¿Te has dado cuenta de que, de repente, el folk vuelve a ser lo más grande? En este artículo te damos las claves para entender la nueva ola folkie…
Incluso aunque intentara negar esa parte de mi vida (aunque, la verdad, ¿para qué carajo querría negarla?), cada vez que abro la puerta de mi armario y veo mi sección de camisas recuerdo inmediatamente que fui fan del folk. Muy fan del folk. Tan fan del folk como para que ese mismo fanatismo hacia un género musical se acabara inmiscuyendo en mi propia vida cotidiana. ¿No es esto un indicativo inequívoco de que el fanatismo se te ha ido de las manos? ¿Cuando ves que un fan de RuPaul empieza a ponerse maquillaje (siendo un hombre) no es cuando piensas que se ha venido demasiado arriba con su rollo fan fatal?
Pues eso mismo ocurre cuando, como fanático del folk, acabas llenando tu armario de camisas de cuadros tipo lumberjack. La barba me venía de serie y no me ha abandonado nunca, pero hay que reconocer que, por aquel entonces, en los años que rondaban el 2005, el vello facial descuidado y profuso formaba parte del uniforme oficial de folkie irredento que lloraba a los pies de las actuaciones de gente como Iron & Wine. Y este es un ejemplo íntimo y personal porque, al fin y al cabo, las lágrimas que yo mismo vertí en primera fila del concierto de Sam Beam en Sidecar en el lejano año 2004 deberían considerarse algo así como las medallas imprescindibles en el uniforme de todo folkie en aquella época.
Sea como sea, tengo que reconocer que lo de ser folkie fue una fase en mi vida como lo fue en la de muchos. A unos les da por ser góticos, y a nosotros nos dio por vestir como si viviéramos en una cabaña en la montaña y, de paso, añadir a nuestro vocabulario expresiones como «folk de raíces» o «folk britannia». Todo muy bien, todo muy chachi, todo fetén… Hasta que se nos pasó. Para que os hagáis una idea, y recurriendo a algo completamente íntimo y personal, he de reconocer que, durante toda la primera década del siglo 21, lo único que escuchaba cada mañana al ponerme a trabajar era precisamente folk. Novedades, oldies, rarezas. Lo que fuera. Pero siempre caían dos o tres álbumes de folk que me ayudaban a introducirme en la jornada laboral de forma sosegada y con una buena ración de paz de espíritu.
Llegó un momento, sin embargo, en el que dejé de escuchar tanto folk. Por las mañanas me ponía r&b suavón o cualquier otra mandanga tranquilita, pero folk never more. No ayudó que la mayor parte de artistas folkies de los que había sido fan se distribuyeron en tres categorías: 1. Los que huían del género como de la peste, 2. Los que se empeñaron en hacer el mismo álbum una y otra vez hasta el límite de la muerte cerebral por aburrimiento, y 3. Los que desaparecieron del mapa sin dejar ni rastro. Enmarcados en este panorama, ¿cómo íbamos a seguir renovando nuestros votos folkies? Resultaba completamente imposible e insostenible.
O por lo menos así fue hasta que, ahora hace dos años, Sufjan Stevens volviera a marcar un antes y un después con su magistral y ya icónico disco «Carrie & Lowell» (Asthmatic Kitty, 2015). Tanto da si aquel álbum fue cumbre de una nueva tendencia de recuperación de la salud del género o si más bien fue precursor al que debía seguir una nueva ola de fervor folkie… Pero lo que está mucho más que claro es que, desde entonces, las aguas del folk andan gozosamente revueltas y frescas. Ideales para volver a darse unos buenos chapuzones en ellas.
Desde «Carrie & Lowell«, hemos vivido una especie de descenso rápido por las aguas veloces de un nuevo folk que ha vuelto a mostrar múltiples y variadas caras. Joanna Newsom volvió a primera fila con un puñetazo sobre la mesa tan sonoro como «Divers» (Drag City, 2015), mientras que otros prefirieron los susurros en el bosque nocturno, como el mismo Sam Beam junto a Jesca Hoop en su excelente álbum a pachas «Love Letter for Fire» (Sub Pop, 2016). Ha habido espacio para aproximaciones más pastorales como la de Whitney en «Light Upon The Lake» (Secretly Canadian, 2016), pero también más poperas como el último Andrew Bird en «Are You Serious» (Concord, 2016) o más estáticas y contemplativas como la de Florist en «The Birds Outside Sang» (Double Double Whammy, 2016).
Hay quien ha sabido recuperar el sabor más añejo del folk yanki más cercano al country, como Karl Blau en su imprescindible «Introducing Karl Blau» (Raven Marching Band, 2016); mientras que otros han llevado el género hacia los pantanos y tabernas del sur americano, como Hamilton Leithauser (de The Walkmen) junto a Rostam (de Vampire Weekend) en el revitalizante «I Had A Dream That You Were Mine» (Glassnote, 2016). Las mujeres, por su parte, han abierto una brecha realmente apasionante e impactante, como demuestran la visión rocosa de Angel Olsen en «My Woman» (Jagjaguwar, 2016), la aproximación weird de Weyes Blood en «Front Row Seat To Earth» (Mexican Summer, 2016) o, sobre todo, la que deberíamos empezar a considerar como la nueva heroína del folk en femenino: Julien Baker en su sublime «Sprained Ankle» (Universal, 2015).
Esto ha sido una rápida panorámica de lo que ha ocurrido en los dos últimos años… Pero, ojo, porque las aguas veloces siguen descendiendo por el río rápido del folk, y los tres discos de los que os voy a hablar a continuación, todos últimas novedades, así lo prueban.
NOT EVEN HAPPINESS, de Julie Byrne. Ya lo he dicho más arriba: dentro de la nueva ola folk, no puede obviarse la impronta pujante de las mujeres. Y no como algo homogéneo, sino más bien como un fenómeno poliédrico que se aleja dulcemente de las generalidades como el «folk de mujeres» y otras mandangas reduccionistas similares. Cada mujer es un mundo, y así es el folk que cada una de ellas practica.
De esta forma, si Julien Baker se ha erigido como nueva musa folkie a partir de una aproximación al género que permite a la vez desnudez instrumental e impacto vocal, Julie Byrne parece postularse como la otra cara de la moneda de esa misma desnudez instrumental. Donde Baker opta por alzar la voz, Byrne prefiere el susurro. Donde Baker apuesta por las canciones con espíritu de soflama, Byrne practica más bien la canción de porche al anochecer, esa canción que no quiere multitudes que levanten puños, sino que quiere un amante que escuche embelesado mientras el sol se pone y el mundo alrededor guarda un silencio estático.
Como una especie de mezcla del Leonard Cohen más folkie y la Judee Sill más apocada, Julie Byrne consigue que su segundo trabajo, «Not Even Happiness» (Ba Da Bing, 2017), se erija como ese álbum pluscuamperfecto que muchos buscamos desde el 2006 y que, al no dar con él, nos condujo hacia el ostracismo. Pero, cuidado, porque ese álbum ya está aquí: nueve canciones en las que se pueden escuchar amores sosegados, viajes a través de paisajes verdosos y carreteras interminables, caricias delicadas, briznas de hierva en el pelo, besos furtivos y cualquier otra fantasía folkie que quieras imaginarte.
Puede que, con el título de «Not Even Happiness«, Julie nos quiera decir que no busquemos la felicidad en sus canciones… Pero es imposible no pensar que, más bien, debe ser una advertencia para los que piensan que la felicidad es exaltación y mundos de colores pop. Para los que, por el contrario, pensamos que la felicidad es sosiego y calma, no puede existir una felicidad más grande que la de las canciones de Julie Byrne. [Más información en la web de Julie Byrne]
A CROW LOOKED AT ME, de Mount Eerie. Phil Elverum fue uno de los que, en el ocaso del género, decidió huir del género como de la peste. Tras firmar uno de los puntales absolutos del folk de principios de siglo, el todavía fascinante «Lost Wisdom» (Southern Music Dist., 2008), Elverum llevó el sonido de su proyecto Mount Eerie cada vez más lejos de este género musical, forzando las fronteras del metal y del ruidismo y embarcándose en experimentos formales interesantes, aunque nunca más vibrantes.
Hasta que la tragedia entró en su vida. A Geneviève, la mujer del artista, le diagnosticaron en primavera de 2015 un cáncer de páncreas que está considerado de los más mortales que existen. El 80% de los diganosticados con cáncer de páncreas mueren en una ventana de tiempo nunca superior a un año. Para más inri, este tipo de cáncer suele atacar a pacientes entre los 45 y los 65 años, mientras que Geneviève contaba tan solo con 35 años cuando la enfermedad tomó su cuerpo… De hecho, el diagnóstico le llegó tan solo un año después de haber dado a luz a su primera hija.
No es de extrañar, entonces, que Phil Elverum haya decidido alejarse de experimentación y ruidismo para recurrir al folk más frontal, más descarnado, más esquelético, que es precisamente la mejor herramienta cuando se trata de hablar de este tipo de vivencias puramente humanas. Eso sí, que nadie piense que nos encontramos ante un disco deprimente o exhibicionista (como podría ser lo último de Nick Cave enfrentando la muerte de su hijo): está claro que el mood general de «A Crow Looked At Me» (P.W. Elverum & Sun, 2017) es triste, pero nunca apesadumbrado. Las referencias a su mujer fallecida abundan y te destrozan el corazón como en «Real Death«, corte que abre el disco y en la que el artista explica cómo, después de la muerte de su esposa, llegó un paquete a casa: una mochilita que su mujer había comprado para su hija pensando que, cuando empezara el colegio, ella ya no estaría a su lado.
Pero, más que regodearse en la tragedia, «A Crow Looked At Me» prefiere mirar hacia el horizonte y plantear la gran cuestión: ¿cómo seguir viviendo tras una experiencia tan devastadora? Hay espacio para la tristeza, pero no para la derrota. Elverum parte del hecho que hay que continuar con la vida, aunque sea por su hija… Pero, a veces, saber que más adelante nos espera la vida no significa que no podamos (y debamos) detenernos unos instantes para mirar a la muerte directamente a los ojos. [Más información en la web de Phil Elverum]
BEST TROUBADOR, de Bonnie «Prince» Billy. Resulta curioso pensar que, cuando el folk empezó a perder fuelle, Will Oldham volvió a demostrar que es un espíritu libre al no caer dentro de ninguna de las categorías generales: no huyó del género, no hizo el mismo disco una y otra vez, no desapareció del mapa… Simple y llanamente, hizo y sigue haciendo lo que le da la gana.
La relación de Oldham con la industria musical siempre había sido tensa: a finales de la primera década de este siglo, decidió hacer promoción al uso (con entrevistas incluidas) de su álbum «Beware» (Drag City 2009) para demostrarle a la discográfica que entrar en la rueda dentada de la maquinaria promocional no implicaría un aumento de ventas de su trabajo… Y así fue. «Beware» no vendió ni más ni menos que sus anteriores discos, así que Bonnie «Prince» Billy tuvo carta blanca para adentrarse en la segunda década del siglo 21 haciendo lo que le daba la real gana, ya fueran colaboraciones con sus colegas, discos recopilatorios de rarezas lo-fi o álbumes de versiones como el que nos ocupa.
Merle Haggard falleció el 6 de abril del pasado año 2016, y estaba cantado que, habiéndose reconocido siempre como fan de este artista, Oldham tendría algo que decir al respecto. Y ese algo es «Best Troubador» (Drag City, 2017), un doble LP en el que Bonnie «Prince» Billy no solo homenajea a Haggard, sino que incluso consigue llevárselo a su propio terreno al hacer completamente suyo el cancionero del artista. Al fin y al cabo, existen muchos cancioneros distintos dentro de la carrera de Merle Haggard: cualquier otro artista podría haber optado por el country y el honky tonk, pero Oldham prefiere practicar un folk tan mayúsculo que no sería aventurado afirmar que «Best Troubador» se encuentra desde ya al nivel de sus mejores trabajos, totalmente engarzado en su propio imaginario sonoro.
Será que, en este hacer lo que le da la gana, todo lo que Will Oldham firma últimamente suena genuino, con esa genuinidad que otorga el hablar desde el alma, no el gritar desde la boca para que todo el mundo te escuche. A Bonnie «Prince» Billy hace mucho que no le interesa todo el mundo: le interesas tú. Y, ahora mismo, le interesa específicamente que escuches (y te deshagas con) su aproximación a este Merle Haggard al que cuesta olvidar con homenajes tan pletóricamente sublimes como este. [Más información en la web de Bonnie «Prince» Billy]
¿Y AHORA QUÉ? Eso mismo pregunto yo: ¿y ahora qué? Con discos tan mayúsculos sobre la mesa, queda claro que esto no puede ir hacia atrás… Solo puede avanzar. De esta forma, en los próximos meses vamos a seguir viendo cómo se publican discos de folk dispuestos a seguir aprovechando la impronta de la nueva ola, como seguro que ocurrirá con los nuevos trabajos de gente como The Mountain Goats o Steve Earle.
Y no solo: el verdadero impacto de esta nueva ola folkie llegará precisamente cuando ciertos artistas demuestren que, contra todo pronóstico, el folk es la música más avanzada del mundo. Olvídate de la electrónica, del trap o de las variaciones digitales de los ritmos tradicionales sudamericanos: por mucho que «22, A Million» fuera un disco regular en su resultado, hay que reconocerle a Bon Iver que abrió una grieta en el género que resulta imposible obviar… ¿Cómo aplicar los paradigmas de la nueva producción musical digital obsesionada con el «edit» salvaje a un género tan desnudo como el folk? Acabamos de empezar a investigarlo, pero no hay dudad de que en los próximos meses habrá quien tenga mucho que decir al respecto, ya sean Fleet Foxes y sus variaciones psicodélicas o, de nuevo, Sufjan Stevens en compañía de Bryce Dessner, Nico Muhly y James McAllister en «Planetarium«, un trabajo que se prevé impactante tanto por su concepto (cada canción habla de un planeta diferente) como por su aproximación elusiva a los preceptos del folk.
Tranquilos, que nos queda mucho que disfrutar. Mientras tanto, puedes intentar surfear esta nueva ola folkie con la playlist al final de este artículo… Yo, por mi parte, me quedo aquí, alegre de tener material suficiente para que mis mañanas laborales vuelvan a ser puramente folk y, sobre todo, mirando de reojo la esquinita de mi armario repleta de camisas de leñador. ¿Qué hago? ¿Las saco ya?