Hay un motivo por el que «Rogue One» mola… Pero es sólo es uno, y es incapaz de luchar contra todos los motivos por los que esta peli no debería existir.
Vaya por delante que no soy una de esas personas que odian sistemática cualquier tipo de franquicia o saga cinematográfica mínimamente palomitera (bueno, ahora que lo pienso, ¿existe alguna de estas sagas que no sea puramente palomitera?). Por el contrario, suelo engancharme con demasiada facilidad y, al final, me encuentro atrapado en conversaciones surrealistas con esos amigos que sólo ven cine de autor en las que intento explicar por qué tal saga es interesante o por qué la saga de más allá debería ser vista incluso por un fan de Lars Von Trier. Casi nunca salgo victorioso en mi intento. Pero, oye, yo lo sigo intentando.
Y si abro este texto justificándome es precisamente para dejar claro que mi percepción (spoiler: bastante negativa) de «Rogue One: Una Historia de Star Wars» no viene dada por un prejuicio previo a su visionado… Sino a algo muy diferente. Parto del hecho, además, de que vengo a ser la representación perfecta del espectador medio ante esta franquicia: no soy un ultra fan de «Star Wars» de esos que han leído todos los libros, han jugado a todos los juegos, han explorado todos los cómics y se conocen al dedillo las mil y una tramas ocultas de este universo… Pero soy fan de «Star Wars» en general, conozco y he disfrutado las siete películas canon hasta la fecha (algunas las he disfrutado más que otras, eso sí) y, al fin y al cabo, me fascina el imaginario de este mundo creado originalmente por George Lucas.
Así las cosas, ¿cómo puede ser que saliera de la sala en la que vi «Rogue One» con la sensación no sólo de haber perdido un valioso tiempo en mi vida, sino sobre todo con una insidiosa decepción agarrada a las paredes de mi estómago? Ahora hace un año que, ante el nuevo episodio de «Star Wars«, fui de los que opinaban que tanto da que sea un calco estructural de la primera película / cuarto episodio cuando lo que debería importar es la estimulante diversión que proporciona. Así que «Rogue One» (me) pintaba fetén: ¿un pequeño paréntesis situado temporalmente justo antes del Episodio IV que vendría a explicar cómo los rebeldes se hicieron con los planos de la Estrella de la Muerte? Vaya que sí.
Y, de hecho, hay que reconocer que «Rogue One» merece la pena precisamente por su acertada decisión de asumir concienzudamente su condición de episodio apartado y así explorar un forma, un género diferente. La escena final de la película de Gareth Edwards se impregna de los aromas del cine bélico y, por momentos, parece que estemos presenciando el Desembarco en Normandía. Sorprendentemente, y de forma puntual, «Rogue One» sabe apartarse de la trampa del héroe solitario y consigue retratar una violencia bélica que nunca fue tan verosímil en la saga «Star Wars«. La belleza de la guerra en su máximo esplendor. Aquí hay soldados (de ambas facciones) que sudan, que luchan, que mueren y que siembran de cadáveres la espectacular playa en la que tiene lugar la batalla final (de hecho, este escenario es el único de todo el film que tiene la suficiente carga icónica como para pasar a la historia de la saga).
Y ya está. Ese salirse del canon de «Star Wars» durante unos instantes es lo único que redime a «Rogue One«… El problema es que, incluso en esos momentos, el espectador medio no dejará de tener la jodidísima sensación de encontrarse no ante una película, sino ante un parche. Uno de los agujeros de guión que más se le ha criticado a la saga es la absurda resolución del Episodo IV: «ey, tíos, que si meto un disparo en este punto en concreto de la Estrella de la Muerte explota enterita«. ¿En serio? Puede que en los 70 fuéramos más inocentes, pero no tanto como para permitir una patinada de este nivel. Precisamente por eso es inevitable vivir «Rogue One» con cierto desapego: no es que los guionistas dejaran una brecha abierta para explorarla en el futuro. No. Es más bien que el mundo entero lleva casi cuatro décadas riéndose de una paupérrima decisión de guión y, de repente, aquí tenemos una película para actuar como tirita que ayude a cicatrizar la herida.
Ya lo he dicho: «Rogue One» es un parche. ¿Cómo empatizar con un parche? ¿Cómo obviar su cualidad puramente intrascendente? Porque esa es otra. Uno de los principales encantos de toda saga es precisamente que cada película proporciona un buen número de respuestas a la vez que abre otras nuevas preguntas. Lo que ocurre en un film viene justificado por los precedentes y tendrá ecos en el futuro… Pero en «Rogue One» esto no sucede. La sensación de encontrarse ante un parche limitadísimo, con sus fronteras demasiado marcadas por las circunstancias, hace que todo lo que ocurre en el film no acabe de despertar el interés del espectador. Esto podría haber sido un pequeño paréntesis en el Episodio IV, pero dedicarle dos horas a toda esta historia resulta francamente innecesario.
Lo mismo ocurre con los personajes: Jyn Erso (Felicity Jones) y Cassian Andor (Diego Luna) no tienen ningún tipo de carisma, Orson Krennic (Ben Mendelsohn) es uno de los villanos menos magnéticos de la historia de «Star Wars«, lo de Saw Guerrera (Forest Whitaker) es de vergüenza ajena… Y, para más inri, al final queda la sensación de que, en su intrascendencia, en su incapacidad para desplegarse hacia hechos pasados y/o futuros de la saga, los personajes más interesantes de esta función están desdibujados y desaprovechados: el droide K-2SO (con voz de Alan Tudyk) podría aparecer en todas las pelis de la saga y nunca te cansarías de él; y la pareja formada por Chirrut (Donnie Yen) y Baze (Wen Jiang) merecen un spin-off. O una serie de televisión enterita sobre ellos. Pero, aun así, «Rogue One» podría haber hecho una limonada mucho más sabrosa con los limones que estos personajes traían bajo el brazo.
¿Otro motivo por el que esta película no debería existir? Más arriba he dicho que el mundo entero siempre ha criticado la simplicidad del «lanza un disparo aquí y la Estrella de la Muerte peta«, pero a la vez hay que reconocer que esto es parte del encanto de la saga. «Star Trek«, por ejemplo, siempre ha sido más ciencia que ficción. Pero «Star Wars«, por el contrario, siempre ha sido más ficción que ciencia: cero complicaciones, puro palomiteo. Así que no se entiende que, de repente, «Rogue One» se enmarañe en enchufes maestros, retransmisión de señales por satélite y otras mandangas tremendas. Esto no es añadir complejidad a la trama, no, es simple y llanamente liar la maraña de forma totalmente innecesaria (y, de nuevo, un poco de vergüenza ajena, porque lo del cable gigante que hay que enchufar en medio de la playa es de no creérselo).
Pero el principal motivo por el que «Rogue One» no debería existir, al fin y al cabo, es porque confirma lo que todos sospechábamos: que «Star Wars» se ha convertido en una franquicia en la que prima más sacar los cuartos que mantener el alma del producto final. Desde la Disney tienen claro que quieren estrenar una peli de la saga por año, aunque eso signifique entregar productos tan deslucidos como este «Rogue One«… Las sagas más interesantes son aquellas que parecen pensadas al milímetro, aquellas en las que se intuye que el autor (o los autores) nos está paseando por un plan maestro repleto de recovecos y twists. Esto no ocurre en «Rogue One«. Vale, el esfuerzo de producción está ahí (de hecho, hay demasiado esfuerzo de producción). Los ecos del imaginario de la saga también están ahí. Pero falta alma. Falta muchísima alma. [Más información en la web oficial de «Rogue One»]
https://youtu.be/o9MVWSLLw6g