Las primeras jornadas del In-Edit 2018 se han dedicado a redefinir los límites del documental musical con cintas como las dedicadas a la Sala Apolo y M.I.A.
A la salida de la sesión de «Apolo. La Juventud Baila» en el In-Edit 2018, alguien cercano al festival me explicaba que desde la organización habían tenido alguna duda que otra a la hora de incluir en la programación el documental de Marc Crehuet. Al fin y al cabo, habrá quien dude si los denominadores «documental» y «musical» pueden aplicarse en este caso o no. Y es que, de hecho, de eso va precisamente esta película: de un director real (Crehuet) que se espeja en un director ficticio (interpretado por Francesc Ferrer) y en su odisea particular a la hora de filmar un documental sobre los 75 años de historia de la Sala Apolo de Barcelona sin caer en los lugares comunes del género.
«Apolo. La Juventud Baila» viene a sumarse a ciertos estimulantes esfuerzos fílmicos a medio camino entre la realidad y la ficción que optan por el «work in progress» como forma no solo de dejar al descubierto el proceso creativo y todos sus entresijos, sino también de forzar los límites del formato cinematográfico más allá de los cajones y los corsés habituales. Lo «meta» sobrevuela gozosamente todo el metraje, ya no solo en el juego de espejos entre director y protagonista (tan maravillosamente Woody Allen), sino también en el hecho de que el realizador haya recurrido a los personajes de su propia serie «Pop Ràpid» para traerlos hasta el presente, enseñarnos cómo serían sus hipotéticas vidas pasado un tiempo y, por qué no, hacernos soñar con un Antoine Doinel en versión catalana y popera.
Lo «meta» es también la razón de ser de este tortuoso camino del director protagonista que va dando tumbos en su afán de no hacer el mismo documental de siempre: evitar los bustos parlantes, buscar el twist argumental espectacular (en este caso, recurriendo al tronchante «espectro de la Apolo«) que le dé la vuelta al documental a la manera que puso de moda «Catfish» (algo sobre lo que ya ironizó Noah Baumbach en su muy reivindicable «The Meyerowitz Stories» para Netflix)… Y, tras intentar comprender a las nuevas generaciones que atiborran el club, darse cuenta de que, como ocurre siempre, al final de lo que habla «Apolo. La Juventud Baila» es de uno mismo. Del director y de nosotros. De esa generación que ahora rondamos los 40 y que seguimos escindidos entre Eros (el hedonismo, las noches de fiesta) y Tanathos (el matrimonio y el sentar la cabeza que muchos seguimos identificando con una especie de claudicación final, de muerte en miniatura).
Lo más interesante del caso de la cinta de Marc Crehuet es que no tiene la forma de un documental, pero sí que cumple su funcionalidad: la historia de la sala se explica lateralmente, pero se explica al fin y al cabo y puedes estar por seguro de que llegarás a los títulos de crédito sabiendo un poquito más sobre este espacio imprescindible de la noche barcelonesa. Y no solo eso: ¿por qué consideramos «Alta Fidelidad» un libro / película musical cuando, si nos fiamos de su forma no lo es? Pues porque exuda música por todos los costados y porque hace algo más valioso para nosotros: no exponer una historia real, sino enfrentarnos a nuestra propia historia como aficionados a la música a través de una ficción que es un espejo en el que mirarnos, en el que reconocernos (o no) y, sobre todo, en el que cuestionarnos.
Llegados a esta altura del cuento, resulta imperioso lanzar una pregunta al aire: ¿es justificable la presencia de la cinta de Marc Crehuet en la programación del In-Edit 2018? Yo digo que no solo es justificable, sino que es necesaria en el momento particular que está viviendo este festival: superada la barrera de los quince años de existencia, parece que el In-Edit ha decidido embarcarse en su «work in progress» particular y aventurarse a explorar los límites del formato «documental musical». Ponernos debajo del morro trabajos con los que debamos establecer un diálogo y que cuestionen lo que esperamos cuando nos situamos delante de un documental musical.
Lo mismo ocurre, por ejemplo, en la bellísima «Beautiful Things» de Giorgio Ferrero y Federico Biasin. Para empezar, y si nos ponemos talibanes de las etiquetas, el hecho de que esta cinta formara parte de la Beinnale de Venecia de 2017 debería conducirnos a hablar de arte audiovisual más que de documental musical. Al fin y al cabo, aquí no se nos explica la historia de ningún cantante ni de banda alguna, tampoco de alguna discográfica peregrina o de un estilo en concreto. Lo que hacen Ferrero y Biasin es retratar a cuatro persona que no han hecho nada en el mundo de la música contemporánea. Son un operario de un pozo petrolífero de Texas, un marinero en un carguero filipino, un señor italiano en una cámara anecoica industrial (es decir: el silencio absoluto) y un trabajador en una incineradora de residuos suiza.
«Beautiful Things» es una exploración de cómo la sociedad de consumo industrial contemporánea crea vacíos legales (o más bien existenciales) en los que han de morar seres solitarios. Ferrero y Biasin estructuran la propuesta en cuatro capítulos en los que un preludio que -presuntamente- muestra la casa real de los retratados, siempre bulliciosa y repleta de ruidos molestos, se contrapone a una vida diaria suspendida en el vacío industrial en el silencio. De eso va «Beautiful Things«: de cómo estos seres solitarios inseminan esa devastadora realidad con inyecciones de belleza (de «beautiful things») que van desde la propia mirada de la cámara, que va descubriendo lo magnánimo de los paisajes, hasta la omnipresente música que se crea en esos espacios de forma diegética o extradiegética. Nunca sabemos si esa música está en los espacios o dentro de la cabeza de sus moradores. Lo que sí que sabemos es que «Beautiful Things» demuestra que los humanos nos diferenciamos de los animales, incluso en el seno del capitalismo salvaje, gracias a nuestra capacidad para crear belleza sea donde sea. En el vacío absoluto también.
Y, si «Apolo. La Juventud Baila» y «Beautiful Things» exploran los límites del formato «documental audiovisual», lo mismo puede decirse de la estimulante «Matangi / Maya / M.I.A.» de Steve Loveridge. Aunque en esta ocasión, más que una digresión autoconsciente y/o artística, nos encontramos ante un documento que ilustra de forma pluscuamperfecta la esquizofrenia del propio personaje de M.I.A., una artista que durante toda su carrera se ha visto escindida entre la vacuidad que se le presupone a una artista pop y la carga de sentido que ella misma otorga a su propio discurso de expatriada que huye de la guerra en Sri Lanka y se convierte en abanderada de la causa tamil.
Su principal problema, como ella misma apunta inconscientemente hacia el final del documental de Loveridge, es que intenta difundir la causa revolucionaria no por las vías del activismo clásico, sino a través de una industrial, la musical, especialmente la pop, que no está acostumbrada ni está dispuesta a permitir este tipo de disidencias capaces de despertar a las masas de su hipnosis colectiva. De la misma forma que le ocurre a la artista retratada, «Matangi / Maya / M.I.A.» oscila continuamente entre las expectativas del espectador, que quiere saber más sobre la historia musical de la artista, y la realidad de un documental mucho más interesado en ir de la parte (la lucha de Maya Arulpragasam dentro de la industria musical) al todo (la impermeabilidad de la lobotomización colectiva a la que quiere someternos la cultura popular).
No me extrañaría que hubiera quien, al salir de la sesión de «Matangi / Maya / M.I.A.«, expresara decepción por haber ido a ver la historia de la artista y encontrarse con un panfleto político. De nuevo, el In-Edit explora los límites del formato del que se nutre y nos pone contra las cuerdas: ¿si entramos en el juego de apuntar que este no es un documental musical porque está preñado de una política excesiva no estamos siendo tan opresores como la propia industria musical que quiere apartar a M.I.A. por los mismos motivos? Puede que esta sea una pregunta sin respuesta, pero el hecho de que el In-Edit 2018 nos haga entrar en este tipo de dialécticas solo pueden indicar que nos encontramos ante la pletórica madurez del festival. ¿O no llegamos todos a la madurez precisamente en el momento en el que nos replanteamos los límites de una identidad que hasta entonces habíamos percibido como unívoca? [Más información en la web del In-Edit 2018]