a veces, te encuentras a ti mismo a una distancia equidistante entre el amor y el odio hacia algo en concreto. Hacia Nueva York, en este caso. Como una especie de exorcismo visual del «New York, I Love You But You’re Bringing Me Down» de LCD Soundsystem. O algo así.
Pero no solo hacia Nueva York… Porque, como suele ocurrir con toda gran película (o libro o serie o lo que sea que te suela llega al corazoncito), el documental de Gustavo Sánchez habla de Nueva York pero en él te verás reflejado a ti mismo y a tu amor por cualquier espacio urbano, sea Nueva York u otro similar, que pone todo su empeño en expulsarte y desterrarte y vapulearte y exprimir tus ganas de vivir. El documental habla del desamparo al que te ves abocado si te empeñas en ser quien eres en un entorno que te permite ser quien tú quieras, claro, pero siempre que pagues el precio que te impone.
Aunque, a ver, espera. No adelantemos acontecimientos y empecemos por el principio, que es el propio núcleo argumental de «I Hate New York«: el documental retrata la vida de cuatro personas trans a lo largo de ni más ni menos que diez años en la ciudad de Nueva York. Cada una de las elegidas podría entenderse como una cara diferente de la vida trans. Amanda Lepore sería el éxito, aunque sería un éxito conseguido a base de llevar su propio cuerpo al límite y viviendo en un espacio de dos metros cuadrados (un espacio encantador, eso sí). Sophia Lamar sería el contrapunto (además de ex-amiga y ahora un poco enemiga) de Lepore, una mujer que ha intentado un camino similar pero sin tantas concesiones, sin sacrificar quién es y quién quiere ser. Chloe Dzubilo es la gran revelación del documental: una heroína oculta de la causa trans punk primigenia que, además, es portadora del virus del sida. Y T De Long, además de ser la pareja de Dzubilo, es un hombre trans agitador de la cultura de una Nueva York que se esfuerza en ignorar sus esfuerzos contraculturales.
Cuatro caras de la comunidad trans que, además, son retratadas por Gustavo Sánchez en un paréntesis temporal que, de hecho, es el primero de los motivos por los que «I Hate New York» es un relevante agente de cambio. A nadie se le escapará que la última década ha sido vital para la comunidad LGBTIQ, desde la que se ha activado todo un debate social en torno al género y a la necesidad de acabar con su concepción binaria para que, así, las futuras generaciones no hayan de crecer oprimidas por la urgencia tomar una decisión entre el blanco y el negro, sino que puedan habitar en una gozosa paleta de grises (y de colores de arcoiris) intermedios que, además, no hayan de ser absolutos ni definitivos. ¿Por qué habrían de serlo?
En este marco temporal es donde «I Hate New York» se crece como retrato pluscuamperfecto de una lucha activa que resulta más fascinante todavía por el hecho de alejarse de la beligerancia activista. La lucha de Amanda, Sophia, Chloe y T no es un batalla épica contra los organismos estatales ni contra las masas sociales opresoras. La suya es una lucha del día a día, de sobrevivir, de seguir existiendo un día más en un mundo que no se lo pone fácil y, sobre todo, de hacerlo aportando un poco de color a la vida de los que se les aproximan a través de su propio arte. Lo de estas heroínas (y héroe) cotidianas es demostrar a las generaciones que vienen detrás que otro mundo es posible, aunque hasta ahora sea un mundo desterrado a los márgenes.
Gustavo Sánchez, por su parte, construye el discurso de sus protagonistas como algo abierto, cambiante, mutante. Algo que va pasando por diferentes fases y que nunca acaba de concretarse del todo por mucho que en ocasiones sea sólido como una roca. La película se abre como un gozoso maelstrom y poco a poco va definiendo los contornos de sus líneas discursivas. Y es en esta ductilidad donde está el segundo motivo por el que «I Hate New York» es un necesario agente de cambio: porque se circunscribe dentro de ese cine «en construcción» que, sin lugar a dudas, nos está regalando las muestras más estimulantes de cine del siglo 21. El director disponía de una cantidad obscena de material audiovisual y, de hecho, la edición del documental fue un ejercicio pantagruélico que bien podría haber arrojado como resultado otro documental totalmente diferente. O varios documentales más.
Pero Sánchez decidió que este era el documental que quería hacer: uno que resultara necesario como vehículo de un debate social (y cultural e incluso moral) de su propio tiempo y altamente relevante como muestra de la más estimulante de las tendencias cinematográficas de la actualidad… Pero también uno que resultara emocionante por lo que tiene de espejo en el que el espectador puede verse reflejado. Ya lo he dicho al principio: «I Hate New York» va de Nueva York y de todas estas heroínas que lo pueblan. Pero también va de la distancia equidistante entre el amor y el odio hacia algo en concreto, especialmente hacia esa vida urbana que nos atrae y nos expulsa a la vez, que nos seduce con los cantos de sirena de lo cool pero que nos espanta cuando vemos lo que siempre ha anidado debajo de la superficie de neones y brilli-brilli y hipsteria colectiva.
Hacia el final de «I Hate New York«, hay una boda y una luna de miel y un momento en el que sientes los deseos de buscar la dirección postal de Gustavo Sánchez e ir a aporrear su puerta para obligarle a que cambie el nombre de su película por «I Love New York«. Porque no puede haber más amor en un film. Así os lo digo. Pero entonces viene el twist final y de nuevo llega la tristeza y la frustración y esa montaña rusa que lleva a los protagonistas del documental arriba y abajo y no los permite habitar en la felicidad porque saben que la tragedia está a la vuelta de la esquina. Pero también saben que después de la tragedia viene la calma y que los destellos de felicidad son deslumbrantes y cegadores y hacen que tu cuerpo rebose de luz por unos instantes y te obligan a pensar que todo merece la pena. Esa es la montaña rusa vital de las protagonistas de «I Hate New York«… Pero dime si no es también tu montaña rusa. Y la mía. Y la de todos nosotros. [Más información en el Facebook de «I Hate New York»]