¿Sabes cuando una película de pronto atraviesa tu experiencia festivalera y te lleva a un lugar muy pero que muy especial? Pues eso ha ocurrido en el D’A 2018 con «Grímsey».
Supongo que la mayor parte de la gente opina que, para los periodistas, un festival es una experiencia maravillosa de luz y color. Que nos pasamos el día transportándonos de un lugar a otro flotando sobre nubes de arcoiris y que al llegar la noche solo nos dedicamos a sonreír y suspirar en nuestras camas al pensar en lo maravilloso que hemos vivido durante todo el día… Y, vale, parte de realidad hay en esa apreciación.
Pero también hay otro reverso oscuro en esta experiencia en la que también existen jornadas maratonianas de tres o cuatro películas seguidas, algunas con las que no conectas del todo más por cansancio que por su propia calidad y, sobre todo, una sensación de agotamiento emocional y físico que hace que no sonrías demasiado en la cama, sino que te quedes dormido inmediatamente sabiendo que mañana siempre habrá más.
Vale. No todo es bonito. Pero tampoco todo es feo. De hecho, de vez en cuando te encuentras con una película que revaloriza por completo tu experiencia festivalera y te recuerda por qué estás ahí, por qué adoras el cine, por qué sigues enamorado de esta expresión artística que a veces, muy a veces, y de forma inexplicablemente mágica, te habla directamente a ti y solo a ti, dialogando con tu propia vida y llevándote a reflexiones que ni tu mejor amiga podría levantar debajo de tu piel.
En ocasiones, en medio del magma de cansancio y acumulación mental, surge una película que es como si alguien te pusiera una mascarilla de oxígeno y te diera fuerzas no solo para seguir adelante… Sino para seguir adelante con un ánimo positivista, optimista y cargado de emociones limpias y claras. Para mi, en este D’A 2018 que estamos viviendo estos días en Barcelona, esa película ha sido «Grímsey«. Y de ella os quiero hablar a continuación.
El punto de partida de «Grímsey» puede parecer mucho más que trillado: un hombre llega a Islandia siguiendo la pista de su novio, del que hace semanas que no sabe absolutamente nada. No le responde las llamadas y, de hecho, parece estar huyendo precisamente de él. El protagonista se embarca en una búsqueda a la que se une, de forma inicialmente casual, otro español que está trabajando como guía turístico en Islandia. Ambos, cada uno con su mochila emocional, van escurríendose a través de un paisaje mutante y cambiante, siempre fascinante, que conecta atávicamente con el páramo de la vida moderna, de las relaciones en descomposición, de esas personas que huyen sin querer aceptar que, cuando huyes, tus problemas van ahí, en el asiento del copiloto, dispuestos a acompañarte allá donde vayas.
Lo interesante del film de Richard García y Raúl Portero (quienes, a su vez, encarnan a los dos protagonistas) es que consigue subvertir los lugares comunes de este tipo de road movies. El paisaje es un protagonista más de la película, claro, pero a veces es capaz de aparecer incluso como erupción violenta y onírica, casi pesadillesca, en los sueños del protagonista. Entre los dos protagonistas irá estableciéndose un vínculo cada vez más profundo, pero lo hará a base de silencios porque, al fin y al cabo, el silencio es el único caldo de cultivo en el que puede proliferar nuestra empatía hacia el prójimo. El sidekick nunca impone su historia, sino que esta es contada a través de gestos mínimos, una lágrima escondida, una llamada de teléfono, un intra-argumento que se trenza en el interior de la historia principal pero que tiene casi tanta fuerza como esta.
Y, sobre todo, «Grímsey» no es una película de diálogos… aunque sí de grandes reflexiones (y una excepcional banda sonora). Son reflexiones que, en una sublime metáfora de la neurosis moderna, el protagonista suelta en un contestador que nunca será escuchado por la persona a la que van dirigidas. Reflexiones que nos descubrirán que el bueno no siempre es bueno y que el malo rara vez es malo. Todo es mucho más complejo. Y, por eso mismo, porque todo es complejo, el final del film de García y Portero resulta ser una sorpresa contemplativa en la que sobran las explicaciones. Y también las palabras.
Esto es lo que pienso de «Grímsey» como periodista… Como ser humano, lo que pienso es lo siguiente: Richard, Raúl, ¿cómo carajo os habéis metido en mi cabeza para sacar de ahí esta película tan maravillosa? Pues, nada, que eso: GRACIAS.
Y, bueno, ya sé lo que me vais a decir: que vaya mierda de crónica del D’A 2018 que lo único que he hecho es hablar (de forma particularmente subjetiva) de una única película… Pues, oye, mirad, no. Aquí van otras dos cintas que, en los últimos días, han conseguido hacerme vivir un poquitín en ese mundo de nubes de arcoíris del que hablaba al principio de todo. La primera de ellas es «The Green Fog«, con la que Guy Maddin viene a demostrar lo que muchos ya sabíamos de él: que es un cachondo de la vida y que, en respuesta a todos esos que siempre han dicho que es un artesano a la hora de conjurar la estética del cine mudo, se ha marcado una boutade divertidísima que no tiene más sentido que hacer que el espectador se tronche. Misión cumplida.
Por su parte, mucho ojito con «Trinta Lumes«, la joyita de Diana Toucedo que viene a ser algo así como el sueño húmedo de Apitchapong Weerasethakul en versión gallega. Esta cinta misteriosa y hermética habla de la tensión entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos, entre los presentes y los ausentes en un pueblecito gallego en el que late la tradición oral más mágica. Toucedo practica el cine de los cinco sentidos entrevarados e invita al espectador no solo a buscar un argumento semi-soterrado, sino sobre todo a escuchar el paisaje, a sentir el interior de las casas, a ver los sonidos del campo y del interior de construcciones abandonadas. «Trinta Lumes» no es una película: es una experiencia que alimenta el alma. [Más información en la web del D’A 2018]