Todos estamos de acuerdo en que el 2016 fue un año de mierda… Por eso (y por muchos otros motivos), «La La Land» es la peli que el mundo necesita.
Rajoy, Trump, el Brexit, la plana mayor del artisteo internacional muriendo como moscas, la confirmación del terrorismo como un acto cotidiano perpetrado en espacios públicos que se repite en nuestras vidas cada dos telediarios, la constatación de que todavía seguimos en crisis (nos vendan lo que nos vendan), el cambio climático azotando al mundo con desastres naturales de creciente intensidad… En el tránsito de diciembre a enero, todos llegamos a la conclusión de que el 2016 había sido un año para olvidar. Encuadrado en ese panorama, «La Ciudad de las Estrellas. La La Land» se estrenaba en España el viernes 13 de enero. Sí, viernes. Sí, 13.
Más todavía: el lunes 16 de enero fue el tan temido Blue Monday, esa fecha que, por puro calendario (tercer lunes de enero), está comprobado que nos pilla con la mayor bajuna anímica que vamos a sentir en todo el año. Ante semejante paisaje emocional, ¿no parece totalmente justificable reivindicar el de Damien Chazelle como un film urgentemente necesario? Que sí, que el mundo necesita que todos los autores nos pasen por la cara todas esas películas que actúan a modo de toallita desmaquillante para enseñarnos que la realidad es dura, que la realidad es jodida, que la realidad es una mierda. Pero, sinceramente, la realidad ahora es tan dura, tan jodida y tan una mierda que yo, por lo menos, agradezco que haya aparecido en mi vida una luz tan blanca como la de «La La Land«. Y, ojo, porque «blanca» no es sinónimo aquí de «ramplona» o «sencilla». Ni mucho menos.
Ahora ya hace unos años que la crítica mundial se lanzó al onanismo desaforado con ese momento de «Mommy» en el que, tras conducir al espectador a la angustia claustrofóbica de vivir la realidad de un niñato insoportable en un formato vertical similar al de las pantallas de los teléfonos móviles, Xavier Dolan abría el encuadre en una escena en la que la esperanza entraba a raudales en su película. Algo similar ocurre en «La La Land«, pero ocurre ya en la primerísima imagen: un encuadre 3:4 en blanco y negro en el que se leen unas letras que no significan absolutamente nada. De repente, sin embargo, el encuadre se abre para que leamos CinemaScope mientras que los colores vívidos y fantasiosos invaden la pantalla.
¿Es necesario explicar lo que está ocurriendo? ¿Es realmente necesario verbalizar la invitación de Chazelle a que dejemos detrás la cuadrada realidad gris para que abramos la mente y nos zambullamos de cabeza en la fantasía del CinemaScope? Este formato se reveló como el ideal para una década, la de los años 50, en la que el cine en color estaba viviendo una vibrante infancia preñada de inocencia. Fueron los años de musicales como «Siete Novias Para Siete Hermanos«, «Guys and Dolls«, «Brigadoon«, «El Rey y Yo» o «Ha Nacido Una Estrella«, todos ellos rodados en CinemaScope. También fueron los años de «Cantando Bajo La Lluvia«, que no se rodó en CinemaScope (sino en formato Academy estándar) pero que también alimenta el alma de «La La Land«.
Y es que nos encontramos ante un film que, después de vivir varias décadas en las que parecía necesario reinventar el género musical, ya fuera por la vía de la post-modernidad barroca («Moulin Rouge!» de Baz Luhrmann, evidentemente) o por la vía del choque frontal contra la hiperrealidad absoluta («Bailar en la Oscuridad» de Lars Von Trier, claro), no pretende reinventar nada. No pretende ser post-moderno. No pretende hacer avanzar el género musical hacia un futuro nuevo, diferente y original. «La La Land» pretende, básicamente, lo mismo que pretendieron los musicales clásicos mencionados más arriba: allá se trataba de superar el trauma de la Segunda Guerra Mundial, aquí estamos hablando de superar un trauma que estamos viviendo en presente continuo y que está transformando el mundo en muy diferentes facetas. Todas ellas siempre hacia peor.
A ese respecto, la primera escena de «La La Land» es un «o lo tomas o lo dejas». En la ilustre tradición del surrealismo musical más célebre, un atasco en una carretera de Los Ángeles muta en vibrante decorado de una canción con corazón del jazz big band menos abrasivo (¡ese contrabajo!) y coreografiada por gente vestida en color blocks perfectos (algo que, más adelante, será recurrente en la cinta). En cierto momento, alguien abre la parte trasera de un camión y allá hay una banda tocando instrumentos. La gente se vuelve literalmente loca y sigue bailando y cantando. Lo dicho: o lo tomas o lo dejas.
Pero no sólo por eso. La letra de esta canción titulada «Another Day of Sun» pone las primeras baldosas amarillas de este camino hacia Oz que estamos a punto de empezar a caminar. La primera chica que canta lo dice bien claro al explicar el momento en el que deseó ser actriz por vez primera: «Un mundo Technicolor hecho de música y máquinas me llamaba para que entrara en aquella pantalla y para que viviera cada escena«. Chazelle no podía ser más claro y literal en su invitación: no quiere que nos enfrentemos a la realidad más allá de las puertas del cine, sino que pasemos a habitar este mundo de música y máquinas que es «La La Land«. Por mucho que eso, como todos cantan en «Another Day of Sun«, se traduzca en luchar cada día contra el desaliento de la maquinaria de Hollywood, de los portazos en las narices, de los «no» cuando lo único que quieres escuchar es un «sí» que convierta todos tus sueños en realidad.
Así, con una primera canción en la que todavía ni han salido a escena los protagonistas del film, «La La Land» no sólo ha definido su argumento, sino que también ha definido al espectador, le ha obligado a entrar o abandonar, sin posibilidad de quedarse en la puerta. A partir de ahí, Chazelle lleva su fantasía hasta el extremo: la primera mitad de la película funciona como un musical clásico, tan irreal, tan épico, tan bigger than life. Y, por el camino, crea alguna de las escenas más magnéticamente icónicas del cine del nuevo siglo. Ahí está la noche de chicas que acaba en una piscina al puro estilo Gatsby. Ahí está también el primer baile de Mia (soberbia Emma Stone) y Sebastian (Ryan Gosling, que no se queda atrás) haciendo del paisaje de Los Ángeles un decorado surrealista capaz de transitar de la noche al amanecer en una barrido de cámara. Y ahí está la visita al planetario con un vuelo nocturno que, en su onirismo, recuerda a la evocativa escena ideada por Dalí dentro de «Cantando Bajo La Lluvia«.
Una puntualización: contra el apabullamiento por la vía del montaje videoclipero, Chazelle apuesta por unos impactantes planos secuencias en los que el dinamismo reside en la planificación interna de cada una de las escenas. Al más puro estilo de los bailes de Gene Kelly en París o Nueva York o donde le tocara recalar como marinero de pantalones blancos ajustados. Planos secuencia que no son una fardada vacua, sino que son un verdadero portento en su capacidad para deslumbrar visualmente y contagiar emociones a flor de piel (al fin y al cabo, un corte en pantalla también es un corte dentro del espectador, en sus propias sensaciones).
Pero en «La La Land» ocurre una cosa: que la historia de amor entre los dos personajes va creciendo a partir de errores (el primero de ellos, cuando Mia intenta abordar a Sebastian después de que le echen del club en el que toca). Y, pronto, como en la vida misma, los errores se convierten en desencuentros… Poco a poco, la realidad se va imponiendo en el interior de la película de Chazelle, la poética desaparece, aparece cada vez más fragmentada, las canciones y las coreografias casi desaparecen del film. La magia deriva en la nada más devastadora (como ocurre, por ejemplo, en la triste cena que impulsará la primera separación de la pareja y que parece extinguir la música del interior del film). Y, entonces, llega el final.
La película arranca en «Winter» y persigue a la pareja hasta «Fall«. La escena final regresa al «Winter«, pero cinco años después. Y nada es como esperaríamos que fuera. Al final, la realidad que se filtró en «La La Land» le ha ganado la partida a la magia. Chazelle no es imbécil, quiere entretenernos, quiere darnos esperanzas, pero no quiere vendernos el humo del entretenimiento inocuo. La historia de amor de Mia y Sabastian estaba destinada al fracaso… Y, aun así, en la canción que él toca para ella en la última escena, se reivindica el final feliz que pudo ser pero que ya sólo podrá ser dentro de la cabeza de ambos al escuchar unos acordes a piano.
Es esta una escena que regresa al principio y, en una deliciosa maniobra de circularidad temporal puramente especulativa, vuelve a andar todo el camino de baldosas amarillas eliminando las malas hierbas que Chazelle ha permitido que crezcan. Son cinco minutos de puro Hollywood en los que la magia reaparece, más irreal que nunca, más épica que nunca. Es una forma de dejar contento al espectador, de decirle que, como Mia canta en la audición que la ha de catapultar hacia la fama, todos deberíamos aferrarnos a nuestros sueños sin importar cuantas puertas nos cierren en la cara.
El final de «La La Land» parte de un fuera de campo elocuente y maravilloso. Chazelle nos escamotea qué pasó entre Mia y Sebastian, por qué no siguen juntos cinco años después. Lo único que nos queda es un sueño, una ilusión repleta de juegos de colores, decorados falsos y coreografías tan pluscuamperfectas como las del principio del film, cuando la irrealidad era la mejor forma de plasmar la ilusión de un primerizo en Hollywood, la ilusión de un amor que reconoces como importante desde el primer momento.
Y aquí repito lo mismo que dije al principio de este texto: que, precisamente por esto, «La La Land» es una película urgentemente necesaria. Porque, aunque seguimos necesitando las toallitas desmaquillantes que nos recuerden que la realidad es una mierda, también necesitamos chutazos de magia que nos recuerden que nunca hay que dejar de soñar. Que, por mucho que seamos conscientes de la realidad, por mucho que sepamos que la historia de amor nunca acabará bien, nos dejemos embargar por la magia de los sueños que aporten color a nuestra vida.
«La La Land» no es una película escapista porque, al fin y al cabo, no podría ser más realista en su retrato de una relación amorosa. Es más bien un recordatorio de que, cuando vives con la mierda hasta las rodillas, nunca está de más permitirte cierta magia que te dé fuerzas para pensar que algún día tendrás los pies limpios. O no. Pero si sólo piensas en la mierda que te llega hasta las rodillas, pronto te llegará hasta la cintura. Y, cuando te llegue a la nariz, ya no habrá vuelta atrás. [Más información en el Facebook de «La La Land»]
https://youtu.be/9LIAf1C70wo