Dejémoslo bien claro desde el principio: «Jackie» es un biopic de Jackie Kennedy… pero Pablo Larraín lo lleva por unos derroteros que nunca esperarías.
El pasado, el presente, el futuro del reino de Camelot se construye en un solo plano. Breve, sutil y al mismo tiempo devastador. Un plano que resume las sonrisas románticas de un pasado en el que todo era posible, un presente devastado al que no le queda más que el recuerdo y un futuro (sentimental) apenas vislumbrado pero tan implacable como el tiempo que se avecina, como las manecillas del reloj.
Este plano-resúmen, esta deconstrucción temporal aparentemente simple pero de compleja estructura conceptual no es más que el colofón final a un proyecto, a un film que renuncia desde el principio a ser un biopic en el sentido habitual del término y también a ser la hagiografía a la que el personaje se presta. «Jackie» no pretende ser de ninguna forma ese metódico y rutinario despliegue vital más o menos cronológico ni tampoco ese rise & fall & rise again tan moralizante como inútil. Pablo Larraín está más bien interesado en las entrañas, en la devastación, en el conflicto, porque entiende que solo desde el dolor se comprenden mejor las complejidades del alma humana.
Eso es lo que se nos presenta a fin de cuentas: una Jackie Kennedy humana, alejada de la mitificación icónica, que nos da su visión sobre un tiempo una época. No es nada baladí que la propia Jackie contemple con infinita tristeza cómo los maniquíes de los escaparates empiezan a reflejar su estilo, su forma de vestir. Una mirada que va más allá del reino perdido, que nos lleva a un futuro de cáscaras vacías solo rellenadas por lo superficial, lo vano, y que transmuta dolor por la incomprensión del espíritu más allá de lo superficial. (Curiosamente, Bertrand Bonello usa en «Nocturama» un recurso similar de confrontación entre lo humano y lo pretendidamente humano también con maniquíes.)
«Jackie» es pues un film que se va deslizando durante un periodo muy corto de tiempo por recuerdos que son expresados a través de una entrevista y que, por lo tanto, se muestran deslavazados, concretados en imágenes que muchas veces se focalizan en un punto, en una visión y que se alejan de la multiplicidad de opiniones. La Jackie interpretada por Natalie Portman es narradora única y, como tal, sus recuerdos pueden resultar sesgados pero a la vez auténticos, ya que provienen de la fuente original, sin distorsiones ajenas.
Jackie es, entonces, el foco que se proyecta después del asesinato de un Kennedy que, por efecto inverso, no proyecta sombra sobre su mujer sino que es él mismo la presencia lateral que planea en toda la obra. De esta manera, Larraín muestra la conversión involuntaria de la mujer en el mito. Una evolución que no es fruto de la propia voluntad de la interesada y que, precisamente por eso, nunca llegamos a ver las repercusiones de sus actos ante la opinión pública, sino que accedemos directamente a cómo los vive ella en primera persona. Con sus altos, bajos, decisiones erróneas. Con su dolor. Mucho dolor.
«Jackie» se constituye en una especie de antibiopic, mostrándose como un proyecto personal y conceptual en el que, a pesar de tener la palabra como eje narrativo, Pablo Larraín procura con mimo dotar a cada plano e imagen de un significado propio y poner en la palestra al personaje, proponiendo al espectador una reflexión que versa sobre su significado histórico, alejándose de visiones maniqueas. Larraín en definitiva hace de «Jackie» una película de doble sentido, desmontando al mito, creando y por ende humanizando a la persona. [Más información en el Facebook de «Jackie»]