Hay dos hechos incontestables sobre «Tan Poca Vida»: Hanya Yanagihara escribe con un brío maravilloso y este fue uno de los libros imprescindibles del 2016.
Hay una cosa que es incontestable a la hora de ponderar «Tan Poca Vida«: el libro de Hanya Yanagihara se extiende a lo largo y ancho de mil páginas (clavadas) y se lee como si en realidad tuviera doscientas. Está al alcance de la pluma de muy pocos escritores conseguir ese ritmo de brío sin caer en las tretas habituales de los best-sellers palomiteros que pretenden insuflar en el lector la sensación de estar leyendo un mamotreto extenso cuando en verdad lo único que se ha hecho es ampliar el tamaño de la letra. Pero Yanagihara hace gala de un brío estilístico que induce a una lectura en streamline incluso cuando se mete en faena a la hora de abordar temas elevados.
Porque esa es otra cosa incontestable en «Tan Poca Vida«: los temas que trata no son cosa chica. Al revés. Desde la primera línea, a Yanagihara se le intuye una voluntad profunda de que su libro sea bigger than life. Así que no es de extrañar que, si esta novela ha de ser el relato vital de la vida de cuatro amigos en Nueva York (algo que, al final, no es tal cosa, ya que la atención dramática se centra sobre todo en dos de ellos), se esfuerce por ser el retrato definitivo de la amistad en el intersticio entre el siglo XX y el siglo XXI.
«Tan Poca Vida» arranca cuando cuatro personajes a priori antitéticos que se han conocido en la Universidad empiezan a buscarse la vida y a «anidar» en Nueva York justo después de haber acabado sus respectivas carreras. JB intenta abrirse camino en la escena artística. Malcom hace lo propio como interiorista. Y los verdaderos dos protagonistas, Jude y Willem (bueno, más Jude que Willem), comparten piso a la vez que pican piedra como abogado el primero y como actor el segundo. Sus vivencias, sin embargo, nunca aparecen de forma cronológica, sino que la autora va exponiéndola ante los ojos del lector a modo de puzzle con todo un conjunto de correspondientes saltos temporales que, en su empeño continuo por resultar impactantes, en ocasiones caen en la trampa de resultar más desconcertantes que otra cosa.
A este respecto, el libro de Yanagihara se muestra más excelso como retrato de amistad (en su primera mitad, por lo menos) que como retablo pintado con los colores vibrantes de Nueva York. De hecho, por momentos «Tan Poca Vida» parece que encauzar su torrente narrativo hacia un lugar inédito y muy pero que muy interesante: «Últimamente se preguntaba si ser codependiente era tan malo. Se lo pasaba bien con sus amistades y no hacía daño a nadie; ¿qué importaba si eso era codependencia o no? Además, ¿por qué una amistad entrañaba más codependencia que una relación sentimental? ¿Por qué era admirable cuando tenías veintisiete años pero espeluznante a los treinta y siete? ¿Por qué la amistad no era tan buena como una relación sentimental? ¿Por qué no era incluso mejor? Eran dos personas que permanecían juntas, día tras día, a quienes no las unía el sexo ni la atracción física ni el dinero ni los hijos ni una propiedad, solo el compromiso de seguir adelante y la dedicación mutua a una unión que nunca podría ser codificada. La amistad era ser testigo del lento goteo de tristezas del otro, de sus largas rachas de aburrimiento y de algún que otro triunfo. Era sentirse honrado por el privilegio de estar presente en sus momentos más duros y saber que a cambio podía permitirse estar triste en su presencia«.
Yanagihara hace gala de un brío estilístico que induce a una lectura en streamline incluso cuando se mete en faena a la hora de abordar temas elevados.
¿Pueden una amistad entre dos hombres suplir la necesidad de otras relaciones sentimentales? ¿Por qué nos parece tan extraño pensar que dos hombres, dos amigos, puedan vivir juntos hasta el fin de sus días pero no nos parece nada descabellado cuando se trata de una relación sentimental? «Tan Poca Vida» avista este maravilloso terreno virgen… Pero, por desgracia, en uno de esos volantazos a los que tan aficionada parece ser Hanya Yanagihara, esta posibilidad apuntada se trunca por completo y cae en la más absoluta de las nadas por culpa de un inverosímil giro de guión.
Y es que, al fin y al cabo, puede que contra las virtudes de «Tan Poca Vida» (la prosa, los grandes temas) haya que contraponer lo fácilmente que Yanagihara se deja llevar por los demonios del sensacionalismo y el sentimentalismo algo barato en todos y cada uno de los «twists» -a cada cual más inverosímil- que pueblan la novela. De hecho, lo dicho empeora cuando el retrato de amistad da paso al segundo gran tema del libro: la «poca vida» a la que se reduce la existencia del protagonista (Jude) después de sus traumáticas vivencias infantiles. Por miedo a incurrir en spoilers, no diré mucho más sobre los insostenibles devenires argumentales de «Tan Poca Vida«.
Me permitiré, eso sí, apuntar que la poca verosimilitud del argumento va pareja a la poca verosimilitud a la hora de abrir en canal las entrañas de los propios personajes protagonistas. Siento decir lo que viene a continuación, pero he de reconocer que, mientras leía la novela de Yanagihara (o, mejor dicho, mientras la leía en mi calidad de lector homosexual), no podía despegarme de la insidiosa sensación de que estaba ante un flagrante caso de mujer escribiendo sobre homosexuales. Habrá quien obvie que nos encontramos en pleno año 2017 y piense que son mundos cercanos. Pero no. No lo son. Y los personajes de «Tan Poca Vida» se comportan de forma más femenina que homosexual especialmente al respecto de dos puntos básicos… El primero es la falta absoluta de sexo en el libro, algo totalmente impensable en el mundo homosexual (lo siento, pero la pulsión de sexo es más fuerte que cualquier trauma, y eso es algo que mi entorno me prueba día sí y día también). El segundo es esa extraña obsesión de Jude de contemplarse en términos negativos por mucho que su entorno no deja de lanzarle señales de positividad extrema (a veces, de forma totalmente increíble: no puede haber tan buena gente todo el rato que soporte los desplantes de alguien que se niega a hablar de su pasado o a abrirse mínimamente).
Pero repito a la vez que recapitulo: este último «pero» es algo que, probablemente, solo me ha resultado molesto a mi como lector en concreto. Ha de concebirse, sin embargo, como un «pero» que no inhabilita todas las virtudes mencionadas más arriba. Al fin y al cabo, no me cansaré de repetirlo: ¿cuál fue el último libro de 1000 páginas que te leíste como quien se bebe un vaso de agua fresca en pleno mes de agosto? [Más información en la web de Lumen y en el Twitter de Hanya Yagihara]