Justice son unos garrulacos, Cerrone es un hortera… Que digan lo que quieran, lo que está claro es que la última jornada del Sónar 2017 fue histórica.
«Todo mal de cojones, tete. Pero que, bueno, oye, mira, me queda toda una jornada para hacer que el bien triunfe. Confiad en mí, que yo puedo«… Así finiquitaba mi crónica de la segunda jornada del Sónar 2017, dejando bien claro que la experiencia festivalera se me había escapado de las manos y que, al final, por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa, un día que pintaba fetén había acabado por convertirse en una velada molona en lo musical pero desastrosa en lo humano. Como suele decirse: no eres tú, soy yo.
Pero, tal y como anticipaban al final de aquella crónica, la idea era ponerme las pilas. Y aquí os explicó qué ocurrió exactamente cuando aterricé en el recinto de Sónar de Día en torno a las siete y algo de la tarde (sí, ¿qué pasa?, el cansancio acumulado hizo imposible que llegara antes)… Media hora después de entrar en el festival, seguía intentando tirar de mis amigos para ir desde la zona PRO del Village hacia el SonarHall. Cada cinco pasos, alguien se paraba a hablar con algún colega con el que nos cruzáramos y, mira, al final se me inflaron los cojones y acabé diciendo: «mirad, chiquis, quedaos vosotros aquí de cotorreo, que yo me voy a ver a Sohn y al acabar fijo que os vuelvo a encontrar en el mismo lugar«.
Tenía razón: cincuenta minutos después, allá seguían. Pero, entre medias, yo había gozado de lo lindo con la actuación de Sohn, a la que fui no demasiado convencido (sus discos nunca llegan a epatarme más allá de un par de temas por álbum y, en general, me parece que, tristemente, nunca llegó a despegar como promesa del nu r&b pese a que sus primeros pasos fueron muy pero que muy prometedores). Aun así, esta es la magia de los festivales: llegas poco convencido, pero sales exaltadísimo. Como loco. Y es que, en directo, Sohn sabe cómo convertir cada una de las canciones en un verdadero evento… La fórmula es sencilla: arrancar suavito y remolón para acabar con un verdadero lefazo imparable ante el que resulta francamente imposible dejar de bailar (y de tocarse un poquito).
Sí, me perdí a Joe Goddard, a C. Tangana, a Nadia Rose, a Thundercat, a Veronica Vasicka, a Nico Muhly y a Nosaj Thing junto a Daito Manabe… De hecho, después de Sohn bailé junto a mis (reencontrados) amigos un ratito en Optimo, mucho rollito cósmico y orgánico, bien como siempre, y me dispuse a correr hacia el Sónar Night para recuperar el tiempo perdido y ver por la noche todo lo que me había perdido de día.
De hecho, se imponía estar pronto en el recinto noctívago del Sónar porque, mira, tía, es que no cada día tienes la oportunidad de ver en directo a Cerrone. Y esto no es como decir «joder, mira, yoquesé, a Justice ya los veré de aquí a dos años«. Esto es más bien como decir «joder, mira, es que como no vea a Cerrone ahora, no lo voy a ver en la puta bida, tete«. Y más todavía en un entorno como el SonarClub. Porque, a ver, esto es una explicación que creo que repito cada año, pero el Sónar Night es mágico. Y eso es así. No me preguntéis por qué, pero este pabellón gigantesco es algo así como una caja de resonancia musical y emocional en la que todo se magnifica como si estuvieras dentro de la casa de «Gran Hermano«. La sensación de bailar desaforadamente mientras, de repente, te das cuenta de que miles de personas a tu alrededor hacen lo mismo, compartiendo una especie de alma de enjambre en la que todos sentís las mismas sensaciones, el mismo buen rollo, el mismo placer de comunidad… Algo que, tenemos que admitirlo, la era de Internet cada vez hace más difícil que exista, cada uno detrás de la pantalla de su teléfono.
Pero en el SonarClub es posible. Y así ocurrió, como ya he afirmado más arriba, en Cerrone. Vale: por momentos podía acusársele al francés (porque, sí, has de saber que es francés y no italiano) de que aquello parecía más bien un concierto de Hot Chip, esa banda que en disco bien pero que en directo tienden a enterrarlo todo bajo un bombo constante que al final es lo único que escuchas en toda la actuación (y que hace que la gente se vuelva muy loquer, claro, que ya sabemos que a altas horas de la noche a todos nos gusta más un bombo que a un tonto un lápiz). Pero, mirad: con bombo o sin él, lo de Cerrone en el Sónar 2017 fue pluscuamperfecto para arrancar la noche. De repente, el ánimo estaba muy pero que muy alto gracias a un chorreo continuo de disco bien entendido como batidora electrificada en la que incluso cabían versiones ajenas, como las que cayeron de Michael Jackson y Grace Jones. Y todo ello bien lubricadito por unos visuales que son de lo mejorcito que se ha visto nunca en el Sónar: déjate de experimentos post-modernos, que lo que mola es este rollito de dorados y buenorras y cochazos y joyas bling bling y ochenteo total que pretende ser súper hetero todo el rato pero que no puede ser más jodidamente marica.
Otro truco para que no se te vaya el festival de las manos: quédate en un mismo escenario todo lo que puedas. Así que, mira, después de Cerrone, nos quedamos en el SonarClub esperando hasta Justice con la mejor compañía posible: Clara 3000. Ampliamente conocida por ser la mujer responsable del musicón que suele sonar en los desfiles de Vetements, Clara se marcó una sesionaca profundamente oscura que fue el contrapunto ideal a la luminosidad brilli brille de plásticos fluorescentes de Cerrone. Puede que esta hubiera sido la sesión ideal para las 5 de la madrugada, pero lo cierto es que Clara 3000 consiguió convertirse en algo así como la tabula rasa necesaria después de Cerrone y antes de Justice.
Y entonces llegamos a Justice… ¿Qué decir de Justice? Pues, mira, yo siempre digo lo mismo de Gaspard Augé y Xavier de Rosnay: que son unos garrulacos de cojones, que sus discos cada vez son más zurullo… Pero que en directo son infalibles. En directo, de hecho, saben coger el material más atroz de sus discos y convertirlo en canelita fina por la vía más sorprendente: la del maximalismo garrulo. Y es que, si has de ser garrulo, por favor, cari, sé garrulo to the max. Solo así puedes asegurarte esa montaña rusa a velocidad de la luz que se marcan Justice en sus directos: no puedes dejar de bailar, de sudar, de subir y bajar a base de guitarras horteras y sintes zumbones en la que te da igual que lo que suene sea la maravillosa «Waters of Nazareth» o la reciente e infumable «Fire«, porque todo suena igual. No sé si decir «igual de bien», así que lo dejaré en «igual de cerdo, macarra y maravilloso».
Algo similar ocurrió poco después con Vitalic, otro que no creció precisamente en la cultura de la sutileza, sino más bien en la brocha gorra y el gotelé a cholón. Ahora bien, hay que reconocer que la música de Pascal Arbez-Nicolas consigue cubrir este garrulismo maximalista con una especie de chapa y pintura ciertamente elegante. Es como si, de repente, en una competición de tuneros de extrarradio vieras un coche que, curiosamente, molara de verdad, que tuviera una elegancia innata. Tal cual. De hecho, Vitalic convenció hasta el punto de que todos aquellos que últimamente decíamos que el tipo se quedó colgado en su éxito del principio, allá por el impactante «OK Cowboy«, tuvimos que admitir que el hombre se encuentra en una segunda juventud más que estimulante.
Y, para cerrar, el gran dilema: ¿The Black Madonna o Daphni junto a Hunee? Pues, mirad, llegados a este punto de la jornada de Sónar, y después de haber puteado lo suficiente a mis amigos con mis normas y todas esas mandangas de las que os hablo desde hace tres días, era de recibo que me dejara llevar finalmente por ellos… Y eligieron a The Black Madonna. Nada que objetar, porque la tiarrona se volvió a marcar una de esas sesiones suyas que funcionan a modo de quitanieves, abriéndose paso a través de la noche hacia el amanecer a base de sonido Chicago con amplio toque queer que tubo su cénit cuando, ya con el cielo iluminado por el sol, salieron al escenario Kiddy Smile y sus bailarines para marcarse una versión en directo de uno de los temas del artista.
Os pedí que confiarais en mí, que podía conseguirlo… Y, mirad, al final el bien triunfó. Al día siguiente, el Sónar lanzaba una nota de prensa informando de que habían roto el techo de asistencia en la que ya es la edición más exitosa de la historia. Pero yo tengo que añadir que el éxito de un festival no se ha de calibrar nunca por su asistencia, sino por la sensación que te deja en el cuerpo. Y yo os digo que esta noche de cierre del Sónar 2017 en la que concatené Cerrone, Clara 3000, Justice, Vitalic y The Black Madonna la voy a recordar para el resto de mi vida. Por eso sé que ha sido una edición exitosa… Por lo menos hasta que el año que viene el festival vuelva a subir las apuestas. Porque ya sabemos que será el 25 aniversarios y que será histórico. ¿No tienes de repente unas ganas enormes de que sea 2018?
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Al Sónar 2017 ya le hemos puesto un lacito y lo hemos empaquetado junto al resto de recuerdos de cosas memorables del año. Porque es verdad, ha sido, ha vuelto a ser, un evento memorable en el sentido más estricto de la palabra. Y es que es cierto eso de que el Sónar es como «Gran Hermano» porque ALLÍ TODO SE MAGNIFICA. Así, lo malo lo percibimos como trágico y lo bueno lo asumimos como el cielo en la tierra. No obstante, también es cierto que esa forma de percepción es demasiado real e INQUEBRANTABLE como para ser invalidada por medio de cualquier razonamiento lógico. Porque, sí, cuando uno entra en esta jungla de hedonismo paroxístico de tres días y dos noches, este Guadalix state of mind que es el Sónar, a la lógica se le dice un poquito que hasta luego, Mari Carmen.
Pero dejadme abandonar por un momento estas abstracciones a propósito del asunto para adentrarme realmente en el asunto en sí. Una jornada de sábado que empezaba con un lamento por perderme, por culpa de rigores profesionales, dos de las actuaciones que más esperaba de todo el festival y que se solapaban parcialmente al inicio de la tarde: el concierto de Joe Goddard y el set de Veronica Vasicka. Toda la mañana debatiendo en foro interno por cuál de las dos opciones decantarme para no poder decantarme por ninguna finalmente. Una metáfora de la vida, lo veis, ¿no? Lección aprendida O ESO CREO.
La puerta de acceso al SonarDôme se convertía un poco antes de las cinco y media de la tarde en un caudal de gente que se agolpaba para entrar mientras algunos incautos tomaban el sentido contrario. Quizás debido al pequeño caos en el acceso al recinto, la salida del muy esperado C. Tangana se retrasó un poco. Pero, una vez en escena, una demolición controlada sacudió el Dôme. Pucho con camisa verde hawaiana abierta hasta el ombligo, interactuando con unos fans que se dejaron aproximadamente tres kilos de sudor en la ropa, apelando a los románticos en la sala. Detrás de él, Fabiani poniendo los beats, al que se añadiría en el tercio final de la actuación Alizzz, uno de los artífices de la evolución más reciente en el sonido de C. Tangana. Pucho fue por faena y escogió una selección en realidad infalible de sus lanzamientos en solitario, donde no faltan “Nada”, “Persiguiéndonos”, “Drama”, “Los chikos de Madriz” y una coreadísima “C.H.I.T.O.”, y más tarde en compañía de Sticky M.A. y Jerv algunos de los hitos de “Siempre”, como “Ya sabes”, “Tentación”, “Los Tru” y el himno “100k pasos”. Dejó para el final, claro, las canciones de los veranos pasado y presente. Acompañado por cuatro bailarinas, C. Tangana dejó más que contentita a la grada y demostró en ese final con “Antes de Morirme” y “Mala Mujer” que probablemente estamos ante la mayor estrella del pop español desde David Summers, dicho esto con el mayor respeto. Infalible e inflamable lo de C. Tangana.
La cosa siguió por el buen camino en el pequeño SonarXS. Había ganas de ver por dónde se desenvolvía la tunecina Deena Abdelwahed en su sesión. Y la verdad es que estuvo muy bien ese set que fue de menos a más pero sin grandes aspavientos, dominado a ratos por un techno marginal, alejado de los axiomas del género y mezclado con otros estilos más eclécticos en un conjunto que, en perspectiva, resultó hipnótico y extrañamente cautivador. Tras ella, Dellafuente y Maka construyeron un concierto que satisfizo a propios (un buen número de fans de la pareja artística se concentraron en las primeras filas) y a extraños (un puñadito de asistentes foráneos curiosos). La penumbra de un escenario apenas iluminado creaba un ambiente propicio para la propuesta del dúo, casi como un tablao misterioso y húmedo, con Dellafuente parapetado tras sus eternas gafas de sol y con un Maka pletórico. “A lo Mejor”, “Consentía”, “Los Millones que no Tengo” o esa bestialidad llamada “Jaquetona” fueron algunos de los puntos fuertes de un concierto robusto a todas luces (o a todas sombras, según se mire).
Sohn nos daba una primicia casi al final de su actuación comentando que se había establecido recientemente en Barcelona. Ojalá esto implique verlo con relativa asiduidad porque su actuación dejó muy buenas sensaciones. Instalado detrás de sus sintetizadores, Toph Taylor, ataviado enteramente de negro, desgranó parte de sus dos álbumes, donde brillaron “Signal” o “Conrad” entre otras composiciones del reciente “Rennen”, un trabajo que le sitúa cercano a donde se quedaron las primeras obras de otros pequeños grandes genios de la renovación del r&b alternativo como James Blake o Autre Ne Veut. Precioso casi cierre al Sónar de Día en 2017. Y digo bien, casi cierre, porque el broche lo pusieron el dúo de DJs escoceses Optimo pinchando un set a cuatro manos de lo más jacarandoso, que oscilaba desdibujando las fronteras de un house huidizo y un techno vibrante sin girarle la cara del todo al electro y que remataron en plan jefazo con el “Let’s Dance” de David Bowie seguido de un sorprendente arrebato acelerado con “Angel of death” de Slayer.
Así, los últimos sonidos emitidos en ese pequeño oasis barcelonés en el que se convierte durante tres días de verano el recinto de la Fira de Montjuic fueron las guitarras de Kerry King y Jeff Hanneman, en un hecho que puede parecer (y de hecho es) circunstancial, pero que quizás debiera leerse como el signo determinante de un festival que, por suerte para todos, va mucho más allá de la música electrónica en el sentido más cuadriculado del término. El Sónar es un poco como ese vecino solterón que vive con sus padres a los cincuenta años: NO SE CASA CON NADIE. Y este año, menos aún, con la incursión en un escenario menor como el SonarXS de géneros nada menores y propuestas cada vez más abiertas, que se expanden año tras año.
El Sónar de Día se acabó de noche, dibujando así un oxímoron en el último párrafo de mi última crónica. Y ahí y así se terminó el festival para mí, con una sonrisa tonta trazada en la cara por medio de la música (mucha), del alcohol (un poco), de la atmósfera de felicidad circundante y de la promesa de un futuro mejor que, Dios nos oiga, debería llegar pronto, donde pronto puede ser cinco días o puede ser un año, cuando las puertas de Sónar 2018 se abran de nuevo un jueves. Pero si veinte años no es nada, doce meses nada y menos. Un abrir y cerrar de ojos. Un “ay” suspirado al final de una nota de voz. Nada y menos, lo dicho.
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Creo que me estoy haciendo vieja. Bueno, creo no, es un hecho. Ya no aguanto tanto en los festivales y me parecen todos como esas maratones imposibles que tanto gustan ahora. Como dicen Kokoshka en su canción «No Queda Nada«: «Estoy pensando en dejarlo, es que ya son muchos años«. Pues eso. Aunque luego me lo paso tan bien que me olvido del cansancio y todas las consecuencias y me planteo volver el año que viene de nuevo.
Después de agotar todas las cartas el viernes, cerrar con Nina Kraviz y tardar casi dos horas en llegar a casa, dormir dos o tres horas empapada en sudor (por favor que acabe ya este calor infernal) y asistir a una comida familiar, cumplí con mi propósito de ver a Nico Muhly en el SonarComplex. Con esta ya van dos veces que asisto a un concierto de música clásica en el Sónar. La primera vez fue el año pasado, viendo el emotivo concierto que ofreció James Rhodes; y esta vez fue con Nico Muhly junto al violagambista Liam Byrne, que además fusionaban música clásica con algo de electrónica. Nico Muhly, además, ha participado recientemente, junto a Sufjan Stevens (voz), James McAlister (batería) y Bryce Dessner (guitarra) en el precioso disco «Planetarium«. Su concierto fue también algo especial y algo poco habitual en un festival de estas características. O algo que la mayoría de la gente pasa por alto porque siempre se piensa en términos de electrónica y no de música clásica cuando se acude al festival. Aunque su concierto me gustó, me dejó con la sensación de que faltaba algo, no sé si por la exposición a continuos estímulos durante todos los conciertos del festival (visuales, luces etc.) o porque quizás era una hora complicada.
Después de estar fresquitos en el SonarComplex pasamos un minuto por el SonarVillage y casi nos derretimos y no lo contamos. Fuimos al SonarPLANTA a ver el espectáculo de Daito Manabe, uno de los highlights de este festival, aunque como estaba bastante lleno no pude apreciar completamente el juego de luces integrado con los movimientos de la bailarina, pero igualmente me encantó la coreografía, la canción y la iluminación. Volvimos otra vez al Sónar+D, evitando a toda costa el SónarVillage. Desde aquí un aplauso a los valientes que soportaron ese bochorno sin despeinarse durante la tarde de ayer.
Después de refrescarnos y tomar algo tranquilamente y sentados en la zona del Sónar+D, volvimos al SonarComplex para ver otra actuación del sello islandés Bedroom Community. Esta vez sería Valgeir Sigurdsson, su fundador, que fue recibido con efusivos aplausos y vítores. Liam Byrne salió de nuevo a escena con su viola da gamba, y entre los dos ofrecieron un show que, más que un concierto, fue un viaje al espacio. En las pantallas, visuales sencillos con estética lunar, perfectos para acompañar una música tan evocadora. Sigurdsson manejaba sintetizadores y maquinitas varias, jugando con el sonido y la mezcla de música electrónica y música clásica, ofreciendo algo único y sugerente, a ratos algo oscuro, pero siempre inspirador.
No vi todo su concierto porque no me quería perder el show de a Nosaj Thing y Daito Manabe. Y, aunque llegué un poco tarde al SonarHall, pude ver casi toda su actuación. Para mí fue de lo mejor que he visto en esta edición. En la pantalla se podían ver las figuras de los dos artistas, representados en 3D y mezclados con formas geométricas, líneas, destellos y cosas locas en general. La representación de los dos era en directo, con scanners en tiempo real. Imposible apartar la mirada de la pantalla un segundo. La música de Nosaj Thing, que mezcla samplers y beats de todo tipo, creando un sonido abstracto y difícil de clasificar, combinaba a la perfección con los visuales del artista Manabe. Un espectáculo único y sorprendente con el que no dejé de preguntarme: ¿cómo lo hace? ¿Cómo es posible? Así todo el rato. En serio, Daito, cuéntanos tus secretos, eres un genio y desde ya soy fans tuya.
Ahora que el sol había bajado, pudimos pisar el Village, aunque para entonces mi pelo ya parecía el de Farrah Fawcett debido a la humedad acumulada durante toda la tarde. Allí nos esperaba el colectivo Soulection con Joe Kay y Jarreau Vandal, que pincharon temas de hip hop de finales de los 80 y 90: es decir, todo temazos para no parar de bailotear. Si no hubiera estado tan cansada lo hubiera disfrutado muchísimo más, porque realmente la música era para darlo todo y más.
Acto seguido me senté en el césped del Village, como si fuera una abuela reumática, y escuché de fondo lo que para mí fue el despropósito de Keys N Krates, mucho bajo y demasiada potencia, pero para gustos colores. Yo a esas horas ya quería irme a cenar pizza y dormir, pero un amigo nos dijo «quedaros a Optimo, que son buenísimos«. Así que le hicimos caso. Y mira, no. A mí eso ya no me entraba. Así que aguanté hasta la mitad de la actuación y fui a comer pizza. Me hubiese gustado ir al Sónar de Noche y ver al menos a Cerrone y a Justice, pero al día siguiente era el cumpleaños de mi sobrino en Granollers y no me daba la vida… Así que hoy toca SonarKids, que también es un festival, pero de otro tipo.
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