Ya sea por el final de «Lost» primero o ahora por «Super 8«, lo que está claro es que el titular es inevitable y jugoso: J.J. Abrams, rey de la decepción. Y ojo, que no hay ninguna implicación peyorativa en lo dicho. Más bien todo lo contrario. A base de cultivar lo imprevisto y el salirse por la tangente hacia las antípodas de lo que esperan sus fans (poniéndose siempre mucho más sentimental de lo que todos desearíamos), Abrams nos obliga a preguntarnos: ¿defrauda continuamente nuestras expectativas como juego o, simple y llanamente, tenemos que empezar a interiorizar que lo suyo tiene más que ver con la simpleza familiar de Spielberg que con la generación de directores fantacientíficos como el Vincenzo Natali de «Cube» (1997), el Darren Aronofsky de «Pi» (1998) o Shane Carruth y su imbatible «Primer» (2004)? «Super 8» no proporciona respuesta alguna a esta cuestión… Pero, depende de cómo se lea, puede repartir determinadas pistas para que cada uno se forme su opinión. Salvando las distancias, es por este motivo por el que al cine de Kiarostami, por poner un ejemplo, se le supone un plus de interés: porque establece un diálogo con el espectador que va más allá de la acción pasiva de ver una película. No es mi intención poner a Abrams al mismo nivel del iraní, pero está claro que «Super 8» está siendo una de las películas más debatidas de la temporada. Por algo será.
Para empezar, porque lo más probable es salir de la sala con la sensación de que te han dado gato por liebre. ¿Por qué? ¿No seremos nosotros (espectadores y prensa) los que nos hemos hecho una paja excesiva con lo único que teníamos a mano hasta un mes antes del estreno? Es decir: ese trailer en el que, tras el accidente de tren, una escotilla salía volando en lo que parecía la liberación de un monstruo que iba a hacer que todo un pueblo se cagara patas abajo (y, con él, todo aquel que se ponga delante de la pantalla). Nada más lejos de la realidad: «Super 8» no es un «Monstruoso» (Matt Reeves, 2008) en versión 2.o. Ni lo pretende. Pese a que Abrams tenía en sus manos la posibilidad de marcarse una trepidante cinta de acción terrorífica (que es lo que esperaba todo el mundo), resulta que su intención era otra muy diferente: honrar la memoria de toda una genealogía de cine ochentero familiar y bienintencionado que empieza en «Cuenta Conmigo» (Rob Reiner, 1986), pasa por «The Goonies» (Richard Donner, 1985) y «Exploradores» (Joe Dante, 1985) y acaba, inevitablemente, en el maestro de las armas de destrucción emocional masiva: Steven Spielberg (¿cuánto habrá metido la mano el productor en el guión?) Con este punto de partida, lo esperable (y deseable) sería que Abrams trasgrediera los códigos del thriller familiar con niños que se enfrentan a un peligro que les supera y propusiera fugas inteligentes, elocuentes e incluso gamberras. El rey de la decepción, sin embargo, prefiere ceñirse al patrón establecido y no soltarlo ni en un edulcoradísimo final que hermana a «Super 8» con la oda a los extraterrestres amigables de «E.T.» (Steven Spielberg, 1982).
Eso no significa que lo de J.J. Abrams sea pura mímesis sin alma: escenas de una pluscuamperfección tan impactante como la del accidente del tren (con esa utilización del sonido como herramienta de invasión de la zona de comfort del espectador) o la del primer ataque de la criatura (de nuevo con el sonido de una manguera poniendo gasolina marcando el crescendo diegético de la tensión) dejan a las claras que si quiere, puede. El problema (o no) es que no quiere: su intención está clara desde el principio y no va supeditada ni a la trepidancia ni a la rimbombancia. Y si tras la exposición del linaje ochentero del film esperas encontrarte un retrato de niños encantadores que se te van a quedar en la memoria, mejor quítatelo de la cabeza: aquí no hay un Gordi ni un Data (aunque el parecido del protagonista, el debutante Joel Courtney, con el Elliott interpretado por Henry Thomas en «E.T.» es desconcertante), y por mucho que Abrams tendría a huevo explotar la piromanía de Cary (Ryan Lee) o las vomiteras de Martin (Gabriel Basso) para crear personajes icónicos, estas características aparecen suavizadas y, por lo tanto, mucho más verosímiles. De hecho, incluso el personaje del rellenito Charles (Riley Griffiths) huye del estereotipo de gordito gracioso para conformar un caracter que roza lo desagradable. Entonces… ¿son personajes pobremente configurados por un autor de tres al cuarto o poderosamente reales según la voluntad de un demiurgo dispuesto a defraudar con tal de llevar hasta el final sus ansias de coherencia?
La respuesta, de nuevo, depende de cada espectador: de la relación viva que haya con «Super 8«, del diálogo (de los varios diálogos posibles) entre lo que se ve y lo que se piensa. Si te defraudó el canto al amor del final de «Lost«, está claro que el cierre de la nueva película de J.J. Abrams no te va a satisfacer al 100 %… Tras las voces airadas que califacaban de tontada eso de enseñar el monstruo al final de «Monstruoso«, en «Super 8» el director parece reirse de aquellas críticas haciendo que, en el clímax, verle la cara a la criatura no sea una posibilidad, sino una necesidad sobre la que se erige el discurso humanista de la cinta. Es probablemente este punto en el que la pregunta inicial de esta crítica parece más cerca de una respuesta: sí, Abrams te está defraudando con estas minas antipersona de sentimentalismo familiar hollywoodiense… Pero, ¿no habrá sido más bien que eres tú el que ha pretendido estar delante de una película muy diferente a la que te han estado ofreciendo desde el minuto uno? ¿Ha convertido Abrams su talento para defraudar en su mayor virtud? Inclínense ante el rey de la decepción.