Spoiler: «¡Oh, Genio!» de Ralf König está lleno de clichés que van a ofender a mucha gente… Pero, ¿no es precisamente eso algo necesario?
Lo admito: soy de esas personas que, cuando se trata de procrastinar, más que recurrir al porno o a los vídeos de gatetes, me puedo pasar horas seguidas viendo memes y gifs animados. Desde el pasado año 2016, sin embargo, hay todo un conjunto de memes que me parece que hablan de realidad con una elocuencia finísima: son esos memes que cogen una foto en la que hay alguien intentando llevar a cabo una tarea casi imposible y le añaden el texto «trying not to offend anyone in 2017» («intentando no ofender a alguien en el año 2017»). Para que os hagáis una idea, aquí va un ejemplo…
Y si esto me parece tan tremendamente elocuente es porque, si te lo paras a pensar, hemos llegado a un punto realmente absurdo en lo que a esto respecta. Teniendo en cuenta que hablamos de un lenguaje, el de los memes, que basa su propio funcionamiento en la chanza de la realidad, resulta surrealista que todo el mundo se acabe ofendiendo por alguna cosa en concreto. Otra cosa son los trolls y todas esas voces virtuales que se amparan en el anonimato para jugar al insulto. Eso sí que es punible, está claro. Pero los memes han cogido el testigo de cierto humor irreverente que siempre fue consciente de que reírse de la realidad es la mejor herramienta para tomar consciencia de ella.
Digo todo esto, además, siendo una persona que bien podría haberse sentido atacada a lo largo de su vida por diferentes motivos: por ser gay, por estar gordo… Al final, sin embargo, llegas a la conclusión de que la ofensa solo es justificable cuando hay una voluntad de insulto y ataque. El humor es (y debería seguir siendo por los siglos de los siglos) una especie de zona franca en la que se permitan ciertos desbarres con tal de ir derribando tabúes. Sinceramente, el humor ha hecho en la historia por la normalización de diferentes causas tanto como las manifestaciones que tan en serio se toman a sí mismas.
Sirva lo dicho como preludio para lo que voy a afirmar ahora: «¡Oh, Genio!» es una jodida burrada en la que cualquiera podrá encontrar rastros de racismo, de visión caucásica predominante, de primer-mundismo, de machismo… y de muchos otros ismos que no me apetece ponerme a enumerar aquí y ahora porque no hacen más que enturbiar el verdadero logro del cómic de Ralf König: reírse de todo un conjunto de clichés (la cuarentona solterona, ciertas tipologías gays -osos, leather, prácticas extremas-, el musulmán de mente cerrada, una visión hipersexuada de la raza, etc.) para dejar al descubierto que, al final, si nos reímos del cliché es porque lo percibimos como tal y no como realidad. Porque, al fin y al cabo, aunque parezca que no, ya lo hemos superado.
Si nos reímos del cliché es porque lo percibimos como tal y no como realidad. Porque, al fin y al cabo, aunque parezca que no, ya lo hemos superado.
Aunque la editorial La Cúpula acaba de publicar su edición integral en nuestro país, hay que tener en cuenta que «¡Oh, Genio!» se editó originalmente en al año 2005. Esto significa, básicamente, que König era muy pero que muy consciente de lo que estaba haciendo: nos encontrábamos en un mapa mundial totalmente desgarrado por el 11-S. Y, en ese panorama, había (como sigue habiendo) ciertas cosas de las que uno, simple y llanamente, no se ríe. Entre ellas, evidentemente, están los clichés musulmanes y su visión desde el mundo occidental.
Ahora bien: König sabe cómo desmontar cualquier crítica que pueda hacérsele desde el lado de los ofendidos y los paladines de la corrección política. Para empezar, «¡Oh, Genio!» se circunscribe dentro de la tendencia del autor a coger clásicos de la literatura mundial y revisionarlos en clave post-moderna y humorística. Tal y como hizo con «Lisístrata» o con «Yago«, en esta ocasión König se permite coger la leyenda del genio de la lámpara y traerla a un presente en el que esa misma lámpara cae en el regazo de un osito gay y su amiga mariliendre cuarentona.
Lo interesante aquí es que el autor explica la génesis de ese genio e ilustra cómo un vendedor de zapatos persa y su amante Ifrit (vamos: una bestia parda del desierto) cogieron a un Almala que había impuesto leyes machistas e integristas basándose en la religión y lo convirtieron en un genio de la lámpara. Primero lo convirtieron en un morazo buenorro de pelo en pecho (un súper cliché de aquí no te menees). Y luego, para satisfacer los deseos de la primer mujer agraciada con la lámpara, en un efebo superdotado. «Escucho y obedezco» es su principal regla de comportamiento, así que ya puedes imaginar para qué sirve este genio de la lámpara…
El embrujo, sin embargo, se va agotando con el paso de los años, así que cuando cae en las manos de los protagonistas el proceso se está revirtiendo de tal forma que el efebo pronto pasará a ser el morazo y, tarde o temprano, volverá a ser el Almala. Más interesante todavía resulta el impactante final de «¡Oh, Genio!«, cuando el Almala vuelve a su estado natural y a su tierra natural… para descubrir que nada ha cambiado y que se siguen aplicando las mismas leyes machistas e integristas basadas en la religión. Un punto y final destinado a congelar la sonrisa que, a su vez, redimensiona todo lo que has leído hasta el momento.
Puede que König se pase tres pueblos a la hora de abordar ciertos clichés y que eso, en una sociedad como la actual, tan dada a ofenderse amparándose en la corrección política, no siente demasiado bien. Pero si silenciamos obras como este «¡Oh, Genio!» con tal de no ofender a nadie y mantener la corrección política, ¿no nos estamos dirigiendo a marchas forzadas hacia el mundo deseado por el Almala? [Más información en la web de La Cúpula y en la de Ralf König]