En «El Fuego y El Relato», Giorgio Agamben se pregunta cuál es el fuego que alimenta a la literatura, por qué lo hemos perdido y cómo debemos recuperarlo.
El exceso de información, la auto-evidencia y la instantaneidad, nos aíslan en el tiempo y el espacio. Hemos dejado de escuchar para compartir en Facebook. Nos hemos convertido en meros receptores. Denuncia de nuestra falta de interés en las preguntas para privilegiar las respuestas, la colección de ensayos «El Fuego y El Relato» (editada por Sexto Piso) es un cuaderno de ejercicios pedagógicos: “Todo relato -toda la literatura-, es, en este sentido, memoria de la pérdida del fuego”. Leer es recuperar esa historia olvidada que denominamos ficción: “Si la novela (…) deja caer la memoria de su ambigua relación con el misterio (…) si dilapida el misterio en un cúmulo de hechos privados (…) la forma misma de la novela se pierde junto con el recuerdo del fuego”.
Los silencios del filósofo romano Giorgio Agamben (1942) son visibles. La reticencia ha dotado a su carrera con el aura de la auto-posesión y la autenticidad. En el ensayo “El Fuego y El Relato”, perteneciente a la colección homónima antes citada, el italiano, en traducción al castellano de Ernesto Kavi, no aporta argumentos dramáticos, sino destellos de compostura: “Puede ser suficiente, pero ¿para qué? ¿Es creíble que pueda satisfacernos un relato que no tiene ya ninguna relación con el fuego?”. Disquisiciones acerca de la utilidad de la lectura, enfrentada a la soledad del lector, dan paso a observaciones sobre la naturaleza misma del ensayo. Teórico del fragmento, el aforismo, el habla popular y culta, el manifiesto pedagógico e incluso la reseña, Agamben domina todas las formas de prosa.
Si un intelectual se disocia del mundo real, no oye una voz distinta a la suya. Se convierte en una personalidad dogmática, víctima de la venalidad de los ignorantes.
Es crucial para el autor de «Lo Abierto» (2005) que el narrador sea un oyente que embebe historias arraigadas en la colectividad: “La historia es aquello donde el misterio ha extinguido y ocultado sus fuegos”. Nuestra vida se consume en las llamas de lo innominado. La Historia, para el autor de «Desnudez» (2012), es casi sagrada; nada menos que una unidad de elementos comunes, de experiencias compartidas: “El escritor (…) deberá creer sólo e intransigentemente en la literatura (…) deberá saber distinguir, en el fondo del olvido, los destellos de negra luz que provienen del misterio perdido”. La agitación tecnológica amenaza nuestra capacidad de comunicar(nos); este ensayo nos advierte contra una moral que no es moral, sino puro nihilismo. Si un intelectual se disocia del mundo real, no oye una voz distinta a la suya. Se convierte en una personalidad dogmática, víctima de la venalidad de los ignorantes.
“Escribir significa contemplar la lengua, y quien no ve y ama su lengua (…) no es un escritor”. Contar para entretener. Narrar para conectarnos. El tiempo desencantado del lector solitario promulga una ética del solipsismo. Nada es capaz de neutralizar miríadas de información inútil: “Donde hay relato, el fuego se ha apagado; donde hay misterio, no puede haber historia”. El propósito del autor tal vez no sea dar voz, sino restar silencio: “El fuego, que sólo puede ser relatado, el misterio (…) nos quita la palabra”. Endeble andamiaje el que hemos erigido sobre esta base secreta. Tal vez la muerte sea, en última instancia, la única autoridad que nos ayude a comunicar, a través de la ausencia, una vida de experiencias compartidas. [José de María Romero Barea] [Más información en la web de Sexto Piso]