«Pose» ya es una de las grandes series del año… Pero aquí nos preguntamos: ¿por qué nos hemos enamorado de ella cuando lo tiene todo para ser odiada?
Mis pensamientos iniciales al acabar el primer episodio de «Pose» no fueron nada halagüeños… Más bien todo lo contrario. Y permitidme que los ventile antes de nada para, así, poder clarificar el aire y llegar a lo que de verdad importa: que la nueva serie de Ryan Murphy es una verdadera maravilla. Aun así, en el primer episodio ya se revelan ciertos tics generales en el corpus televisivo de este nuevo geniecillo catódico y concretos en «Pose» capaces de alertar a cualquiera que haya sido gay durante algo más que dos minutos de su vida (y puntualizo esto porque, mira, es que a día de hoy parece que todo el mundo sea gay, aunque sea durante dos minutos de su vida).
Para empezar, sobre la serie flota la ominosa sombra del oportunismo. Eso no lo puede negar nadie. Nos encontramos en un momento en el que la cultura drag está viviendo un resurgir realmente impresionante gracias, básicamente, a la astucia de un RuPaul que ha sabido montar un verdadero imperio (económico, pero también con estructura de imperio regentado por una reina madre implacable) a partir de su programa de televisión. De «RuPaul’s Drag Race» se ha desprendido todo un linaje de drags que están triunfando con otros programas televisivos, películas, canciones, discos, merchandising, live shows y todo lo que se te pueda ocurrir. Algo así como la Disney, pero en versión travesti.
Lo más interesante es que ese imperio económico está ampliándose con otros mini-emporios circundantes que están intentando sacar tajada… Ahí está, por ejemplo, Netflix y sus películas drags. En ese marco, el carácter oportunista de «Pose» resulta incontestable: desde HBO debieron decir «oye, deberíamos tener alguna serie que guste a toda esa legión de fans de las drags queens, ¿no?«. Así que es de suponer que se pusieron en contacto con Ryan Murphy y este, aficionado a los grandes gestos dramáticos, respondió: «¿Una serie drag? ¿Y ya está? Hold my beer… ¿Por qué no hacemos una serie que pase a la historia por tener el casting con más personas trans de la historia?«. Dicho y hecho.
Y ya no es solo que Ryan Murphy haya pasado de ser un trend-setter televisivo a ir un poco a rebufo de lo que está ocurriendo (primero aprovechando la ola de procedimentales y «true crimes» en «American Crime Story«, ahora subiéndose el unicornio multicolor de lo gay y lo travesti y la conciencia social sobre la cuestión de género), sino que, analizando un poco sus últimas producciones, no es difícil establecer un patrón de conducta bastante preocupante por lo que tiene de tendente a la idealización. Sus dramas criminales sobre O. J. Simpson y Versace fueron (apasionantes) cantos de amor a los clichés estéticos de los 80 y los 90 sin cuestionarlos para nada. Y «Feud» fue una verdadera barra libre de memorabilia indulgente fascinada (y fascinante) por la época dorada de Hollywood.
Así llegamos a «Pose«, cuyo primer capítulo seguramente atrajo a muchos fans de «Paris is Burning» que acabarían escandalizados por la idealización (a priori) estéril de la serie de Ryan Murphy. Si algo aprendimos en el documental de Jennie Livingstone (y en muchos otros documentales y ficciones que han venido detrás, especiales en unos últimos años en los que hemos podido gozar de maravillas como «120 Pulsaciones por Minuto» o «When We Rise«) es que el marco espacio-temporal en el que se desarrolla «Pose«, el Nueva York de principios de los 90 con el sida azotando a la comunidad LGBTIQ, estaba preñado de suciedad y tristeza a múltiples niveles.
Las ball rooms que quedaron inmortalizadas en «Paris is Burning» fueron una celebración para una comunidad que, viendo como sus filas estaban siendo diezmadas por culpa de una pandemia a la que el resto del mundo parecía hacer vista ciega, necesitaba motivos de celebración. Y aunque estos festejos estuvieran repletos de musicón y de alegría erótico-festiva, esto no era nada más que una máscara con una sonrisa para ocultar el llanto del rostro que cubría. Un rostro, por cierto, formado por cientos de personas que vivían en los límites de la pobreza y en los márgenes de la sociedad.
La protagonistas de «Pose» es la House of Evangelista, una casa cuya madre es seropositiva y en cuyas filas hay una chica trans (a un único y decisivo paso de la transición total) que ha de prostituirse para sobrevivir, un bailarín en ciernes que descubre que es gay en la era del sida, otro chico que tiene fama de Don Juan homosexual también en la era del sida y un pequeño camello que ha vivido media vida a la intemperie en parques y muelles. No tienen dinero para adecentar su casa y todos malviven con una única ilusión: triunfar en los balls que se celebran religiosamente en la ciudad de Nueva York.
Sin embargo, en «Pose» no hay ni rastro ni de suciedad ni (casi) de drama. Rara vez se le da cancha a la tristeza. Todos y todas son guapísimas y lucen en perfectísimo estado de salud, incluso los que viven con el VIH. Las chicas trans son incluso más bellas que las biológicas cuando, siento mucho decir esto aquí y ahora, pero los avances de la cirugía y la medicina por aquel entonces rara vez alumbraban chicas trans sin macula, sino que lo que más abundaban eran los hombres con peluca y en estado de salud regulero, a los cuales no se les ve el (ejem) pelo en ningún episodio de la serie.
Repito: muchos se habrán acercado a «Pose» esperando encontrar una ficción que hiciera justicia a «Paris is Burning«… y lo que han encontrado es más bien una versión de «Friends» en la que los protagonistas son seropositivos. Pero no les afecta para nada, claro. Tampoco se les nota a las tramas, que rara vez hacen hincapié en la enfermedad o en la exclusión social de la comunidad LGBTIQ a principios de los 90. Así que el resultado final tiene aquella cualidad de idealización que tanto nos fascinó en «Friends«, que nos vendió una visión de la amistad peterpanizada a prueba de balas incluso cuando la vida adulta acecha al girar cada esquina dispuesta a arrearte un pepinazo de realidad pura y dura.
Aquí viene, eso sí, lo magistral en el caso de «Pose«: que, como «Friends«, funciona. Y engancha. Y lo tiene absolutamente todo para convertirse en un clásico de la historia de la televisión una vez fuerzas un acto de fe para olvidar que esto no va de retratar la realidad de aquella escena… sino su visión idealizada. Murphy no quiere hacer caer la máscara, sino festejar la máscara en sí misma. Y, oye, al final es inevitable que, como espectador y gay, te preocupes: ¿por qué no? ¿Por qué todas las ficciones han de ser hiperrealistas y mostrarnos lo jodido que fue la era del sida con pelos y señales y sangre y excrementos? ¿Por qué no podemos tener también ficciones que se centren en los valores positivos de familia, amor y comunidad que siempre han rodeado a las siglas LGBTIQ?
De esta forma, en «Pose» hay gente seropositiva, claro, pero esta condición no define su existencia y siguen luchando para vivir y triunfar sin quedarse atrancados en la trampa mental de la muerte inminente. Hay chicas trans capaces de mantener una relación con un tipo casado y hacerlo en sus propios términos, sin venderse en el proceso. Hay bailarines que triunfan en el mundo de la danza contemporánea viviendo en la -presunta- pobreza. Hay chicos promiscuos que nunca enferman de sida. Hay mujeres que optan por la transición final pero que son capaces de renacer en su propio instinto maternal pese haber sido unas víboras un par de capítulos antes. Hay mujeres trans que luchan por su derecho a que les sirvan una copa en un bar de ambiente sin que la protesta se convierta en un dramón final.
Y también hay balls en los que la comunidad LGBTIQ se vuelca luciendo unos modelazos y unos lookazos en los que se intuye una inversión monetaria impensable en aquella coyuntura social, pero… so what? ¿Qué más da? ¿Qué importa que «Pose» no sea realista cuando, a partir del segundo capítulo, te engancha de forma irremediable por lo que tiene de espejo en el que te gustaría verte reflejado, no en espejo que se esfuerza en mostrar la crudeza de la realidad? ¿Qué más da que no haya unos arcos argumentales ambiciosos e intrincados y que cada capítulo se pueda consumir casi de forma individual (¿hola de nuevo, «Friends«?) cuando lo que obtenemos al final es un «tranche de vie» arrebatador y emocionalmente sublime?
Bueno, vale, «Pose» es un pedazo de una vida tan falsa como estas mujeres trans bellísimas que, como Alyssa Edwards, se sientan sobre un secreto. Un secreto muy grande. Pero es que, por una vez, y sin necesidad de venirse arriba y que ahora todas las nuevas series LGBTIQ sean así, de vez en cuando también viene bien olvidarse un poco de lo jodido que fue aquella época y celebrar por todo lo alto lo que tuvo de buena, desde su estética a todo un conjunto de valores humanos que consiguieron fortalecer a toda una comunidad justo en un momento en el que, por momentos, estuvo a punto de desaparecer por siempre jamás. [Más información en la web de «Pose» en HBO]