Resulta curioso comprobar cómo, de vez en cuando, los caprichos de la industria musical provocan que varias bandas, sin proponérselo, se vayan encuadrando dentro de una corriente por el mero hecho de que coinciden en el tiempo. A la vez, para justificar todavía más la relación entre ellas, se le suma que comparten (igualmente sin buscarlo) ciertos cánones estéticos aunque difieran en sus referentes más directos. Esta es la mejor manera de acuñar una etiqueta determinada y así buscar una característica que ayude a recordar ad aeternum un año en concreto. Se podría poner como ejemplo 2009, época en la que irrumpieron con inusitada fuerza y asombraron a medio mundo tres grupos diferentes entre sí pero que acabaron formando parte del resurgir del indie-pop de filiación británica… siendo norteamericanos: The Pains Of Being Pure At Heart, The Drums y Girls, nombres de sobra conocidos y sobados cuyas trayectorias discurrieron en paralelo con algunos puntos de conexión. El más reciente y destacado: el abordaje a su segundo disco, durante el cual intentaron capturar la esencia de la célebre sentencia lampedusiana “cambiar algo para que todo siga igual”. En este sentido, los primeros de la terna certificaron hace varios meses que su segundo trabajo, “Belong” (Slumberland, 2011), logró estar a la altura de su aclamado debut (“The Pains Of Being Pure At Heart”; Slumberland, 2009) a pesar de presentar un sonido más compacto y menos juvenil que su predecesor. Por su parte, sus vecinos de Brooklyn también decidieron variar el rumbo iniciado con su EP “Summertime!” (Moshi Moshi, 2009) en un disco (“Portamento”; Moshi Moshi, 2011) que se acaba de publicar y cuya revisión será posible leer aquí mismo en breve, Los de San Francisco, los terceros en discordia, idearon un plan similar pero con intención de ir mucho más allá…
Efectivamente, los Girls de 2011 no tienen nada que ver con los de hace dos temporadas. De hecho, los de 2010 tampoco, como dejó bien claro el EP “Broken Dreams Club” (Fantasy Trashcan, 2010): sus seis cortes confirmaban que la extraña euforia que desprendía su estreno, “Album” (True Panther Sounds, 2009), a pesar de la rocambolesca y trágica biografía de Christopher Owens (cabeza visible del combo junto a Chet ‘JR’ White), se había evaporado a favor de un sonido más depurado y adulto que recuperaba el sabor añejo del pop asentado entre los 50 y los 70 en Estados Unidos. Esta fue la plantilla que el dúo utilizó para dar forma a parte de la vasta cantidad de canciones que, en palabras del mismo Owens, tenía guardada en un cajón y que cabría en, al menos, seis álbumes. Aquí está el primero de ellos, “Father, Son, Holy Ghost” (True Panther Sounds, 2011), con un título un tanto confuso que puede desorientar acerca de su discurso interno. Si bien es cierto que la vida de Owens estuvo dramáticamente relacionada con la religión (perteneció a la fuerza a la secta Los Niños de Dios), siempre intentó escapar de ella una vez se había desprendido de sus cadenas. Ese aire de libertad se respiraba en su primer largo (sus composiciones se basaban en el amor, los encuentros con chicas y las relaciones con los amigos) y se sigue palpando en su continuación, pero de un modo diferente: ya no entre rayos de sol, odas a Brian Wilson y golpes shoegazer, sino de forma meditada e incluso solemne.
Sin embargo, el comienzo de “Father, Son, Holy Ghost” vuelve a engañar y a confundir, ya que la efervescencia de “Honey Bunny”, la luminosidad de “Alex” y las guitarras afiladas (en un remedo rockero setentero demasiado pesado) de “Die” parecen enlazar directamente con la efusividad de “Album”, estableciendo un puente invisible entre ambos discos. Un espejismo al comprobar cómo, más adelante, se encuentran los fantasmas de Roy Orbison o Buddy Holly flotando lenta y dulcemente sobre el armazón clásico de “Magic”, “Saying I Love You” y “Lovelife”. Estas dos últimas piezas acotan el tramo central del LP, fase reflexiva de gran profundidad que define en gran medida su significado y ambientación. En este tramo, Owens desnuda todos aquellos temores personales e inseguridades que antes cubría, en un acto de disimulo, de melodías alegres y resplandecientes y los encaja en baladas de diverso tono: una mecida por cautivadores coros femeninos (“Myma”); bien de largo desarrollo con final épico en la que la voz de Owens se desliza por una montaña rusa emocional (“Vomit”); y otra basada en un intenso diálogo con la guitarra acústica, punteado por sugerentes acordes eléctricos y adornado con cuerdas y sutiles vientos de fondo (“Just A Song”). Esta tríada facilita, además, la comprensión del planteamiento previo que Girls establecieron de cara a la construcción de “Father, Son, Holy Ghost”, puesto que en él destacan las estructuras de minutaje extenso en las que incluso hay espacio para el virtuosismo instrumental, como sucede en “Forgiveness”. Es decir: adiós a los breves y urgentes pildorazos pop.
Esta es la nueva cara de Girls y, por extensión, de Christopher Owens. Con todo, no se puede asegurar que este aspecto externo se mantenga en el futuro: si en su momento el de San Francisco pensó que lo mejor era darle una vuelta de tuerca al sonido que lo sacó del anonimato, quizá de aquí en adelante empiece a diseñar otro movimiento sorprendente. Si hacemos caso al californiano, él y su compinche ‘JR’ White poseen material, habilidad y agallas suficientes para llevarlo a cabo.