Cuando James Blake desplegó sus encantos con su debut homónimo en largo, muchos lo teníamos claro: si aquello llegaba a las masas, podía convertirse en algo grande. Muy grande. Sólo bastaba la magia de una chispa y «James Blake» (Universal, 2011) se podría convertir en algo tan grande como las piedras filosofales que alumbraron el nacimiento del trip hop: álbumes que demostraron que el mainstream también podía asmiliar ciertas gemas con aristas cortantes y convertirlas en una norma consumible e incluso amable. Con James llamamos a este tinglado soulstep… Y nadie duda de que Blake se ha hecho grande. Muy grande. Pero aun así, no se reveló como el fenómeno de masas que ansíabamos. Por eso giramos la cabeza (un poquito) hacia Jamie Woon y su excelente «Mirrorwritting» (Universal, 2011), un disco en el que las enseñanzas del otro James se interiorizaban profundamente y se exteriorizaban con un empaque más accesible, menos escorado, más soul y menos step. Volvimos a confiar en que esto podría convertirse en algo grande y, aunque por ahí nos dicen que Woon es un hype (de los buenos) en Gran Bretaña, por aquí parece que no ha calado tanto como debería. O como desearíamos. Así que, sea como sea, seguimos empeñados en la triunfada del soulstep y, por eso, ahora volvemos a hacer un mini giro de cabeza para mirar directamente a Alex Clare. Si esto no es un éxito masivo, será como para perder la fe en la humanidad.
Porque si a Blake le avalaban sus éxitos precendentes en forma de maxi (por mucho que después rechazase sus orígenes dubstep para hacer algo completamente nuevo) y a Woon le avalaba su relación con una luminaria del tamaño de Burial, a Alex Clare le avala una relación tempestuosa con Amy Winehouse cuando la diva decidió tomarse un descanso de Blake Fielder-Civil. Pero no seamos reduccionistas: ese es el aval de Clare sobre el papel cuché… Sobre el papel rugoso de las mejores publicaciones musicales, sin embargo, lo que le distingue en este tridente del soulstep es la mejor de las tres voces: una garganta lubricada por la misma alma negrísima de aquellos artistas que eran capaces de hacer saltar las lágrimas desde el escenario sin necesidad de micrófonos. Desde el crooning vestido de negro de Sammy Davis Jr. hasta un Smokey Robinson sin su característico amaneramiento e incluso un Marvin Gaye menos conducido por las emociones que surgen de la sensual entrepierna y más condicionado por las que nacen del rabioso estómago. Todo ello, claro, introducido en el paradigma de un soul electrónico que mira directamente a los ojos de la bestia dubstep antes de subir a sus lomos y cabalgarla con látigos de electricidad estática. Para que nos entendamos: algo así como si Aloe Blacc y Mayer Hawthorne dejaran de esforzarse en ser recalcitrantemente retro y se permitieran una influencia desde las técnicas de producción actuales.
Y es que ese es otro de los principales avales de «The Lateness of The Hour» (Universal, 2011): la producción de Diplo y Switch, esos mismos magos que han convertido el último «4» (RCA / Sony, 2011) de Beyoncé en la avanzadilla del soul versión 2.0. En esta ocasión, la influencia de los también denominados Major Lazer se concentra intensamente en la primera mitad del disco, ya que hay una clara fractura de las canciones a un lado y otro de «Hands are Clever«, tema que actúa de bisagra perfectamente engrasada entre ambas mitades. Las cinco primeras composiciones son el golpe en el estómago. «The Lateness of the Hour» se abre con «Up All Night«, el hit incontestable del disco: vicioso, sudoroso, con toques de crunk cerdete y ritmos reggaeton nada disimulados… Pero tampoco palidecen a su lado las excelencias del otro gran killer del álbum, esa «Relax My Beloved» que actúa como el negativo perfecto de «Up All Night«: lo que allá se consigue con la aceleración de las protopartículas fiesteras, aquí se obtiene estrujando los túneles del subsuelo londinense como quien vacía la sangre de las venas de un cerdo recién sacrificado. Los violines chocan frontalmente contra sintetizadores gordísimos, la voz desesperanzada colisiona estrepitosamente contra la percusión inhumana… Y así se establecen las bases sobre las que va a echar a volar «The Lateness of the Hour«. De aquí beben directamente el resto de temas de esta primera mitad: los ritmos samuráis y épicos de «Too Close«, la ductilidad acuática de «Treading Water» y el zumbido delicioso que sobrevuela la obsesiva percusión de «Hummingbird«.
«Hands are Clever«, sin embargo, significa un punto y aparte: siendo la composición más analógica del lote, con sus vientos y su amplio sentir de fiesta callejera neoyorkina, da paso a una segunda mitad en la que «The Lateness of the Hour» reduce sus revoluciones y se destapa como una revisión inspiradísima de la otra cara del soul, esa que puede rozar lo vergonzoso pero que aquí luce impoluta: las baladas y los medios tiempos que, precisamente, muchos han criticado también en lo último de Beyoncé. Aquí, sin embargo, la producción lleva estas estructuras ampliamente conocidas a un nuevo nivel, como atestiguan los sintes tan Hyperdub de «Tightrope«, las oleadas de buzz electríficado en «Whispering» o el retumbar dub como una goma que se suelta y vuelve a su sitio en «Sanctuary«. Esta segunda parte se cierra con un Alex Clare pletórico cantando con el único acompañmiento de un piano en «I Won’t Let You Down«, confirmando que esto vendría a ser algo así como una Adele en masculino, en arriesgado, en complejo y en hipermusculado. Como cualquiera de las nuevas divas de lo que dimos en llamar nu soul y que ahora nos ataca desde detrás con una mano en la cartera del dubstep, otra amenazante con una bisturí de precisión quirúrgica y electrónica y, sobre todo, con un par de huevos colgándole con la bragueta abierta.
Puede que esta segunda mitad de «The Lateness of the Hour» sea mucho menos impactante que la primera. Y no voy a engañar a nadie: está claro que los logros de altura están concentrados en la primera parte. Pero lo cortés no quita lo valiente: el debut en largo de Alex Clare apunta en dos direcciones diferentes y en ambas hace diana. Por un lado, el soul como fiestón que antaño se vivía en discos elegantes y ahora ha de facturarse para que suene a la perfección en los cuchitriles subterráneos donde nacen, crecen y se reproducen las mejores propuestas musicales de la actualidad. Por el otro, el soul como bajuna de baladones o, directamente, como eso que nunca nos cansaremos de llamar (con todo el respeto del mundo) «música de negros para follar». Dos disparos, dos dianas. Y repito: si esto no triunfa a nivel mainstream, no voy a entristecerme cuando tengamos que darle la razón a Roland Emmerich (y a los mayas mucho antes que él) y nos vayamos a tomar por el culo en 2012. Hasta entonces, toca mecer suavemente a este «The Lateness of the Hour» que funciona como las relaciones pasivo agresivas: primer te pega el viaje y luego te pide perdón y te hace mimimtos y arrumacos. Imposible no dejarse llevar por la (soulstep) dependencia.