Guillermo del Toro y Yorgos Lanthimos triunfan en el Festival de Sitges 2017 con dos películas que tienen en común ser un canto al amor.
Digámoslo alto y claro: el arranque del Festival de Sitges 2017 nos ha dejado muy buen sabor de boca de cara a lo que esté por venir. Son cerca de una decena las películas ya vistas, pero hay dos títulos abarcan todo lo que a los demás no llegan. Hoy quiero hablaros de ellas porque, curiosamente, «La Forma del Agua» de Guillermo del Toro y «The Killing of a Sacred Deer» de Yorgos Lanthimos se me antojan dos películas tan diferentes como parecidas en muchos aspectos… Y no solamente porque ambas sean dos grandes obras del cine actual y quizás, las mejores películas de sus dos creadores. También porque ambas tienen en común una máxima realmente importante: el amor sí lo es todo. Y no siempre sale bien.
LA FORMA DEL AGUA
Guillermo del Toro no tiene miedo a hacer cine. Si ya lo dejó claro con «El Laberinto del Fauno«, ahora, años después, el director mejicano da otro nuevo golpe de efecto para volvernos a hacer creer que la coexistencia, de cualquier tipo, es posible.
No es casualidad que la época escogida por el creador a la hora de situar la historia de «La Forma del Agua» sea la Guerra Fría, cuando las hostilidades estaban a la orden del día y la capa de ofensa era fínísima. La homofobia y la falsa familia feliz estaban igualmente de moda. Un ámbito para nada atractivo y que, sin haber vivido, me atrevo a decir que fue cuanto menos desquiciante. Un contexto temporal en el que quizá algún enajenado quisiera vivir.
Es precisamente en ese escenario de falsedad, enfrentamientos y desconfianza en el que una joven limpiadora muda Elisa (interpretada por Sally Hawkins), descubre en las instalaciones en las que trabaja a un hombre-anfibio, un ser acuático tan maravilloso como perdido y maltratado a causa de los experimentos a los que es sometido. Ambos, pronto se caen bien y Elisa empieza a programar encuentros furtivos con él, entre otras cosas para llevarle huevos cocidos: la que parece ser su nueva comida favorita. ¿Hay algo más simple que un huevo cocido? Pues lo mismo pasa con el amor.
Con «La Forma del Agua«, Guillermo del Toro se ha tirado de cabeza a la piscina. Bucea y no parece llevar botella de oxígeno. Pero tampoco parece importarle. No hay mayor placer que ver a un cineasta amar el cine, disfrutarlo y homenajearlo constantemente en sus películas, cuidar cada detalle como si fuera el único (que no el último), tratar cada plano de su película como si fuera el más precioso de sus retoños. Arriesgar en cada letra del guión y exprimir el jugo a una historia mil veces contada, con el fin de hacerla absolutamente única, sutil y honesta. Suya. Todo en «La Forma del Agua» parece fluir como un complicadísimo paso de claqué… ¿Acaso podemos pensar que Shirley Temple no había ensayado lo suficiente para subir aquella escalera de la mano de Bill Robinson? Seguro que sí y, sin embargo, todo en ella parecía fluir como por arte de magia. Igual que en este film, donde todo parece discurrir sin esfuerzo alguno.
No hay mayor satisfacción que ver a una persona ser valiente sin importar lo que pueda venir. Así, precisamente, es el amor romántico que hoy nos acontece: valiente, sincero, puro, sin vergüenzas, sin necesidad de adornos, sin colores, sin mentiras, a veces torpe y, por supuesto, sin voz… Porque, ya se sabe, cuando se siente de verdad, no hacen falta las palabras.
THE KILLING OF A SACRED DEER
Bajo una premisa igualmente arriesgada, y también con el punto de partida del amor (en este caso, familiar), Yorgos Lanthimos vuelve a la gran pantalla para hacer de las suyas. Y es que en el imaginario del griego no existen los límites: tan pronto te encuentras en medio de una caza humana como teniendo que decidir a qué miembro de tu familia sacrificar. Tal cual.
A estas alturas, creo no exagerar al decir que Lanthimos se mueve como pez en el agua en ambientes donde lo importante es crear esa incómoda sensación opresora y agobiante que le caracteriza. En el caso de «The Killing of a Sacred Deer«, lo consigue trasladándonos al núcleo de una familia (formada por Nicole Kidman, Colin Farrell y sus dos hijos) que ve violada su convivencia por la aparición de un personaje encarnado por un soberbio y desquiciante Barry Keoghan, un joven que exige un “ojo por ojo” bastante particular al padre de la familia. Mediante este punto de partida, Lanthimos acaba convirtiéndonos, contra nuestra voluntad, en partícipes de aquella atrocidad. No hay favoritos en una familia cuyos miembros son de hecho bastante odiosos, no podríamos elegir solamente a uno y, sin embargo, llegado el momento, tenemos que hacerlo.
La obsesión por la justicia no es la única de las obsesiones que aparece en el film de Lanthimos, donde todos y cada uno de los detalles se me antojan necesarios para entender, querer y odiar a una familia cuyos miembros parecen completos desconocidos entre sí: mantienen conversaciones sobre cosas banales, no parecen tener vínculos afectivos más allá de un choque de manos y, casi hasta el mismo final, no se aprecia un sufrimiento real. Un ambiente más que enrarecido que se completa, no podía ser de otra manera, con unos planos generales de una perspectiva exagerada al extremo que parece querer introducirnos en una constante catedral gigantesca sin salida aparente. La música, por su parte, termina de hacer los coros para situarnos del todo en medio de esta especie de ceremonia en la que el sacrificio parece inminente y donde el amor, como decíamos, está al mismo nivel que el egoísmo o la culpabilidad, todos sentimientos que desembocan en un abismo inevitable.
TAMPOCO TE PUEDES PERDER…
TRAGEDY GIRLS, de Tyler MacIntyre. Me declaro fan incondicional de esta historia a lo «Spring Breakers» donde dos jovenzuelas la mar de dicharacheras y obsesionadas con las redes sociales y con los asesinatos deciden alegremente secuestrar a un serial killer para que les ilustre en la labor de matar. Un puñado de guiños al género, clichés a cholón y ser macarra hasta decir basta a la hora de reírse de uno mismo… No hace falta mucho más para hacer redonda a una película que, si bien no apuntaba a ser de las mejores, sin duda es de lo más atrevido que llevamos visto en el Festival de Sitges 2017 (sin contar «The Biggest Thing That Ever Hit Broadway«, que es otra historia entera a desarrollar). Me atrevo a decir que será de las cintas más cómicas que veamos en toda la edición.
THE ENDLESS, de Aaron Moorhead y Justin Benson. Con un presupuesto más cerca al nulo que a cualquier otra cifra, Moorhead y Benson (autores de «Spring«) nos traen su nueva creación en la que no solamente dirigen y montan, sino en la que también actúan. Los chicos que se atreven con todo han parido una película bastante correcta en la que, a pesar de partir de una premisa muy patillera y tres millones de veces vista, consiguen maquinar una vuelta de tuerca y moverse por otros derroteros bastante más interesantes. La pena: tiene un acto final un tanto atosigado. Lo bueno: Moorhead y Benson son la adorabilidad en persona. Lo saben. Nos gusta.
PUEDES PASAR SIN VER…
THE OSIRIS CHILD. Un buen amigo me dijo antes de entrar en la sala que “si es australiana y no la veo ni yo, mala señal”. Nunca hay que dejar de escuchar a los amigos porque, la mayoría de veces, suelen tener más razón que tú. Efectivamente, mi amigo la tenía, y «The Osiris Child» es un auténtico y rematado cuadro australiano sin pies ni cabeza. Una especie de Tortugas Ninja / mini Godzillas que persiguen a la población ¿espacial? que escapa desbandada (literalmente) hacia un supuesto mundo mejor que, por si a alguien le quedaba alguna duda, nadie parece saber dónde cae. Lo mejor de la película es Rachel Griffiths (por siempre Brenda en “Six feet under”), que sale cinco minutos escasos… Pero siempre bien. [Más información en la web del Festival de Sitges 2017]