Ay, si William Shakespeare levantara la cabeza… Pues, mirad, si lo hiciera, seguro que sería ultra fan de «Cáscara de Nuez» de Ian McEwan.
Ian McEwan sigue cambiando de piel y sorprendiendo a aquellos que creen ser sus lectores habituales… Hay autores a los que se puede acusar de repetir una y mil veces la misma obra con diferente envoltorio, el mismo lobo (cada vez menos feroz) con diferente piel de cordero. Pero a McEwan no. Más bien todo lo contrario: cada vez que creíamos tenerle pillado el punto, ¡zas!, nos daba en toda la boca con un nuevo salto mortal hacia horizontes insospechados. Desde el cinismo supurante de «Amsterdam» al retrato de época de «Expiación«, de ahí al físico con alma de sátiro de «Solar«… y de allá al ejercicio inclasificable pero altamente elocuente y estimulante que es «Cáscara de Nuez«, el último libro de McEwan hasta la fecha.
No parece casual, por otra parte, que el escritor abra su novela con una cita del «Hamlet» de Shakespeare: «Oh, Dios, podría estar encerrado en la cáscara de una nuez y sentirme rey del infinito espacio… de no ser porque tengo malos sueños«. Al fin y al cabo, el protagonista del libro es ni más ni menos que un feto atrapado en su propia cáscara de nuez, y aquí cada uno que entienda esa cáscara de nuez como el propio útero materno o como la intrincada trama que el protagonista contempla y comenta (con una lengua / pluma afiladísima) desde su privilegiada (o no) posición.
A saber: la madre del protagonista no solo ha pedido al padre de la criatura que le conceda «espacio» por un tiempo, sino que está tramando un plan maestro para asesinarlo y quedarse tanto con la casa como la atractiva suma monetaria que recibiría por parte del seguro. Para más inri, la femme fatale de este relato urde semejante plan criminal en compañía de su nuevo amante, que es ni más ni menos que el tío del protagonista (es decir: el hermano del padre del narrador fetal)… ¿Demasiado rocambolesco para la literatura de este siglo 21 en el que el hiperrealismo pasa precisamente por aplacar y vilipendiar cualquier atisbo de dramatismo teatral e inverosímil?
Puede ser. Pero es que la cita que abre «Cáscara de Nuez» no solo ayuda a definir los contornos del protagonista como alguien atrapado en un espacio minúsculo, sino que también parece invocar al fantasma de William Shakespeare para permitirse todo un conjunto de «malos sueños» narrativos que serán tachados de vodevilescos por algunos, pero que realmente resultan ser una deliciosa licencia literaria a través de la que explorar los límites de la voz narrativa en la novela postmoderna… ¿Puede ser el narrador alguien encerrado en un útero? Pues, mira, resulta que sí.
Y es que Ian McEwan no intenta en ningún momento buscar justificaciones cientifistas que aporten verosimilitud y coherencia a su surrealista punto de partida. Cualquier otro autor habría intentando dar explicaciones no solo sobre el hecho de que el feto pueda percibir el mundo a su alrededor (aunque es cierto que, en ocasiones, esas percepciones vienen de formas indirectas como los cambios luz a través de la carne o el incremento del nivel de alcohol en la sangre), sino sobre todo al respecto de que un nonato sea capaz de hablar / pensar / narrar con un estilo barroco y churrigueresco e incluso se permita pasajes de alucinación pura y dura en los que, a través de la idea extraída de los podcasts políticos (y apocalípticos) que escucha su madre, emita juicios de valor sobre el paupérrimo estado del mundo en pleno año 2017.
Cualquier otro autor habría buscado excusas en pos de la verdad y de la verosimilitud… Pero McEwan prefiere eludir estos conceptos y, por el contrario, escarbar en las removidas tierras del relato clásico para jugar con el concepto de voz literaria. Lo hace, además, con un sentido de la ironía y del humor que contraviene continuamente la seriedad de los referentes shakespearianos. ¿O es que acaso el bardo inglés hubiera sido capaz de escribir una burrada de la magnitud de «No todo el mundo sabe lo que es tener a unos centímetros de la nariz el pene del rival de tu padre. En esta etapa avanzada deberían contenerse por mi bien. Lo exige la cortesía, si no el imperativo médico«? Pues eso.
La sátira, sin embargo, resulta ser la mejor arma para explorar resortes tan reconocibles del relato dramático clásico como el deseo de venganza: «¿Y si me vengara? Mi avatar se encoge de hombros y coge su abrigo, murmurando mientras sale que la venganza por razón de honor no tiene cabida en la polis moderna. Dejémosle hablar a él. «Tomarte la justicia por tu mano es algo obsoleto, propio de ancianos albaneses enemistados y de subsecciones del islam tribal. La venganza ha muerto. Hobbes tenía razón, joven amigo. El Estado debe poseer el monopolio de la violencia, un poder púbico que nos mantiene intimidados a todos.»»
Una venganza que parece la única salida posible a una trama criminal con su propia Lady Macbeth dispuesta a mancharse las manos de sangre con tal de aplacar su sed de poder (y la de su amante), pero también con su propio complejo de Hamlet dividido entre el padre pusilánime y el tío asesino. Una venganza imposible porque, para que el protagonista la llevara a cabo, debería habitar el mundo más allá del útero de su madre… Y eso es algo imposible.
Imposible a la vez que elocuente, ya que es precisamente esta conexión / desconexión del mundo real visto desde un espacio minúsculo el que permite que la voz del narrador explore los límites de su propio relato. El mismo McEwan enlaza esta exploración de lo minúsculo para llegar a lo mayúsculo en cierto momento de la novela: «Algunos artistas del grabado o de la pintura florecen, como los futuros bebés, en espacios reducidos. Sus restringidos temas pueden confundir o decepcionar. El cortejo entre aristócratas del siglo XVIII, la vida en el mar, conejos que hablan, liebres esculpidas, óleos de personas obesas, retratos de perros, de caballos, de aristócratas, desnudos yacentes, millones de natividades, de crucifixiones, de asunciones, fruteros, jarrones de flores. Y pan y queso holandeses con o sin un cuchillo al lado. Algunos escriben simplemente de sí mismos. También en la ciencia hay quien dedica su vida a un caracol albanés y quien a un virus. Darwin consagró ocho años a los percebes. Y en la madurez, a las lombrices. Miles de científicos estudiaron durante toda su vida el bosón de Higgs, una cosa diminuta, quizá ni siquiera una cosa. Estar encerrado en una cáscara de nuez, ver el mundo en cinco centímetros de marfil, en un grano de arena. ¿Por qué no, si toda la literatura, todo el arte, todo el esfuerzo humano, no es más que una mota en el universo de las cosas posibles? E incluso este universo puede ser una mota en una multitud de universos reales y posibles«.
De lo concreto a lo general. En este siglo 21 en el que la literatura parece cada vez más moribunda en la trampa mortal del hiperrealismo, McEwan juega a la licencia artística y demanda al lector un acto de fe al que, admitámoslo, hace mucho que no estamos acostumbrados. Ahora bien, si entras en el juego, si realizas el acto de fe, te puedo asegurar que encontrarás uno de los relatos más divertidos y que a la vez revelan más de la naturaleza humana de los últimos años. [Más información en la web de Anagrama]