¿Es «Westworld» una serie sobre androides que toman consciencia? Sí, pero también es una serie sobre cómo deberíamos revelarnos contra el sistema.
Que cada uno piense lo que le dé la gana, pero yo hace tiempo que creo que el nuevo auge de la ciencia ficción televisiva nada tiene que ver con el escapismo a mundos mágicos y a gestas inverosímiles. Habrá quien piense que el éxito de «Juego de Tronos» se debe a su fascinante (y brutal) universo, y también habrá quien haya llegado a la conclusión de que «The Walking Dead» fascina por la verosimilitud con la que retrata un apocalipsis zombi o que «The Leftovers» engancha por el pasmo ante lo inexplicable de que desaparezca media humanidad… Pero yo prefiero pensar que, al fin y al cabo, la ciencia ficción suele ser un abrigo de pieles con el que el lobo se hace pasar por cordero.
Me explico. El universo de «Juego de Tronos«, todo poblado de dragones y seres mitólogicos, esta claro que es alucinante, pero lo que realmente late debajo de esta ficción televisiva es un baile de puñaladas traperas, de conspiraciones políticas, de manipulaciones, de populismos y de figuras abyectas maquinando para conseguir el poder que inevitablemente remite a la visión actual que la mayoría de nosotros tenemos de la coyuntura política internacional (e incluso de las presuntas manos negras ocultas en el sótano de esta coyuntura). Más todavía: el apocalipsis zombi de «The Walking Dead» llegó hasta nosotros de forma para nada casual en el inicio de la crisis económica mundial que nos convirtió en supervivientes y que nos convenció de que, para sobrevivir una vez se ha acabado la era del bienestar, la única salida es sacrificar la humanidad y optar por la ley del más fuerte, por los grupos que se rigen en régimen de justificada tiranía y por golpear antes de que te golpeen. Para acabar de rizar el rizo, ahí tenemos a «The Leftovers» como bonita ficción que arranca en un trauma (desaparece la mitad de la humanidad sin dejar ni rastro) con evidentes paralelismos ante un 11-S que nos enfrentó a todos ante el sinsentido de la vida, ante el hecho de que hoy estamos aquí y mañana puede que no.
Así que basta ya de menospreciar la ciencia ficción como género facilón y superficial, porque algunas de las mejores metáforas de la historia de la cultura se han encapsulado dentro de ficciones extremas. Tenemos suficientes ejemplos poblando la parrilla televisiva como para obligarnos a sobreanalizar cualquier serie de ciencia ficción que nos llegue como novedad… Y, ojo, porque ante este paradigma, y habiéndose cerrado la primera temporada hace escasos días, los aficionados al pajillerismo vamos a tener material para varios años gracias a «Westworld«.
Para empezar, la serie creada por Jonathan Nolan y Lisa Joy para HBO (bajo el padrinazgo siempre fardón de J.J. Abrams) ha dado y va a dar para muchas pajas mentales debido a su propia naturaleza. Desde el primer episodio, «Westworld» deja clara su vocación de serie a lo «Lost«, como acumulación de misterios que todos sabemos que molarán no en sus respuestas, sino en su capacidad intrínseca para desbloquear nuevos misterios. Es esta una de esas series hidra a la que, si le cortas una cabeza, le crecen dos. Y cada vez es una bestia más feroz, más incomprensible… Pero también más bella y fascinante.
La primera temporada de «Westworld» ha funcionado como un reloj a este respecto: cada nuevo capítulo ha ido levantando una nueva batería de teorías en las que, reconozcámoslo, Internet se ha mostrado más avispada que nunca, ya que muchas de esas mismas teorías han acabado demostrándose ciertas (y no mencionaré cuáles para no incurrir en spoilers). De hecho, la relación entre la voz de Internet y la serie de Nolan y Joy ha llegado a puntos realmente elocuentes (como cuando los creadores de «Lost» confirmaron que no sólo leían todas las teorías online que caían en sus manos, sino que incluso les abrían puertas a decisiones argumentales que finalmente se translucían en el guión definitivo). Ahí está, por ejemplo, el momento del último capítulo en el que la serie parece abrirse hacia la posibilidad de que Westworld no sea el único parque temático que existe, sino que también puede haber un interesante Southworld. Pero repito: hasta aquí puedo leer.
Al fin y al cabo, ahí está uno de los motivos por los que «Westworld» fascina: porque esta primera temporada sólo es la punta de un colosal iceberg. No sólo existe la posibilidad de otros parques temáticos, sino que Nolan y Joy ya han advertido que lo que hemos visto no es la serie de verdad, sino un prólogo minúsculo de lo que está por venir. Para empezar, ya se ha confirmado que la segunda temporada, además de desarrollar las consecuencias del espectacular grand finale de la primera, también explorará algo que por ahora ha quedado siempre en segundo plano: la experiencia de los visitantes reales (ni androides ni parte de la organización) que durante un tiempo pueblan este parque temático hiperrealista ambientado en el Wild West.
Pero si las teorías en torno al argumento son apasionantes, he de reconocer que «Westworld» me pone particularmente palote cuando la considero como candente metáfora de este inicio del siglo 21 que ha supuesto el quiebro final de la humanidad hacia los dioses del capitalismo, el despertar de toda una sociedad de marionetas que, después de la inevitable perplejidad, empiezan a cortar a dentellada limpia los hilos con los que les han controlado hasta el momento.
Hay quien ha criticado en «Westworld» que no hay personajes con los que empatizar: los humanos son insufribles, ya sea en su complejo de Dios o en su lucha por ocupar un puesto de poder en el engranaje de Delos (la macro-corporación detrás del parque temático); mientras que los androides… son androides. Estas mismas críticas apuntan a que la segunda temporada carecerá de interés precisamente por eso, porque los humanos son personas horripilantes (o, si no lo son, ya han muerto en la primera temporada) y, por lo tanto, poco importa si, en su revolución, los androides se los llevan por delante.
Pero estas críticas parecen obviar el principal key point del argumento de «Westworld«. El gran protagonista de toda esta primera temporada ha sido El Laberinto (aquí sí que tengo que incurrir en un spoiler, lo siento) y la revelación final de que no es un lugar dentro del parque temático, sino que mas bien es el complejo recorrido mental que los androides han de caminar (figuradamente) hasta adquirir un consciencia plena. El Laberinto es una versión compleja de la pirámide concebida por los dos creadores de los androides, Ford y Arnold, que representaría la consciencia como un triángulo cuya base sería la memoria (y los recuerdos), seguida por la improvisación, el interés propio y la reveladora cúspide (también el centro del laberinto) donde brilla la «mente bicameral».
El Laberinto es un camino al final del que los androides encuentran la consciencia, esa chispa que les convierte en seres vivos de verdad, seres autónomos que, por lo tanto, hacen aparecer mayores sombras todavía en la afición de los humanos a la hora de servirse de ellos como juguetes. Y aquí es inevitable volver a la metáfora mencionada más arriba: ante un mundo globalizado en el que estamos hiper-monitorizados y controlados, un mundo que se esfuerza en hacernos enterrar el dolor y el sufrimiento por la vía del «olvido» inducido por el entretenimiento que duerme la mente, un mundo que nos induce a una ilusión de libre albedrío pero donde nuestras posibilidades de acción real están seriamente mermadas e impuestas por poderes fácticos invisibles… En este mundo, es más fácil empatizar con los androides de «Westworld» que con los humanos. Indudablemente.
Las pruebas están ahí (spoilers de nuevo): el personaje de Maeve decide no abandonar el parque para ir a buscar a su «hija» por mucho que sabe que no es su hija de verdad, mientras que Dolores desata el caos absoluto en pos de reclamar Westworld como su propia tierra, como una tierra que los androides tienen que arrebatar de las manos de los humanos. La misma Dolores ofrece la clave de su nueva consciencia al espetarle a un humano algo así como «¿Para qué vamos a querer salir? Si vosotros no queréis iros de aquí, será porque lo de allá no es tan bueno«.
La toma de conciencia de los androides en «Westworld» sería mucho más cándida de lo que parece si en el guión no hubiera ido seguida de la revolución, la violencia, la venganza. Pero, de nuevo, hay está la genialidad de la serie de Nolan y Joy: una vez han cortado a dentelladas los hilos que les unían con sus creadores, sus dioses (esos dioses que, como comprueban Maeve y su grupo de forajidos, no son para tanto), los androides podrían haber optado por la diplomacia, por reclamar lo suyo a base de sentadas a lo «Occupy» o recogiendo firmas en Change.org. Pero, por lo contrario, no se dejan engañar, no entierran sus traumas bajo toneladas de vídeos de gatetes y procrastinación a golpe de gif animado: levantan las armas y desatan la revolución. Hay veces que la ficción no es que supere a la realidad, es que directamente es lo que la realidad nunca se atrevió a ser. [Más información en la página oficial de «Westworld»]